¿Qué hago yo a las cinco de la tarde parado frente al instituto IPLER de la 26 con 30 a punto de inscribirme en un curso de lectura rápida? Creo que el asunto amerita una explicación previa. El Vidriófilo Aprendiz. Así se llamaba uno de los archienemigos de Batman y Robin que se ponía un casco y con solo pasar la planta de la mano por las hojas de los libros podía apropiarse instantáneamente de sus significados. Y, aunque este villano menor no llegó a tener el estatus del Guasón o del Acertijo, fue un héroe de mi infancia. Me parecían admirables sus armas: una lectura más veloz que la mente y el poder de la información. Pero, al parecer, dichas virtudes no tuvieron mucho eco entre los televidentes -desde luego hablo de un Batman visto en blanco y negro a mediados de los 60- y tal vez por eso fue abandonado a su triste suerte. Nunca se supo más de él; nunca fue tenido en cuenta a la hora de la pomposa versión cinematográfica. Años después, en una propaganda de la televisión, observé algo insólito: un hombre con un casco y un libro promocionaba un curso de lectura rápida. De no creer. Era como si el mismísimo Vidriófilo Aprendiz hubiera regresado para vengarse de todos, incluido su indolente creador. Pasada la sorpresa inicial y la nostalgia infantil, volví al escepticismo: ¡qué diablos iba a creer en técnicas conductistas para leer más rápido! Es que, para entonces, yo, que no venía de una familia de lectores, me había convertido en un lector. O, para decirlo de una manera más sencilla y más honesta: ya había probado ese vicio y había quedado enganchado para siempre.
Afanador se sometió a un curso de lectura rápida de 20 horas, repartidas en sesiones de dos al día. Uno de los trucos aprendidos fue leer en zigzag. Después de un examen obtuvo un buen puntaje. Llegó a leer 43 letras por segundo, 516 palabras por minuto. Aventajó a muchos de sus compañeros
Fue a los 13 años. Por esa época solo me interesaba jugar basket-ball (y ruego al corrector que no me censure: aún no existía la palabra baloncesto) y ver películas de vaqueros. Hasta que un día mi padre, preocupado porque no leía (¿y cómo iba a leer si él tampoco leía?) llevó a la casa una revista del Círculo de Lectores. La hojeé y no me interesó nada. Pero, para no decepcionarlo, sabía que debía escoger algún libro. Finalmente lo encontré: Edad prohibida. El comentario decía que se trataba de unos adolescentes en plena guerra civil española que descubrían el amor y el sexo. De inmediato, se me prendió el bombillo de la curiosidad morbosa. Lo escogí: ese era mi libro. Llegó como a los 15 días. Recuerdo que empecé a leerlo un viernes en la tarde y no podía parar. No quería comer, no quería jugar basket, solo estar allá en San Sebastián, jugar frontón, pasear por la bahía de la Concha y saber qué le pasaría a Anastasio que se moría de amor por Celia (el sexo no fue tanto como prometía el título, aunque ya no me importó mucho). Terminé el domingo. En tres días, en menos de 72 horas, había leído 360 páginas: lo que nunca había logrado el colegio. Toda una proeza para mí. Pero en ese momento poco me interesó el hecho. Me importaba más la emocionante sensación de haber conocido personas y lugares tan reales como los de verdad. Y haber entrado en otra realidad y en otro tiempo: en el libro habían transcurrido varios años y “afuera”, según decía el calendario, apenas tres días. Fue extraño volver a “la realidad”, desde ahí citada necesariamente entre comillas. Sin darme mucha cuenta, me había convertido en un lector. Nunca imaginé que la cosa podía ser tan fácil y tan emocionante. De pronto, uno se olvida que lee, que descifra palabras, y simplemente está ahí: en otro lugar, con otras personas. Como si la vida fuera una casa y a esa casa se le hubieran agregado más habitaciones. Fue un goce inmenso, una feliz revelación: la lectura daba placer. Supongo que ese es todo el secreto: llegar a sentirlo alguna vez. Hay quienes nunca lo descubren y el libro es para ellos una materia densa, infranqueable. Y hay quienes lo descubren y se convierten en adictos. En adelante, irán tras de los libros buscando repetir esa experiencia placentera, al igual que cualquier vicioso. Con una diferencia: nadie los va a castigar por ese vicio. Leer, entonces, se convirtió en mi pasión. Y luego, aunque muchos no lo crean, en un oficio. A veces, cuando cuento a qué me dedico, me preguntan incrédulos: “Sí, pero además de leer, ¿en qué trabaja?”. No obstante, por más que uno lea de tiempo completo, siempre será insuficiente: hay tantos buenos libros que uno quisiera leer y que -seguro- no alcanzará a leer: la vida es demasiado corta. El Vidriófilo Aprendiz, ¿cómo olvidarlo? ¿Cómo no seguir anhelando su maravilloso invento? Pero, como él no existe, ¿por qué no ensayar con un curso de lectura rápida? Las propagandas funcionan: no me había olvidado de la imagen del señor leyendo con un casco. Desde luego, existía un pequeño inconveniente: eso iba contra mis convicciones. No hay que ser muy perspicaz para saber que estos cursos utilizan métodos conductistas ¿Un curso de lectura rápida? ¿Para qué? La velocidad depende del gusto, si no hay gusto no hay velocidad y si uno está “enchufado” con un libro, vuela. Además, la lectura es una actividad demasiado subjetiva, imposible de cuantificar ¿Y si fuera verdad lo que prometen? ¿Si, al menos, pudiera duplicar mi capacidad de lectura? ¿Qué puedo perder? De tales ambigüedades y sentimientos encontrados (por mi propia iniciativa jamás hubiera ido) vino a rescatarme la propuesta de SoHo: me inscribían en un curso de lectura rápida para que dijera objetivamente si servía o no. Así que aquí estoy, frente al instituto IPLER para comenzar mi curso. O mejor, para presentar la evaluación inicial con una fonoaudióloga, prerrequisito de admisión. El asunto me pone un tanto nervioso. ¿Qué tal que no pase? En ese caso, cambiaría el tema de la crónica: sería sobre un comentarista de libros que no fue admitido en un curso de lectura rápida. Finalmente -y por fortuna- me aceptan (y conste que había algunas preguntas de lógica matemática). El curso durará 20 horas, en diez sesiones de dos horas y en el horario de 5:00 a 7:00 p.m. La clase inicia puntual (en general en el instituto son muy cumplidos y muy estrictos). La profesora se llama Gina Bermúdez y somos en total ocho alumnos. La mayoría son estudiantes de colegio y de universidad, muy jóvenes -yo soy el viejo del curso- que quieren leer más rápido sus materiales de estudio para mejorar su rendimiento académico: sus intereses son muy concretos. Nos hacen una introducción general. El objetivo es mejorar la velocidad de la lectura y la comprensión. Mejorar respecto al nivel que uno tiene al inicio del curso: no hay que competir con los demás ni tampoco alcanzar un determinado puntaje. En consecuencia, leemos un texto y cada cual hace su medición de acuerdo con unos indicadores que nos dan. La mía es la siguiente: 16 letras por segundo, 192 palabras por minuto, 80 por ciento de comprensión y 153 por ciento de eficiencia. Supuestamente, esas son las cifras que debo superar y para conseguirlo en cada sesión haremos mediciones (a las mentes suspicaces luego les aclararé lo del 80 por ciento de comprensión). Palabras como pasión, intensidad, placer, sentido, quedan irremisiblemente a un lado y entramos al reino de las cifras: lo cuantificable, lo verificable, los resultados. Más que escandalizarme, me parece divertido ese enfoque utilitarista de algo que por su naturaleza es intangible. Pero no quiero adelantarme. Mi compromiso es aceptar esa lógica y tratarla de aplicar lo mejor que pueda. Las conclusiones son para el final. “Esto no tiene magia, son técnicas muy sencillas”, dice la profesora, por cierto muy competente. Y, en realidad, lo son. El planteamiento es que entre nuestra lectura y el texto se interponen una cantidad de obstáculos innecesarios que, una vez detectados, se pueden erradicar a través de ejercicios. Por ejemplo, en vez de ver y entender, un proceso que implica solo dos operaciones, nosotros lo alargamos a cuatro: ver, pronunciar, escuchar y entender. Si nos ahorramos la operación de pronunciar mentalmente -subvocalizar-, podemos aumentar la velocidad de lectura sin sacrificar la comprensión. Usualmente, cuando leemos, hacemos un barrido con la mirada por todo el renglón. Si, en cambio, dividiéramos el renglón en tres partes -trazando tres líneas imaginarias- e hiciéramos solo tres movimientos de los ojos sobre las líneas imaginarias -sin mover la cabeza- incrementaríamos sustancialmente la velocidad. Para ejercitar esos movimientos haremos diversos ejercicios. Y para aumentar el campo visual haremos lexicometría, que consiste en leer lo más rápido posible -sin subvocalizar- columnas de palabras. Empezaremos con palabras de cinco letras y terminaremos con palabras de dieciséis. Nos presentan los aparatos que nos van a ayudar a alcanzar nuestros objetivos: El taquitoscopio y el acelerador de lectura. Primera gran decepción: en el instituto IPLER no se utiliza el casco. El taquitoscopio es un aparato que proyecta palabras en una pantalla a gran velocidad. Debemos repetirlas en voz alta y la idea es que empecemos en cuatro milésimas por segundo y terminemos en 60. Y el acelerador de lectura es una máquina que se coloca sobre el texto con una especie de cuchilla que baja cubriendo la página. Si no se lee rápido -la velocidad es graduable- la cuchilla lo alcanza a uno y ya no se puede leer: hay que apurarle. De lo más asustador: creo que conocí la angustia en la lectura con este aparato. Para ejercitar la velocidad, aprenderemos también otros trucos: leer solo las ideas principales -omitiendo las secundarias-; leer en zigzag; haciendo saltos; en forma telegráfica -solo lo esencial- y, literalmente, “por encima de las palabras”. Es decir, como bien dice la profesora, “viajaremos dentro del texto”. Y en cuanto a técnicas de comprensión, vamos a aprender a sacar las palabras clave, las ideas principales y hacer síntesis, retrospectiva y anticipación. El programa propuesto se cumple a cabalidad y en el último registro de lectura que hago obtengo los siguiente resultados: 43 letras por segundo, 516 palabras por minuto, 100 por ciento de comprensión y 516 por ciento de eficiencia. Los resultados de mis compañeros son igualmente positivos: incrementaron sustancialmente sus cifras iniciales. Según esto, la esperada pregunta, ¿sirve un curso de lectura rápida?, sería afirmativa: sí sirve. Sin embargo, el asunto es un poco más complejo y los resultados hay que matizarlos. Si uno se preocupa demasiado por la velocidad tiende a afectar su comprensión (de hecho, eso fue lo que me sucedió en el primer registro de lectura). Es más: el concepto de comprensión que se maneja aquí se refiere a la información y no a la interpretación. Es obvio que todo texto contiene una información objetiva y básica de la cual se puede dar cuenta. Pero este es un nivel superficial que no implica conocer su sentido profundo. En concreto, estas técnicas pueden ser útiles para leer escritos en los que prima la información pero nunca para leer literatura, ensayo, biografía, historia. Mi opinión es discutible, polémica y, precisamente por eso, refuerza mis argumentos: es absurdo reducir la lectura a parámetros cuantificables. Y a tanta estrategia: al fin de cuentas los libros no son unos enemigos al que hay que derrotar. Después de haber tomado este curso he pensado a qué textos puedo aplicarles los procedimientos que aprendí y, la verdad, no se me ocurre ninguno. Aunque sí, hay uno. Creo que a Poncho Rentería se le podría leer “por encima de las palabras” o aplicando la técnica de la palabra clave -para no leerlo completo-: peluquería, cuarentona, churrito, esposísima. Sigo buscando el método de leer muy despacio muchísimos libros. Sigo esperando que alguien invente la máquina del Vidriófilo Aprendiz.