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10 de diciembre de 2003

París y yo

París es la ciudad mil veces ciudad, y el periodista Antonio Morales tiene su propia e íntima visión, que SoHo publica a modo de perfecta guía para quien tenga el privilegio de aventurarse por sus calles.

Por: Antonio Morales

He estado tantas veces en París y ella ha estado tantas veces en mí. He vivido tanto entre los pliegues de sus rocas de señora madura y entre las sombras de su piel y las luces de sus cavernas esotéricas, que tratar de contar cómo han sido nuestros amores y nuestras distancias es un ejercicio pendular en el cual yo le escribo y ella me responde. Epistolar París que obliga a ser narrada, contada, una y otra vez vista por todos los ojos, gustada, olida, lamida, oída.
Nuestros amores empezaron hace 42 años, cuando ella ya tenía 2.300 años y yo apenas seis. Antes de conocerla, la presentía en las historias que me contaban, en sus fotografías, en el pan recién horneado que canta mientras se enfría. En 1960 nos encontramos por primera vez. Ella me esperaba -como a tantos otros- para seducir a ese niño con sus juegos de magia, su Torre Eiffel, sus vitrinas y escaparates llenos de juguetes en aquel invierno. Ya la quería.
La volví a ver en 1974, cuando le llegué montado de adolescente, jinete lleno de deseos. Y ella me acogió en la pequeña calle del Odeón, donde me dejó amarla en cada cara, en cada cuerpo con quien me inmolé en el altar del apartamento bonsái del piso ocho, del número 7, o en el profano umbral del bar Dix. Diez años después regresé a ella en medio de la juventud, convencido de que me iría de rumba con la vieja dama. Y así fue. Nos desparramamos en los bares, en los jardines, ella me hizo el amor, pero igual me enseñó sobre la fragilidad de las pasiones, la impertinencia de las dependencias y generó en mí los primeros aluviones de scepticismo. "Quiéreme todo lo que puedas, pero no se te ocurra poseerme", me dijo. Ella, única amante que es al mismo tiempo vela y catedral, bar y besos; cena y Sena, cama y polvo.

Canal San Martín
 
Centro de París, Quai d'Orsay
 
El periodista en una terraza parisina
Pero esa es la historia de otros tiempos, de otros amores. Ahora que desde hace cuatro años vivo en ella, ahora que he ido con ella a la alcaldía para casarnos, que ya no la siento como una esperanza sino como una permanencia, ella me ha revelado algunos de sus secretos de mamá urbana que me permiten proponerles esta guía personal de un día en la Ciudad Luz, aquí donde lo más cercano a lo cierto ha de ser ese trasunto urbano y cotidiano que son los propios pasos. París es roca, fachada, jardines, historia empacada entre piedras, agua que corre entre cielos y alcantarillas, luz que mengua o se exalta en los atardeceres, pero, antes que nada, es calle, serpiente inocua que te acecha en la acera para convidarte al ejercicio de los pecados.
Usted se acuesta tarde y antes de irse a la cama -si es verano, cuando los habitantes del Sur se desgranan sobre la vieja Lutecia galorromana- saca las dos sábanas que ha dejado en la nevera. Tiende la cama y se instala a repasar el día entre las dos heladas láminas de algodón que se van calentando, pero cuando su sudor las haya empapado, para entonces usted estará durmiendo. Si no logra conciliar el sueño, ponga una colchoneta frente a la nevera, abra el congelador y descanse. Lo recomienda el escritor Óscar Collazos, que sabe de todos los calores. Todo ello porque en París no hay aire acondicionado y los ventiladores están agotados. Usted se levanta temprano (¿ocho de la mañana?) y si fuma, hágalo debajo de la ducha. Luego, acomódese sus zapatos de siete leguas, vaya al café de la esquina (ojalá sea el Dantón en la esquina del metro Odeón) y pida un café crema, dos croissants y un pan de chocolate.
Usted no está solo. Usted nunca debe estar solo en París, pues la ciudad lo puede estrangular. La soledad en París es una enfermedad endémica, pues la ausencia del otro en París puede ser más dura que en cualquier otro lugar del mundo. Si usted no está enamorado, hágalo, ame sin un objeto pánico del deseo o, por lo menos, quiérase a sí mismo. Acompañado por su pareja o por ese otro yo que la ciudad le regala por el mero hecho de estar en ella, leve el ancla que lo aferra al barro y
declárese a la deriva.
Ustedes deciden no ir a museos. Es la mejor manera de no conocer París. ¿Para qué, en una ciudad que es toda un museo? Ustedes deciden no tomar el open tour en buses de dos pisos. Desde allí solo se ven los primeros pisos de París donde, por pudor, nunca pasa nada. Pretenden, más bien, dejarse ir por cualquier calle de la rivera derecha o izquierda hacia el Sena. Una vez ante las aguas verdosas del río, ustedes recorren los muelles de arriba hacia abajo. En un momento dado se encontrarán con el Pont des Arts. Encarámense en él y miren hacia la isla de la Cité. No hay mejor imagen de París que esa. Tal vez, las espaldas de la catedral de Notre Dame desde el Pont de la Tournelle.
Ustedes bajan hacia la punta oeste de la isla. Unos pescadores sacan anguilas del Sena. Una buena media hora en medio del río viendo pasar barquitos y ¡opss! ¡A caminar! Vaguen por los muelles en el costado derecho dirección este, hasta encontrar la entrada al canal del Arsenal. No duden en pasar bajo el puente de la línea cinco del metro para poder encontrar el pequeño puerto de París. Suban por los muelles entre péniches y yates hasta la Bastilla. Una vez allí, el ronroneo del estómago implica la decisión de buscar dónde almorzar. Si toman la Rue Saint- Antoine pasarán frente a la magnífica iglesia barroca de Saint-Paul hasta encontrar la calle Vielle du Temple. Trescientos metros en ella y ya están en la puerta del restaurante Gamín de París. Las mejores pechugas de pato en salsa de higos y uvas los esperan.
Ya entrada la tarde basta derivar hacia el barrio Latino y perderse por las calles en torno al Panteón. Seguramente se encontrarán con la calle Mouffetard. Recórranla varias veces (de pronto pasa Dustin Hoffman con el pelo y los ojos revueltos) hasta tomarle el pulso a uno de los pocos lugares de París que no sufrieron el trazado de los grandes bulevares hecho bajo Napoleón. Es tiempo de ir a tomar el aperitivo. Más allá de Saint-Germain-des-Prés (deténganse en la iglesia, pues de pronto, sin saberlo, ustedes pudieron hacer parte de una conspiración esotérica que se dio allí en el siglo XVII y seguramente la iglesia les recordará todo) está la calle du Four. Sigan,
sigan hasta encontrar la Rue des Canettes. En el barcito Chez Georges sirven vinos a precios de antaño y unos seres venidos directamente de mayo del 68, revenidos y con canas, pueden estar hablando de una revolución negociada. Una vez puestos los vinos en la cabeza, sigan al este hacia la calle Monsieur Le Prince. Allí encontrarán el restaurante Polidor, donde Julio Cortázar dejó buena parte del dinero que ganó con Rayuela. Todo es delicioso, pero la sopa de lentejas con foie gras conduce irremediablemente a una serie de orgasmos bucofaríngeos.
Empachados como están, al salir del Polidor busquen el camino hacia el barrio de Saint-Michel. En la calle Xavier Privas (ahí cerquita) se encuentra el bar Esmeralda. Allí, el argelino Chabanne les servirá los mejores margaritas de París. Sin agüero emborránchense al son de la salsa que dejó la ex mujer de Chabanne, una colombiana de Cali que huyó de él y de París, pero que dejó el bar para dicha de nosotros los melancólicos de Juanchito. Seguramente un escritor colombiano ladeado de tequilas y ausencias les dirá: "Nuevamente ruedas por las aguas del Sena, te veo en los picos de las estatuas, en las cúpulas de las catedrales, en las espumas de las cervezas, en mis propios pasos, esos que doy hacia atrás para reconocer las trazas de alguien que camina: tú, mi soledad".
Dando trompicones tomen el metro 4, dirección Porte de Clignancourt. Sabrán que en París los pájaros duermen de día y se tropelean en la noche por la habitación con ventana, los perros dejan largas trazas de babas en el pavimento, los gatos se pasean por los alféizares en riesgoso equilibrio, los helados se desparraman dulces y pegachosos y los seres humanos nos miramos en silencio, mientras una serie de pantanos se van instalando en cuanta oquedad el cuerpo tiene. En el Metro, unos vahos inenarrables van de túnel en túnel y uno siente que cada vez que pasa el tren es Caronte con su barca, que equivocado pierde el rumbo del infierno y se adentra en el paraíso.
A esa hora (¿cuál?) verán a una muchacha estival con una minifalda estampada llena de pequeñísimas fotografías del Che, pero al revés. Cuando bajen del vagón en la estación Les Halles, al caminar unos cuantos metros y voltear a mirar el tren que se va, ella estará en la ventana mandándoles besos con manos y boca. Tomen la salida de la iglesia de Saint-Eustache y caminen hacia el norte por la Rue Montorgueil. París en pleno les llenará la boca de palabras y las manos de flores amarillas, siemprevivas. Seguramente, un negro de Senegal los condecorará con una lata de gaseosa sólo porque ustedes son unos 'bacanes'. Por esa calle, las parejas francesas los mirarán (ustedes tienen cara de latinos) y se quedarán explicándose entre ellos cómo somos nosotros. Rigores del europeo-centrismo, tan afecto a los herederos de Descartes.
Sigan, sigan hacia el norte hasta llegar a la Plaza Pigalle. Ahí, de frente, está el cielo pintado sobre la fachada y adentro, el purgatorio. Se llama Aux Noctambules, donde los noctámbulos. En ese templo de la decadencia, en esa ancla con el pasado parisino de los tiempos de la postguerra cuando Edith era Francia y Francia era Piaf, encontrarán la canción francesa de siempre cantada en vivo para decenas de seres contradictorios y opuestos, heterogénea y heterodoxa sociedad de trasnochadores, memoria
viva de la París profunda y rival de Roma en materia de eternidad. Allí estarán esperándolos los travestis de la Costa de Marfil que trabajan como empleadas domésticas en lo de Graciela y Cecilia, las documentalistas argentinas.
También un hombre enorme con un enorme abrigo y una pequeña caja con dos bizcochos, cargando la desproporción entre su fuerza bruta y su inteligente ternura. Escucharán un crossover arcaico, mezcla de
Bésame mucho y Marsellesa. Olerá a un perfume muy viejo, añejo por él y aun más antiguo sobre la piel de Dominique, la vieja puta pensionada que entra para bailar a solas con los clientes de su imaginación. También culebreará por ahí la joven que se contornea lasciva, tocando sus frutos expuestos para la venta en el mercado de la noche. Y no. No se trata de un burdel. Es tan solo la
democracia de la penumbra, la diversidad social que se ha instalado en los noctámbulos, embudo y recipiente de una París que se niega a yantar en McDonald's y a vestirse de Benetton.
Transparentes todos y transparentados por la noche palparán las pieles ya sin color, no sin melanina, sino con el tono sombrío de los lemures. Verán la imagen de ustedes en el espejo del porvenir de la noche. En el colmo del sincretismo, beberán un submarino de ron en champagne. Saldrán de allí llenos de la música de Pierre Carré, un cantante-fantasma, rojo demonio de infernal encanto, que si fuera colombiano tocaría vallenatos en El Rodadero. Saldrán acariciados, como celajes entre el éxtasis y
el desbarate, felices de haber reído al mismo tiempo
en castellano y francés. Tomarán el primer metro (cinco y media de la mañana) y esta vez verán a esa pareja que alelada se ama. Y luego otra que debate suave, pero dolorosamente su desentendimiento. De todos modos será la misma pareja, solo que habrán pasado los meses suficientes para que aparezca el desamor. Verán a ese hombre que se toca los zapatos para ver qué tan mojados están. Ella, en la silla al frente, verá lo que él hace, no lo mirará a la cara, pero también se tocará sus chanclas. ¡Habrán hablado! Y verán también los sueños que brincan estaciones, los de los proletarios inmigrantes. Esa gente que viene del trabajo con la piel oscura de fábricas. ¿Quién los espera en casa?
No habrán tenido tiempo de sentir el espíritu del cementerio de Père Lachaise ni de ver la gran escultura de la Convención en el Panteón, con la izquierda y la derecha, la burguesía y el pueblo y en el medio vivre ou mourir. Nadie les habrá dicho que tu n'est plus rien qu'un déjà vu, pero en ese metro sentirán que si la historia suda piedras y agua mineral, es agosto en París.
Al bajar del metro, de cualquier panadería saldrá ese sonido raro, como de cavas: es el canto que hace el pan horneado cuando se empieza a enfriar. Seguirán y verán las playas de París, y tratando de retomar la memoria refundida en la bacanal anterior creerán, como tantos, haber visto la otra noche los ojos rojos de varios caimanes en el Sena. Pero no, al terminar París, el día, la noche y la rumba, solo quedará el canto de un mirlo en el 22 de la calle Lecourbe.