A qué sabe.la comida de El Bulli

Por: Martín Caparrós

Alguna vez, dentro de muchos años, me pondré presuntuoso -con cierto disimulo, un dejo de indolencia, como quien no le da mayor importancia a la cuestión- y diré que yo sí comí allí. Pero creo que voy a mentir un poco: diré que fue a principios de los noventas, cuando tenía más mérito. Cuando el nombre de El Bulli era un secreto que algunos se susurraban con las cejas arqueadas, cuando el gordito Michelin todavía no le había puesto su tercera estrella, cuando la espuma recién aparecía en esa orilla. Y podré decir, incluso, que en aquellos tiempos heroicos éramos pocos los que íbamos, que conseguir una mesa ni siquiera era épico. Podré decir lo que quiera -y alguien me escuchará deslumbrada y yo necesitaré esa escucha porque voy a estar viejo pero mañoso todavía; entonces, dentro de muchos años, El Bulli sonará como el principio lejano y misterioso, casi mítico, y ella por un momento se preguntará si no le estoy contando una de cowboys. Después se dirá que bueno, que es igual, que si quiero contarle historias qué más da y yo no voy a entender -ya les dije, voy a estar muy añejo- la insinuación en su mirada y voy a seguir hablándole de mi cena en El Bulli.

-Hola. Aquí les traigo el aperitivo.
Dijo, aquella vez, una camarera vestida, como todos ellos, de riguroso seudoarmani negro: sombras chinescas tan amables. Y se sonrió porque nos puso, sobre la mesa redonda, dos cucharas sobre plato japonés:
-Es una piña colada.
En la cuchara había montoncitos sucesivos de colores; eran -después sabría- una gelatina de ron, un sorbete de coco, la espuma de ananá y un azuquitar crocantín. La seudo era didáctica:
-Tienen que meterse la cuchara en la boca y dejar que el labio superior vaya rozando todo, que arrastre un poco de cada cosa: como un chupa-chups, vamos.
Ella -y su jefe Adria- habían decidido la forma en que esos montoncitos iban a entrar y actuar en nuestras bocas y no nos quedaba más que hacer: estábamos entregados. Mi labio rozó, arrastró, trató de seguir las instrucciones: entonces los sabores se me aparecieron en la boca, cada cual por su lado y, finalmente, se reunieron en un coctel glorioso: estampida de gustos y el gran gusto. Una piña ya nunca sería lo que había sido. ¡Piñas del mundo, coladas, de súbito disueltas en el aire! Es tonto de decir: en ese momento entendí algo, descubrí algo, aprendí.
Y era solo una minucia aperitiva; F., a mi lado, se la tomó con carcajada pero después lloró. Yo -yo no lo voy a contar- también.

Somos seis mil millones de fulanos los que comemos -los que intentamos comer- todos los días; muchos lo hacen para reproducir sus fuerzas lo suficiente como para arrastrarse hasta el televisor más próximo; muchos más, con la ansiedad del que sabe que nunca se sabe; unos cuantos con la intención de agregar algún placer a la necesidad. Y sin embargo, de esos seis mil millones, casi todos hacemos más o menos lo mismo: nos enfrentamos a un par de platos de alguna preparación sólida o líquida para tragar en dos docenas de bocados, hecha de la mezcla de animales y vegetales crudos o cocidos con fuego o microondas: producto-guarnición-salsa-o-algo-así. Es tan raro que alguien pueda innovar tan radical en el terreno más trillado: que se pueda dar de pronto semejante salto. Aquella noche me sentí, por momentos, colado en el taller donde Picasso pintaba las señoritas de Aviñón.
A ver si sé decirlo: no hay nada más común, más empecinadamente repetido que comer. Nada se practica más: nada está más definido, cristalizado por esa práctica constante. Por eso, cuando alguien, de pronto, cambia algo de esos modos que miles de millones reproducimos cada día, se puede suponer que es -por lo menos- un genio.

Ferrán Adrià es un muchacho más o menos bajito de mirada más o menos cómica, el pelo más o menos Curly, las manos más o menos finas movedizas, los párpados pesados. En los últimos diez o quince años, Ferrán Adriá ha cambiado la cocina de vanguardia: la que inventa las maneras que, dentro de algunos años, todos seguirán.
-Nosotros comemos tipo diplodocus, como hombres de las cavernas. Cuando te comes una chuleta a la parrilla estás tragando igual que hace treinta mil años... Y la idea es evolucionar.
Cuentan que un día, hace más de diez años, Ferrán Adriá y su hermano Albert jugaban con tomates: carradas de tomates bien maduros. FA hinchaba un tomate con un inflador de bicicleta hasta que, con su lógica bélica, el tomate explotó: el tomate es un animal muy impaciente, rojo por impaciente, y hubo trizas de rojo volando por los aires y, en los restos, justo donde el chef había aplicado el inflador, una espumita que era la mezcla del aire y el tomate. FA, cuentan, lo probó, y desde entonces no descansó hasta que pudo reproducir esa espuma en su cocina. Intentó tantas formas: al final lo consiguió con un viejo sifón y un poco de gelatina neutra. De la espuma de tomate pasó al perifollo, la manzana, la berenjena, el agua de mar o el humo: cualquier sabor podía volverse espuma, perder su carácter material, convertirse en una caricia disolviéndose en el paladar. La espuma es el sabor en estado puro, hecha de esencia y aire: en poco tiempo no hubo chef moderno que no intentara su espuma, y FA -mozo aún- se fue haciendo famoso. La espuma no sólo era una idea simpática; fue, sobre todo, una pequeña revolución de los conceptos: un producto aligerado de su estúpida pesadez de materia, apoyando su sabor en el sabor. La espuma fue la primera forma de convertir la ingesta en algo abstracto: puro soporte de olores y de gustos. Quesos, espárragos, azafrán, huevos revueltos o jazmines podían tornarse espuma -o cualquier otra cosa: empezaba la cocina conceptual.
-Te explico: es estupendo que alguien haya descubierto que se le puede agregar cebolla a una tortilla: a partir de ese día existió la tortilla de cebolla. Pero lo realmente importante pasó mucho antes, con la creación del concepto "tortilla", que permitió la aparición de infinitas recetas, de infinitas tortillas creadas con los elementos más dispares.
Esos conceptos son los que cambian tan poquito -por eso FA suele decir que los restaurantes son más bien museos-; esos conceptos son los que la cocina adriática persigue sin cesar. Desde entonces, FA ha inventado cantidad de otras cosas: para eso cierra todos los años su restaurante cinco o seis meses y se encierra con su equipo en su taller de Barcelona, donde busca y busca.
Una comida FA consiste en dos docenas y media de momentos: un menú que él propone, que él organiza como un recorrido, como un relato.
-Esto es como una película, es difícil de explicar. Hay unas reglas que seguimos más o menos: primero lo líquido, el mundo de los snacks; después las tapas más de producto; después dos o tres platos que te pueden recordar una comida más tradicional y, finalmente, lo dulce.
Aquella noche, cada cinco minutos -segundos más o menos- llegaba un plato nuevo. En cada cual un chiste, una sonrisa, la inundación de los sabores. Parte de la felicidad estaba en el placer de enfrentarse ciego con lo nuevo: el recreo de dejarse llevar, de entregarse a una dictadura tan gozosa. Aceptar que nada es lo que era. Como la "sopa de pepino": un vaso chico tapado con una masa muy fina y encima unos pepinillos y unas flores y nuevas instrucciones:
-Primero hay que comerse los pepinillos y las flores, después rompan la tapa de masa fina y bébanse el líquido junto con los trocitos de masa.
Comer en un restaurante siempre es una cuestión de fe: creer que lo que mandan unos señores desconocidos encerrados en un cuarto alejado merece la confianza de metérselo en el cuerpo. Nos tranquilizan ciertas referencias: una vaca no llega como vaca pero la forma en que la cultura modela una vaca, para la ingesta está refrendada por siglos de uso y se llama bife. Entonces uno ve llegar un bife y sabe de qué se trata. En El Bulli, en cambio, no quedan referencias: la confianza debe ser ciega. La verdadera entrega. Como cuando llegaron los países.
-¿Os gustaron los países? Es casi casi lo más futuro que te puedes encontrar. Es no comer. Hay un cliente que dice que aquí no hay platos ni tapas ni snacks, que hay emociones. Y creo que esa debe ser la función de un restaurante: darte emociones.

"Países" era el nombre de un "plato" -las comillas son el último refugio del canalla- que me pareció la esencia de la genialidad: el momento en que terminé de convencerme y empecé a pensar que aquella cena era una experiencia religiosa -la Primera Cena. O, mejor dicho: que sería una experiencia religiosa si se pudiera ir a misa a contar chistes sobre Dios. Si la mística incluyera el humor, si Dios se tomara a bien las bromas y a cambio nos entregara la salvación eterna, por ejemplo, o una revelación menor.
"Países" eran tres cucharas sobre un plato cuadradito y blanco. La primera era "Tailandia": en la cuchara había leche de coco, lemon grass, hierbaluisa, tamarindo, algún curry y, ya en la boca, los gustos se acomodaban y formaban, al final, todos juntos, el sabor de Tailandia. El bocado se convertía en la síntesis casi abstracta de una cultura.
Después el viaje seguía por Japón y México. Más risas, sorpresas, los recuerdos. Era un juego de seducción, la histeria compasiva: la cocina adriática te saca, te deja afuera y, al final, te deja entrar para preparar el golpe en que volverá a dejarte afuera -y a dejarte entrar.
-En este mundo cada vez es más difícil sorprendernos. El valor de El Bulli es que un señor puede tener todo el dinero del mundo y creer que lo ha visto todo en la vida, y aquí se encuentra con que no era así.
Me dijo FA: aquí una rosa no es una rosa. Si fuera un moralista -un predicador- FA te estaría diciendo: caro mortal, nada es lo que parece. O peor: preguntándote qué significa ser, qué parecer. Pero no es; me parece que FA -el proyecto de comida FA- es más bien la seriedad de la evolución tomada en joda. O la seriedad de la joda en plena evolución. O los modelos de las vanguardias estéticas del siglo XX aplicados por fin a la cocina. Y, por supuesto, la sinfonía de sabores olores sensaciones. A FA no le parece suficiente:
-Algún día conseguiré servir por fin el plato en blanco sobre mantel blanco.
Diría después, a punto de la melancolía, el cocinero FA.
-Pero todavía me falta para eso...
ALGUIEN DIRÍA QUE NO TANTO.