Marcelo Birmajer

Opinión

La revolución matrimonial

Por: Marcelo Birmajer

—Hasta ahora los filósofos se han dedicado a intentar interpretar el matrimonio —me dijo mi amigo Tasuz—. Lo importante es transformarlo.

—Eso ya lo intentó Marx con la sociedad —respondí—. Y le salió muy mal. Hay que seguir interpretando, sin transformar. Mejorar es imposible.

—No en este caso —me desafió Tasuz—. El matrimonio gay me ha inspirado.

—Pero entonces lo que tú quieres es cambiar de equipo, no de estrategia…

—Todo lo contrario —desmintió Tasuz—. Quiero que por primera vez exista el matrimonio heterosexual. Hasta ahora no ha sido más que una farsa. Fíjate los gays; luego de casados, continúan practicando el sexo anal, la mamada con final feliz, hacen el amor tal vez cuatro veces por semana…

—Bueno —lo interrumpí—. Si realmente no quieres cambiar de equipo, lo estás disimulando muy bien…

—Pero no seas estúpido —me amonestó—. Tenemos mucho que aprender de ellos. ¿Cuántos amigos tienes, casados, a los que sus mujeres les entreguen todo cada vez que ellos quieren?

—¿Casados? —dije—. Ninguno. Sé de casos que han logrado todo de la misma mujer, pero solo después de divorciados. Y de otros que lo consiguen de sus amantes. Pero ningún casado que yo conozca lo tiene todo de su esposa.

—¿Y por qué?

—Si pudiera responderte esa pregunta, sería rico —apunté—. O al menos feliz.

—¡Porque no figura en el contrato matrimonial! —gritó Tasuz como un eureka.

Lo miré en silencio esperando que siguiera.

—Si tú te fijas —continuó efectivamente Tasuz—, en el contrato matrimonial se incluye la fidelidad, que me parece perfecta. Cuidarse el uno al otro en la salud y la enfermedad, que también apruebo. Compartir los bienes, indiscutible. Responsabilidades para con los hijos, etcétera.

—Pero nadie cumple

—rebatí.

—Sin embargo —desarrolló Tasuz—, el incumplimiento de esas reglas es causal de divorcio. Y está muy bien que así sea. Si tu mujer incumple alguna de esas reglas, o tú incumples tu responsabilidad para con tus hijos, intervienen los jueces, las leyes, incluso la policía. Ahora bien, ¿por qué no legislar la mamada, el sexo anal, el acto sexual en general? Un inciso matrimonial que rece: "Se proporcionarán placer, del modo en que cada uno elija, cada vez que uno de los dos lo requiera". Eso, por supuesto, nos obligaría a cumplir con nuestras esposas toda vez que ellas lo pidan.

—Ningún problema —me subí a su plataforma.

—Y oficiarles lo que ellas decidan. Si dice 69, 69; si dice trabajo manual, trabajo manual.

—Yo no tengo escrúpulos —confirmé.

—Me parece que este inciso reduciría a más de la mitad el índice de divorcios.

—Pero necesitamos del voto femenino para sancionarlo

—injerté—. Y mucho me temo que las mujeres no estarán de acuerdo.

—¿Por qué? Ellas son las que más sufren los divorcios

—argumentó Tasuz.

—Porque mientras nosotros nacemos y vivimos cada segundo con ganas de fornicar de las más distintas maneras, y nuestra única preocupación es cómo conseguirlo y mantenerlo erguido, ellas son perseguidas desde la adolescencia, y sus ganas no son un hecho, sino una probabilidad y una condición para decir que sí o que no, entre muchas otras condiciones.

—Pero si fuera por las ganas —avanzó Tasuz—, no existiría el matrimonio. Lo que estamos hablando es de cómo conciliar las ganas con la estabilidad necesaria para llevar una vida en sociedad. Tenemos que convertir el rechazo sexual conyugal, en cualquiera de sus formas, en algo tan grave como la infidelidad o el abandono del hogar. Para las sociedades previas al siglo XX, era indecente que una mujer fornicara sin estar casada. Tenemos que demostrar que es indecente no fornicar después de casarse.

—Padeces la misma miopía que el resto de los zelotes —repliqué—. Crees que acabas de descubrir el gran espacio en blanco de la especie humana. Y en realidad, si las cosas son como son, es porque han llegado a este punto luego de miles de años de prueba y error.

—Pues yo le dije a mi esposa, la semana pasada, que si a partir de ahora no me da todo lo que quiero en la cama, me divorcio, y me importa un rábano si tiene ganas o no. Ha funcionado.

—Es una semana —intenté bajarlo a la realidad—. Ven a verme luego de un mes.

—Siempre serás un derrotista —me apostrofó.

—Mucho me temo que más que un derrotista, lo que siempre seré es un derrotado.

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