Los realities son una especie de infección televisiva. Les tomó pocos años extenderse llevando su cuota de bobería y facilismo a todos los canales. Pueden dividirse en dos grupos principales, los que implican alguna clase de talento más o menos oculto y los que basan su éxito en la pornomiseria, en la exhibición impúdica del comportamiento humano. Y hay que decir que los que ostentan el poco honroso título de reyes del segundo tipo son los realities de playa.
Esa mezcla de pruebas de circo, intrigas de tres pesos y eliminaciones lacrimógenas comenzó con la Expedición Robinson, reciclada luego anualmente en forma de desafíos veinte cero algo. Con la originalidad que ha caracterizado desde siempre la rivalidad entre los dos canales privados, la competencia contraatacó con su respectiva sucesión de islas de famosos, una aventura lo que sea.
Además, no hay forma de escapar de ellos, teniendo en cuenta que en las emisiones de noticias siempre hay un gran espacio para la actualidad del reality del momento: que a Mina se le encarnó una uña y por eso los rosados perdieron la prueba que les iba a dar derecho a un chocolate con arepa; que Hernán le miró el trasero a Pequis, lo que tiene en crisis a la tribu Chiminagagua porque ese culo ya era de Miqui; que Kupi está deprimidísima porque la french poodle del tío del amigo del vecino del dueño de la tienda de la esquina de la casa de sus abuelos ya tuvo sus cachorritos y ella no pudo estar presente ya que tenía la responsabilidad de seguir en el reality, porque si no qué iba a pensar Colombia.
Los realities de playa explotan de la manera más baja esa perpetua necesidad humana de ser acogidos por un grupo. Diez perfectos desconocidos, a los que mandan a una playa con unas camisetas del mismo color y una banderita pendeja, a los tres días ya están dispuestos a matar por proteger a la tribu. Este ímpetu se alimenta dándole a cada grupo un elemento de diferenciación. Al comienzo les clavaban un nombre de supuestas resonancias aborígenes y ya, pero con el tiempo la cosa empeoró: guerras de estratos y de generaciones. ¿Qué es eso de cuchachos y catanos? ¿Cómo les quitan el carácter despectivo, casi insultante, a estas dos grandes creaciones del español colombiano? Ahora todo el mundo se autoclasifica orgullosamente en estas categorías. Qué vergüenza. Señores del canal Caracol: aquí les mando, gratis, algunas propuestas para próximas ediciones de su desafío, porque es claro que nada podrá detenerlos y antes se acaba el canal que el reality. ¿Qué tal un desafío de la rumba dura: tostados, pasados y rayados? ¿O uno de generaciones y seducción: lolitas, cuchibarbies y arrechiabuelitas? ¿O qué tal uno medio porno con el tamaño del miembro masculino: trancados, mancados y cagados? Ahí verán.
La verdad es que estos realities playeros son bastante aburridos. En la edición los inflan de un falso dramatismo vergonzoso, tratando de darle emoción a la insulsa experiencia de ver a tres pendejos corriendo por la playa con un balde lleno de agua. Cada vez que a alguno se le riega un chorro, hay un efecto sonoro dramático, un ralentí estilo John Woo y un montaje a tres cámaras para que nadie se pierda un detalle de los veinte mililitros de agua que pueden marcar la diferencia entre el éxito y el fracaso. Cuando hay suerte, la proliferación de cámaras le muestra al televidente devoto un rápido vistazo de las tetas de alguna competidora, o le permite ver una ola bajándole el calzón a otra durante algunos segundos, siempre demasiado pocos para el voyeur onanista que todos llevamos dentro y que, a la hora del té, es el verdadero responsable del rating de estos programas. No entiendo cómo hay competidoras que tienen la ingenuidad de sentarse frente a una cámara a echarse rollos en contra del machismo de sus compañeros. ¿Es que no se han dado cuenta de que la continua exhibición de sus curvas se utiliza para subir la audiencia? Porque para que el reality sea real, nunca falta la escena en la que se están bañando, vistiendo o cambiando, apenas cubiertas por una toalla cuya dimensión no alcanza para darle la categoría de playera.
¿De dónde sacan los canales tantos participantes dispuestos a exhibir todas sus mezquindades, bajezas, traumas y fantasías de gloria frente a la cámara? ¿Es que están dispuestos a pasar hambre, a soportar las inclemencias del clima y a empeñar su intimidad solo por un ilusorio premio final que no debe ser ni el uno por ciento de lo que el canal gana en publicidad a costa de ellos? De pronto son los famosos quince minutos de fama de los que hablaba Warhol, con los que todos soñamos así digamos que no. Pero, ¿y entonces qué hacen allá los que ya son famosos? Lo pienso y lo pienso y no encuentro respuesta. Y la pregunta quedará para los participantes de antes, porque si los de ahora son famosos, entonces yo soy Tarzán. Nos contagiamos de la obsesión gringa con las celebridades: cada ocupación, cada pueblo, cada comunidad debe tener al menos un famoso para que su existencia no se ponga en discusión. Y esto los convierte automáticamente en representantes de todo un pueblo, se la pasan frente a la cámara dando cátedra de ética, enseñando sobre el bien y el mal, y sintiéndose los héroes de la tanga narizona. Pero mejor me callo, porque me enteré de que uno de estos famosos es campeón de kick boxing y dizque tiene un genio voladísimo, y yo, la verdad sea dicha, no soy de los que estando tranquilos en su casa salen a buscar problemas porque sí.