Por Esteban Carlos Mejia

Humor

Gozo con La hora de la verdad

Por: Esteban Carlos Mejía

Oír los editoriales de Fernando Londoño es mi placer más culposo. Vergonzante, incluso. Se me pegan sus vocablos borbónicos o lefebvristas, exóticos o lacerantes, enmarañados siempre. Esa mezcla nada sutil entre Grecia y Quimbaya me hace agua la boca.

La primera vez que, en serio, oí trinar y tronar a Fernando Londoño fue en internet. En la madrugada de las lomas de Envigado, con una bufanda vieja y los pies embutidos dentro de mi sleeping, hice clic en el link “Audio en vivo” de www.lahoradelaverdad.com.co y su voz entró a mi tálamo conyugal como un cañón. Mejor dicho, como una motosierra. La mamá de mis hijos se despertó asustada:

—¿Qué fue ese ruido?

—La hora de la verdad —le respondí con franqueza, la verdad nos hará libres.

Más se aterrorizó:

—¿Nos llegó el día señalado o qué?

Traté de sosegarla:

—No, no, es un programa de radio...

—¿A esta hora? —se quejó, todavía adormecida.

—Es que es medio subversivo —me disculpé como un paladín.

—Ay, Bancho. No te metas en política. Lo tuyo es inventar novelerías.

—Novelas, amiga, yo escribo novelas —la corregí con suavidad—. Y columnas de ficción.

Cerré el computador y ensayé con el celular. Error. Fernando Londoño por móvil suena demasiado contempóraneo, demasiado, como dicen las nudistas paisas que benefician estas páginas. Entonces busqué al rondero. El rondero, como su nombre lo indica, es el vigilante que hace rondas por la urbanización. Día y noche: gajes de la seguridad seudodemocrática: no bajar la guardia ni aun con la guardia adentro. Es un bacán. Omito su nombre para evitarle enredos con la administración por intimar con un residente. Le pedí prestado el radiecito con el que por las noches espanta el sueño o a los intrusos. Un radio chiquito, marca Sanyo, porque este rondero, ¡Dios lo bendiga!, es hincha del Poderoso, como yo. El Poderoso, obvio, es el Poderoso Deportivo Independiente Medellín. Si el rondero fuera hincha del Nacional o del Santafecito lindo a lo mejor su radio sería Sony o LG. Las cosas como son: mi rondero es rojísimo hasta la médula, es decir, hasta la putería, como su barra exbrava, La Putería Roja. El radiecito funcionó tan bien que tuve que comprárselo. Solo lo uso para escuchar los rebuscamientos grecoquimbayas del consigliere del patrón de patrones.

A veces no entiendo palabras tan raras. No importa. ¡Qué sofismas! ¡Qué entelequia! ¡Qué eutrapelia! Y sus citas en latín, con esa pronunciación que antojaría al mismísimo Miguel Antonio Caro. “Puto, ergo sum”, gritó alguna vez y yo me confundí. ¿Palabras soeces en lengua tan impoluta? Bobo que soy. Puto, ergo sum en latín quiere decir “Pienso, luego existo”. O, mejor, “Pienso, por lo tanto existo”, aprendizaje de Descartes que no sé si él aplica en la vida interior. A mí me gusta su vanilocuencia, tremolante, antediluviana, magnificente. Eso sí es labia, damas y caballeros, parceras y parceros. Ejemplo para académicos, astrólogos y vendedores de Claro.

Y hablo de académicos de verdad. No como los de hoy, el caviloso Javier Marías, auditor de la letra R, erre con erre cigarro, erre con erre barril, rápido corren los carros cargados de azúcar al ferrocarril, o el espadachín Arturo Pérez-Reverte con la letra T, de tetero. Eruditos de verdad, Marcelino Menéndez y Pelayo o su pupilo Ramón Menéndez Pidal, morganáticos ellos, ultracervantinos, un tris jurásicos. Con tales tutores, cuando yo era chiquito, uno sí sabía a qué atenerse. Por ejemplo, con ansias locas buscabas en el DRAE la definición de “puta” y caías en un laberinto. “Puta: prostituta. Prostituta: ramera. Ramera: hetaira. Hetaira: hetera. Hetera: pelandusca. Pelandusca: meretriz. Meretriz: prostituta. Prostituta: puta”. Épocas gloriosas en las que ya Fernando Londoño descollaba por la hidalguía de su pluma (sic) el coraje de su modestia y la picardía de su devoción. En cambio ahora: “Puta: prostituta: persona que mantiene relaciones sexuales a cambio de dinero”. Valiente exageración.

Oír los editoriales de Fernando Londoño es mi placer más culposo. Vergonzante, incluso. Se me pegan sus vocablos borbónicos o lefebvristas, exóticos o lacerantes, enmarañados siempre. Esa mezcla nada sutil entre Grecia y Quimbaya me hace agua la boca. Yo quisiera ser grecocaldense como él y sus cómplices, digo, compinches. Aunque, vaya desgracia, nací en Medellín del valle de Aburrá. Lo confieso, hic et nunc, idolatro la redundancia, las anfibologías perfectas, las sofisterías, el pretorianismo de esta pléyade carcunda. Tal cual: pléyade carcunda: y las dos palabrotas son grecoquimbayas legítimas. Pléyade: manada. Carcunda: adj. despect. De actitudes retrógradas. U. t. c. s. ¡Carcunda ubérrima!

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