Cómo entender... La feria de Cali

Por: Gustavo Alvarez Gardeazábal

La Feria de Cali es un híbrido imitable pero evolucionante, una diversión callejera que nunca ha llegado a ser carnaval ni dejado de ser una deslucida fiesta parroquial.


En Cali, los señores feudales valle-caucanos no les permitieron ni a sus negros ni a sus pardos, mucho menos a sus mestizos, celebrar carnavales como en tantas otras partes de Colombia y del mundo. Rodeados de ciénagas y baldíos, incapaces de construir un acueducto a semejanza de los de sus pretendidos orígenes andaluces o castellanos, entretejían la modorra con la estulticia y preferían no divertirse ni dejar que lo hicieran sus inferiores.

Tuvieron que esperar a que la más atroz violencia política llenara de sangre los campos y ciudades del valle geográfico del río Cauca, a mediados del siglo XX, para que a los bugueños y a los tulueños se les ocurriera inventarse unas dizque "Ferias Agropecuarias" para, alrededor de una exhibición de lo que entonces daba la tierra, armar unas fiestas en donde entre trago y parranda aplacaran el pánico y la angustia. Ya Manizales había arrancado con un remedo de las ferias andaluzas y aun cuando allá era más fácil disfrazar a las caldenses culibajitas como manolas y treparlas a unas carretas que los arrieros paisas nunca pudieron hacer transitar por los caminos de herradura, el efecto había sido alentador.

Dado que  la cultura vallecaucana nunca ha sido carnestoléndica, el resultado no era previsible. En el Valle no nos disfrazamos como los barranquilleros. Lo que surgió  fue un híbrido imitable, pero evolucionante y como Cali no podía quedarse atrás, montó su feria. Estaban muy lejos de las vacas y de los caballos, de los tractores y de las aves de corral que se exhibían como fundamento de las ferias agropecuarias de pueblos tan pequeños como Buga y Tuluá. Pero sin hacer lo mismo de Manizales podían montar una semana de fiestas alrededor de una plaza de toros. Allí nació ese esperpento de la Feria de Cali, en donde alrededor de la diversión que podían sentir dieciocho mil personas viendo matar un toro en la plaza de Cañaveralejo, montaron una diversión callejera sin que nunca haya llegado a ser carnaval ni dejado de ser una deslucida fiesta parroquial. Dicen que es para el pueblo, pero le cobran por asomarse a cualquier concierto. Dicen que es para divertirse, pero hay que trastear a miles de policías de medio país para que la pobresía de Aguablanca no entre al gueto de los blancos y dizque los agujeree a puñaladas o mandobles.

Desde cuando los traquetos les dieron lecciones de habilidad financiera a los ocupadísimos hijos de los terratenientes graduados en las universidades de Texas o Louisiana, tuvieron que incluir como parte de la Feria a las cabalgatas. Treparse entonces en un caballo a beberse primero una de aguardiente y, ahora, una de escocés y darle vueltas a Cali el 25 de diciembre se volvió una obligación para la clase ascendente y la única diversión gratuita para el populacho que alcanza a llegar a la margen occidental del río Cali, en donde viven y comercian los blancos, los negros blanqueados y todos los que manejan computador y chequera.

Nunca se les ha ocurrido hacer el recorrido de la cabalgata por la Avenida Simón Bolívar (la avenida que sirve de barrera imaginaria entre los dos guetos) ni mucho menos por la Avenida Ciudad de Cali que, bordeando el río Cauca, atraviesa el corazón de Aguablanca y permite llegar del puente del Comercio a la Clínica Valle de Lili. Se morirían del miedo. La hacen siempre por las estrechas calles del oeste caleño y la Feria toma, entonces, desde ese primer día el aire asfixiante de congestión y de desorden.

De dos a tres de la tarde, las diez o doce mil personas que todavía van a las corridas atragantan las dos avenidas que llevan al sur. Y después de las seis, cuando se acaba el espectáculo sangriento de la muerte de los toros, la bulla, el desorden y la locura se riegan como verdolaga en playa, en calles y avenidas en donde cada manzana tiene seis o siete estaderos, fuentes de soda o misceláneas que se convierten en pequeños focos emisores de unas fiestas locas y clasistas.

Últimamente usan el Pascual Guerrero de ocho de la noche a tres de la mañana para conciertos costosísimos donde no van sino los que pueden, pero que repiten el estruendo de la congestión de la tarde y los que no alcanzan a entrar  se quedan rondando como hormigas arrieras, atiborrando calles y andenes, haciendo casi imposible el tránsito vehicular.

Desde cuando llegó el alcalde negro y ciego se inventaron las verbenas populares en el corazón de esa otra Cali, en el Distrito de Aguablanca, en donde todos nos han hecho creer que no viven sino millón y medio de hampones y sicarios, pero que es donde pernoctan todos los que trabajando de sol a sol, y que les permiten a los caleños seguir creyendo que su Feria es una tradición y que esa semana de desorden estigmatizante y de locuras selectivas groseramente provocadoras tiene alguna atracción para los turistas.