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16 de mayo de 2018

Sexo

La vida sexual de los filósofos

Masturbaciones públicas, abstinencias dolorosas, lujuria, infidelidades, todo un repertorio que deja claro que comer libros no es la única ocupación de los grandes pensadores de la historia.

Por: Roberto Palacio | Ilustración: Vito
| Foto: ILUSTRACIÓN: VITO

No cabe duda de que los antiguos filósofos griegos fueron menos morrongos en materia de sexo que los que vinieron luego del ascenso del cristianismo en Occidente. Ese personaje del que usted aprendió virtudes en su clase de filosofía del colegio, Sócrates, fue retratado por Platón en un diálogo llamado Critias, teniendo una erección al mirar lo que un bello joven ateniense llevaba escondido entre la toga. Hay que recordar que los antiguos pensaban que para el sexo se requería un igual, la cosa esa de hombre con hombre, mujer con mujer, pero para procrear era preciso hombre con mujer porque, como diría Jorge Velosa, nadie es hijo de dos compadres.

Karl Marx

Cuentan los testimonios que Diógenes el Cínico, un filósofo mendigo que vivió en un barril en Atenas por los mismos tiempos, llevaba a cabo una práctica que muchos replicamos en medio de nuestra sabiduría: se masturbaba para deshacerse del deseo sexual. Nada raro, solo que mientras nosotros lo hacemos en la ducha, Diógenes no veía motivos para que no fuera en la plaza pública. ¿Si el sexo se dispensa practicándolo, por qué no a la vista de todos?

Hay que decir que la posteridad no fue tan sabia ni liberal en el tema del sexo. Si filósofo alguno sostuvo idioteces sobre el sexo de manera superlativa, tiene que haber sido Agustín de Hipona, o San Agustín. No me invento una sola palabra de este cuento de hadas bajo el que comprendió el sexo. De joven se había ido a vivir en ‘arrejuntamiento‘ con una mujer a la que su madre, Mónica, una ferviente católica, detestaba. Luego de que su madre echó a su esposa de su vida, sin la ayuda de una bandada de pájaros negros, ya que aún no existía Hitchcock, convirtió a su hijo al catolicismo. Agustín, sin embargo, vivió con la culpa de haber perdido a su mujer y al hijo que con ella había tenido. Lejos de acusar a Mónica, culpa al sexo de su desgracia. Maldito sexo, fue el causante de su estado de abyección. Es como si culpáramos al inventor de la rueda por el estrepitoso accidente que tuvimos por andar conduciendo ebrios. El sexo no era malo en el estado de inocencia originaria. En el paraíso, Adán podía mover su verga a voluntad, creía literalmente Agustín. No lo excitaba ver a Eva desnuda ni el olor de su animalidad. Estaba en control. Luego de la caída, este sensible órgano se nos para cuando no queremos, incitándonos a meterlo en la nómina, en la mejor amiga de la novia, en la niñera. A esto se le llama peccatum y vaya si es delicioso y malo e inevitable y causante de culpas y generador de ese deseo profundo de que nos capen al día siguiente.



San Agustín

Supondría uno que los filósofos ilustrados, grandes racionalistas algunos, fueron menos pacatos en materia de sexo que Agustín. Pero quizá la construcción de la frase anterior le sugiera que voy a decir que no lo fueron. En efecto, fueron aún más morrongos que sus predecesores, al menos algunos de ellos.

Kant por ejemplo, ese pequeño erudito que el escritor inglés del siglo XIX Thomas de Quincey llamó una momia académica llena de pecados, se inventó una frase para lograr que jamás se nos pare. Dice: cada vez que estés frente a una mujer, recuerda que fue una mujer la que te trajo al mundo. Es decir: cuando ella esté ahí, sobre tu cama, capturada solo por la luz, vistiendo apenas un poco de Chanel, en ese preciso instante... piensa en tu madre. No asombra que siguiendo esta ‘técnica‘ para que no se nos pare, en su lecho de muerte, Kant confesó no haber tirado jamás ni haberse masturbado ni haberse visto la pija. Bueno, las dos últimas categorías las añado, aunque no es loco pensar que los rígidos preceptos morales de la época recomendaran, como el Manual de urbanidad de Carreño, no mirarse desnudo nunca. Agustín, al menos, tuvo su dosis de fornicio.



Immanuel Kant

Karl Marx, como en tantas otras cosas, en materia de sexo —y contrariando a la tradición— fue inteligente y pertinaz. No todos los filósofos han sido analfabetas sexuales. Si solo por ello fuera, debería tener un podio de honor, tanto en la historia del sexo como en la de la filosofía, por haber dicho que esta es al mundo real lo que la masturbación al sexo; un pajazo mental. Y, de hecho, pensó mucho en aspectos puntuales del sexo, como por ejemplo la cantidad de sexo no deseado que una mujer recibe en el matrimonio, que según sus cálculos econométricos era más que el que recibe una prostituta en su trabajo, con la diferencia de que esta última se vendía a un cliente a la vez, mientras que la esposa está a término indefinido y ha vendido su trasero para siempre. Esta idea de dejar de interpretar el mundo para cambiarlo llevó a Marx a la práctica del sexo, habiendo sido capaz de preñar varias veces a su esposa y a la nana de sus hijos, viviendo todos en un apartamento de 40 metros cuadrados. Hay que recordar la frase del mamerto: un marxista se debe mover en la sociedad como un pez en el agua.



Søren Kierkegaard

Una reconocida feminista alguna vez afirmó del hombre colombiano que era el mejor de los amigos, un regular amante y una pésima pareja. Nunca la sentencia fue más cierta que con respecto a un no-colombiano, Søren Kierkegaard, el enjuto estudiante de teología y filosofía del mismo siglo de Marx, autor del conocido Diario de un seductor. Kierkegaard fue un genio para escribir sobre los deseos femeninos, pero un idiota al intentar entenderlos en la práctica. Al parecer, la división entre teoría y práctica es cierta solo en la teoría, no en la práctica. Se enamoró de una mujer despampanante, de profundos ojos azules y dispuesta a acostarse con el deforme y jorobado Kierkegaard. Pero por años ella se negó; los filósofos solemos ser gustos adquiridos. Y en ese tiempo, él le rogó; los filósofos solemos rogar. Luego de mucha rodilla pelada y mucha crema para la autocomplacencia, ella, llamada Regine Olsen, le dice que sí, que la tomase de la mano, o de la nuca o del culo o de alguna parte porque las palabras sirven para ablandar el corazón... y las de Kierkegaard vaya si eran filudas.



Diógenes

Pero, óigase: cuando ella le dice al fin que sí, el filósofo le dice que no. Fue un acto loco, radical, estoico: a ver cuántos de nosotros somos capaces de quitar la mano que nos han puesto en el muslo. El pobre Kierkegaard se pasó el resto de su vida lamentándolo, como cuando nos autoflagelamos porque en la fiesta en la que ella se nos entregó nosotros decidimos más bien darle al whisky. Le mandó cartas a Regine e incluso a su nuevo marido para recuperarla sin ninguna perspectiva de éxito. Murió solitario y pobre a causa de una embolia y derrame cerebral causado por exceso de masturbación. Bueno... esto último me lo inventé, pero sería un final totalmente adecuado.

Pero como todo tiempo en realidad es un círculo, y las idioteces están simplemente ahí esperando tener una segunda oportunidad sobre el teatro del mundo, ideas como las de Agustín volvieron a aparecer en pleno siglo XX.



Wilhelm Reich

El filósofo Wilhelm Reich, queriendo darle al marxismo un piso más sólido y, por cierto, más húmedo que la economía, intentó relacionarlo con el sexo. Nuestras desgracias, la enfermedad, la homosexualidad (Reich la incluye como una suerte de degeneración) eran producto del orden corrupto y corruptor del capitalismo. El problema es que el sistema, como un pulgón en la almohada, nos priva de nuestra esencial energía sexual u “orgón”, como la llamó. No se trataba de una metáfora. Reich creía que el orgón era tan real que expedía una coloración azul y de hecho le presentó la idea a Einstein para que lo estudiara como una fuerza de la naturaleza. El físico dijo que no tenía ni culo idea de qué hablaba Reich y que, por cierto, con la gravedad ya tenía. Pero claro, si uno se masturba en la oscuridad, podrá ver un aura de añil que sale de la mano y el miembro, solo que nunca lo observamos por estar distraídos masturbándonos. Y por ello Reich no abandonó su rara metafísica. Como en Sleeper, la película de Woody Allen, construyó casetas para que la gente recargara su orgón. Quién sabe de dónde diablos sacaba la dichosa energía renovable alguien muy deseoso al otro lado de la línea. ¿El mismo Reich masturbándose? El caso es que era una panacea que se proyectaba al futuro. En el paraíso comunista, los camaradas Adán y Eva no tendrían problema para que el martillito del asalariado transformara materialmente la hoz de la asalariada. Serían puros, impolutos y sexuales, tal como 16 siglos antes Agustín se imaginaba el Jardín del Edén.

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