Juan Martín Fierro escribe una diatriba contra el merengue para la Revista SoHo.
Corrían los años del furor merenguero de finales de los ochenta en Bogotá, cuando un grupo de ‘rebeldes’ salseros encabezado por Enrique Santos Calderón, César Pagano, Gerardo Reyes, Jeannette Riveros, Bertha Quintero, Jenny Pérez y Chela Castro, entre otros, izó la bandera del Frente Antimerengue (FRAM), “en defensa de la clave y el buen gusto”, atrincherado en ese gran cuartel general llamado Salomé Pagana.
Si bien la generación de la guayaba se iniciaba feliz en las artes danzatorias gracias a este ultracomercial ritmo, los brotes de resistencia seguían creciendo entre jóvenes como yo, que nos negábamos a ‘pegar la nariz en la pecera’, a bailar como monos o a dejar abierta la ‘ventanita del amor’ en medio de un trencito corporativo; no porque no fuéramos ‘hombres divertidos’, sino por pura y simple abominación.
El merengue, salvo muy, pero muy contadas excepciones, siempre me pareció un aire predecible, hecho para facilitar las conquistas estudiantiles y maquillar la falta de motricidad de los impúberes cachacos que se atrevían a pedir Volveré en la insufrible voz de Rubby Pérez, o La asesina, criminal e interminable sonsonete de Bonny Cepeda. Pero ¿por qué tanto fastidio contra un género que triunfó en la radio y sigue pegado en los matrimonios, las navidades y los paseos? Aquí están mis cinco ‘antimerengueras’ razones:
1. Bailar merengue es lo más ‘mareador’ del mundo. El ‘ocho’ o las vueltas cruzadas o invertidas (todas aprendidas de memoria) no son más que un ejemplo de brutal cursilería dancística. No nos engañemos: el merengue no incita a nada, no propone nada. Es tan poco inspirador desde el punto de vista coreográfico, que resulta ideal para hablar de política en la pista. El merengue es la tabla de salvación de los que nunca aprendieron a bailar; de esos que solo saben arrastrar los pies y aplican el mismo brinquito carranguero —tan propio del altiplano y de nuestros papás— a todo lo que tenga ritmo. Como si no bastara, el merengue produjo esperpentos que invitan al ‘baile del perrito’, al ‘baile del mono’, al ‘baile del sua sua’, o a viajar con Los Fantasmas del Caribe, todo en aras de convertir el salón de baile en un zoológico de movimientos ‘customizados’.
2. ¿Merengue o melcocha? Cuando pensábamos que el merengue ya era suficiente, apareció en la radio la ‘bachata’, un hijastro producto de sus amoríos con la balada rosa y el lado más mañé del bolero. Juan Luis Guerra es un tipo que le cae bien a todo el mundo, no lo dudo, pero su canción ‘La hormiguita‘ debe cargar varios suicidios encima.
3. El merengue es el padre lejano del reguetón y tuvo de amante al hip hop durante los noventa. Proyecto Uno, Ilegales, Sandy y Papo y el tal Fulanito son algunos de los exponentes del llamado ‘merengue hip hop’. Al respecto, vale decir que el Franreg (Frente Antirreguetón Idiotón) es el ala más radical y más vigente del original FRAM de los ochenta.
4. Monótono y tribal. Puede que no fuera tan vulgar en sus letras como el reguetón de hoy, pero el merengue es el ritmo ‘matapasiones’ por excelencia; un atentado contra todo intento de intimar en pareja. Es perfecto para quienes buscan trabajo con una jefa mujer o quieren ‘desentiesar’ a la tía cincuentona; pero es inútil si de acelerar el corazón femenino se trata.
5. Elvis Crespo. Este merenguero puertorriqueño, tristemente célebre por ser acusado de masturbarse en un avión delante de una dama y golpear a un asistente, es el autor material e intelectual de nada más y nada menos que ‘Píntame‘ y ‘Tu sonrisa‘, las dos canciones favoritas del Bolillo Gómez, quien disfruta como nadie sus éxitos más ‘pegajosos’.