El jardín de Epicuro

Por: Antonio Caballero

Me quejaba aquí mismo, hablando de los cínicos, de que se les entiende mal, a contrapelo, poniéndolos a representar lo contrario de su naturaleza. Tal vez el origen del problema esté en la raíz griega de tantas de nuestras palabras esdrújulas, siempre polémicas por polisémicas o por pleonásticas: tetraédrico, ecológico, hipostático, perifrástico, político, platónico, esotérico. Esto de esotérico, para no ir más lejos: tendemos a creer, y en esa creencia falsa nos reafirman los diccionarios, que esotérico significa enigmático, cuando lo que quiere decir es simplemente interior. Así, en el aeródromo de Atenas —que es donde saben griego— los vuelos internos se anuncian como esotéricos, en tanto que los internacionales se llaman exóticos. Palabra que allá indica exactamente eso, de afuera, cuando aquí en Colombia la usamos al revés: para designar lo que es de aquí. Exóticas llamamos a las artesanías de Corferias: totumas, plumas de guacamayo, tejidos de fique. Mientras que lo que viene de las más remotas tierras no nos parece extraño. ¿Una narco-Toyota made in Japan? Muy nuestra. Y no. Es al contrario.

Con lo cual llegamos a la palabra epicúreo, que es la que quiero dejar en claro hoy. A ver, a ver, epicúreo, epicúreo… ¿Tiene que ver con caviar? Ah, sí, claro: un epicúreo es alguien que se entrega al desenfreno, a la lascivia, la gula, la molicie, y únicamente consume productos extranjeros y caros y solo viaja en avión privado o en yate de millonario venezolano (o en narco-Toyota). Un epicúreo es un glotón, un borrachín.

No. Un epicúreo no es eso. Esa es la caricatura calumniosa que de la doctrina de Epicuro hicieron los Padres de la Iglesia para vender mejor la suya propia. Los epicúreos no buscaban la felicidad, principio y fin de su filosofía, en los excesos, sino en el placer y en la ausencia de dolor. Y los excesos no son placer, y se pagan con dolor: el guayabo es el mejor ejemplo. El placer es lo contrario: una equilibrada imperturbabilidad de la mente y del alma, una voluntariamente lograda indiferencia que los epicúreos llamaban ataraxia. Una felicidad tranquila, sin sufrimiento, sin miedo a los dioses ni a la muerte. Los dioses existen, pero no se ocupan de nosotros (sino de su propia felicidad); y la muerte no existe, porque cuando nosotros estamos ella no está, y si ella está, nosotros ya no estamos. Los epicúreos solían hacer grabar una inscripción en sus tumbas: “No era. Fui. No soy. No me importa”.

En estos días de crisis económica, cuando no hay con qué gastar, son muy recomendables las enseñanzas de Epicuro. Pues para ser feliz no hay que sufrir por lo que hace falta, sino gozar de lo que se tiene. Epicuro recomienda lo opuesto a lo que promete la publicidad, sobre la cual reposa la prosperidad autodestructiva de la actual civilización del despilfarro. Hay que comprar, comprar, comprar, nos dicen los anuncios: hay que gastar, gastar, gastar. El epicureísmo predica lo contrario de eso por lo que estalló la burbuja engañosa del capitalismo neoliberal: consumir lo que no hay. Escribió Epicuro, o alguno de sus discípulos: “Nada es suficiente para quien lo suficiente es poco”.

Lo suficiente. No el anhelo de los lujos superfluos, sino el disfrute de los placeres necesarios. Amigos. Mujeres, consideradas también como amigas, cosa asombrosa y hasta escandalosa en el siglo IV antes de Cristo, y aún ahora: entonces como ahora, los placeres necesarios son considerados el colmo del libertinaje. Cosas de comer y de beber: un queso de cabra, un plato de aceitunas, unos tragos de vino. Y un jardín a la sombra. Su escuela filosófica era exactamente eso: un jardín. El Jardín de Epicuro, se llamaba, y estaba situada a la mitad del camino (tanto en lo físico como en lo cronológico y en lo filosófico) entre la finca de Academos en donde se reunían los académicos de Platón y la columnata o Stoa de los estoicos de Zenón. Ya Aristóteles se había ido con su Liceo peripatético a otra parte. (Pero iba a regresar con los cristianos).

La próxima vez pienso ocuparme aquí, en este rincón de defensa de las palabras perversamente tergiversadas, de Maquiavelo y de lo maquiavélico. No es justo que se reduzca el pensamiento claro y fino del escritor florentino a la mezquina astucia turbia y enredadora de los actuales asesores del Palacio de Nariño