La Lorica de mis obras -valga aclararlo- poco o nada tiene que ver con aquel mágico rincón en donde un día a las cuatro de la tarde me fue cortado el cordón umbilical.
La Lorica de mis obras -valga aclararlo- poco o nada tiene que ver con aquel mágico rincón en donde un día a las cuatro de la tarde me fue cortado el cordón umbilical. Más bien, aquella Lorica -la de las obras- rinde culto en su alusión a una inocultable verdad de nuestro Litoral Caribe colombiano. Y esa verdad es la de que en la Costa se es primero costeño y después de algún lugar específico. Yo, por ejemplo, soy un costeño de Lorica. Mi paisano Juan Gossaín es un costeño de San Bernardo del Viento; el notable notario y escritor Óscar Alarcón es un micro-costeño de Santa Marta, y Sabas Pertelt de la Cola es un costeño de Cali. Siendo este último una rutilante muestra del síndrome de aquellos costeños que, a fuerza de altisonar la ese, logran esconder la costeñada. Síndrome que se agudiza, sobre todo, en ministros recién nombrados. Más, si son de Cartagena; de los llamados ‘carta-cachacos‘.
De modo, pues, que esta, mi solicitada diatriba, versará contra los habitantes de mi Lorica Grande, es decir... contra los costeños en general; los que, pese a mi muy pregonado sentido de pertenencia, me caen mal en muchos de sus planos o dimensiones.
Empecemos con un canto lastimero: ¡ay, los costeños, ay hombe!
Son -somos- bullangueros, estridentes, malhablados, incumplidos, amestizados, ingratos... ingratísimos, imprudentes, ignorantes, altisonantes, parranderos, desabrochados, francotes, malcombinados, discordantes, sincerotes, chabacanos, plebeyones, rústicos, ramplones, flojos, corronchos, pedestres, chanflones, insubstanciales, anodinos, tramposos, embusteros, sablistas, pícaros, ladinos, haraganes, frívolos, triviales, zánganos, conchudos, sinvergüenzas, ordinarios, caraduras, perezosos, gritones, tomatragos, lisos... muy lisos, remolones, indolentes, vagos, negligentes, apáticos, torpes, tumbadores -mucho-, rimbombantes, timadores, serrucheros, dejados, pantalleros, groseros, vulgares, descarados, bastos, maiameros, ¡ay, los costeños!
Por otro lado -o por el mismo-, desconocen el talento de propios y de extraños, mandan al carajo la etiqueta y rompen el protocolo -aunque lo paguen-, son íntimos amigos de lo ajeno, malos para usar los cubiertos, pésimos para pagar las deudas -verbigracia, hay uno por ahí, de El Paso, Cesar, que hace meses me debe una plata-, y lo peor: quitan las mujeres, a amigos, a conocidos y a desconocidos ("¿Viste?", dicen: "¿Pa‘qué diste papaya?", y agregan: "Es que, cuadro, estaba buena la hembra, ¿quién la manda a está tan buena?").
¡Ay, los costeños... de la Lorica Grande, de la chica y las medianas! Ay, los costeños, cuyo himno oficial bien puede cantar a las glorias inmarcesibles y a los júbilos inmortales, a los surcos de dolores y a los bienes que germinan, pero cuyo verdadero himno, el raizal, tiene mucho que ver con los negritos del batey, para quienes el trabajo es adversario y enemigo, y para quienes el esfuerzo y el trabajo fueron hechos por Dios como castigo, ¡ay, los costeños!
Sí, ¡ay, los costeños! Son lo que son, pero ante todo, son descarados. Tan, pero tan descarados, que, hablando de negritos como aquel del batey, llegan al extremo de contar, ellos mismos, este cuento, ¡vaya impudicia!
Oigámoslo:
Dicen que, una vez, un negro de Lorica se miraba al espejo y comentaba a la propia imagen, mientras resbalaba con fuerza un diminuto cepillo contra su pelo rebelde:
-¡Eche! ¿Y quién dijo que yo no era un negro chévere? Mira no má: cipote perfil el que me mando, ¡un perfil chévere, cuadro! Y, por el otro perfil, de este lado, ¡eche!: también soy chévere. Y ademá, yo camino chévere, bailo chévere, camino chévere, hablo chévere, me visto chévere, vacilo chévere, la paso chévere, me levanto a las pelás, así, chévere. Y me preguntarán ustedes: "¿Por qué, pelao, por qué?". Simple la respuesta, muy simple, cuadro: porque tengo una labia chévere que ninguna pelá se resiste, y porque soy todo cheveridad, así, chévere, muy chévere.
Un blanco amestizado que lo había estado observando con cuidado, le soltó la frase esperada:
-No hables mierda, morocho, que tú, lo que eres, ¿sabes que es?: un pobre negro hijueputa.
El negro lo miró y respondió:
-¡...Pero chévere!
Así, pues, queridos amigos, debo reconocer que los costeños de la Lorica Grande y de todas las Loricas somos eso, todo eso que he dicho y que de nosotros se dice, pero dejo en claro que estoy de acuerdo con el negro de la historia. Somos lo que somos -hasta hijueputas, si ustedes quieren-, pero, ¡coño!, somos chéveres.
¡La-madre-si-no!