Pobby
y Dingan
BEN RICE
Editorial Planeta
119 páginas
No todos los libros que llegan a nuestras manos reciben un trato justo.
Muchos de ellos pasan inadvertidos frente a nuestros ojos, y sólo después
nos damos cuenta de su valor cuando oímos comentarios elogiosos sobre alguno
de sus personajes, o sobre su historia, o sobre un pasaje específico de
una página ‘específica’. Con Pobby y Dingan sucede que, aunque es un libro
con ya varios meses en el mercado, resulta imposible no recomendarlo. Porque
es soberbio. Inolvidable. Campeón. Ben Rice, el autor, nacido en Devon (Gran
Bretaña), no solamente logró escribir un libro al que no le falta ni le
sobra una sola página, sino que alcanzó la difícil tarea de hacernos recordar
la infancia sin recurrir a la charlatanería —cada vez más en desuso— de
los finales felices de los cuentos infantiles.
Pobby y Dingan, que bien podría ser un cuento largo, es a la vez una linda
historia de vida y muerte, de alegrías y tristezas, de amores y odios. La
historia que nos presenta el autor habla de una niña (Kellyanne) que da
la vida por sus amigos imaginarios (Pobby y Dingan), hasta que desaparecen
en una mina de ópalos. Su hermano, entonces, debe emprender la búsqueda
de los dos misteriosos amigos de Kellyanne, convocando a todos los habitantes
del pueblo de Ligthning Ridge para que lo ayuden.
El final, inesperado pero esperanzador, es una prueba de que, a veces, hay
que ser justos con los libros que llegan a nuestras manos, es decir, que
en ocasiones no basta con un simple vistazo, pues entre sus páginas es usual
que se esconda el espacio perfecto para darle largas a la imaginación. No
lo dude: cómprelo. .
|
|
|
|
El
rastro de Irene
CRISTIAN VALENCIA
Editorial Planeta
174 páginas
Toque de queda. Una banda de jazz tocando en una esquina. Un sargento rudo
que quiere resolver un misterio y, créanlo, aunque sea difícil, seres de
otro mundo que dejan un rayo luminoso mientras huyen de la policía. ¿Más
creatividad? No responda.
Cristian Valencia (Santa Marta, 1963) relata en su ópera prima, El rastro
de Irene, una historia policiaca donde se entremezclan la ciencia ficción,
el humor, el delirio y el amor por una mujer. Armado de situaciones inverosímiles,
el autor consigue recrear una ciudad futura donde las calles tienen otro
nombre, las agencias de espionaje reciben el nombre de ‘J & Travis Detectives’
y la policía busca recuperar el orden de la vida cotidiana. Usted decide.
|
|
|
|
OMundo
Varios autores
Editorial Galería Mundo
¿Qué sabe de Ómar Rayo? ¿Que es un pintor que vive entre Nueva York y Roldanillo
y que realiza pinturas tridimensionales? Hay más. En esta primera edición
de Mundo, una revista que nace al mismo tiempo que la galería bogotana del
mismo nombre, se encuentran textos críticos de Eduardo Serrano y Miguel
González; uno más del mexicano Juan García Ponce, ganador del Premio Juan
Rulfo de este año; un perfil biográfico de Fernando Gómez; una pequeña semblanza
de Rayo hecha por su gran amigo José Luis Cuevas y un texto sobre el Museo
Rayo hecho por Fernando Quiroz. Las fotografías fueron realizadas por Fernell
Franco. Un número de lujo para tener en la sala de su casa. Disponible a
finales de este mes. |
|
|
|
Llamadas
telefónicas
ROBERTO BOLAÑO
Editorial Anagrama
204 páginas
Bolaño (Santiago de Chile, 1953) se hizo célebre en Latinoamérica gracias
a su novela Los detectives salvajes, una especie de retrato generacional
de los poetas nómadas mexicanos. En
Llamadas telefónicas (libro de cuentos publicado por primera vez en 1997,
es decir, antes de los Detectives) Bolaño anuncia lo que sobrevendría años
después con su obra, pues en cada uno de los relatos de esta compilación
aparece la ironía, el sarcasmo y la sutileza para enredarnos en situaciones
cotidianas, sarcásticas y llenas de suspenso, que son características claves
en su numerosa obra literaria.
Cuento recomendado: Henry Simón
Leprince (“un escritor sin talento pero poseído por la literatura”). |
EL LECTOR
Por Vicente Muerto
Hay algo que detesto
de las mujeres, de Catalina, de Juanita y de una horda de representantes del
género que, desde que nací, me tienen acorralado, a mí y a todos los hombres.
Cada vez que pueden, cada vez que se les da la gana, cada vez que ven que es
el momento oportuno (el más inoportuno), nos hacen esperar: en la cama, en el
cine, en un restaurante, ¡hasta en el maldito trabajo!
Con ellas siempre hay un motivo válido para perder el tiempo: “podemos salir
ya?”, “por fa’, un minuto, dame un minuto, no he terminado de maquillarme”.
Cuando no es el maquillaje, es una llamada; cuando no es el celular, es una
entrada inesperada al baño; siempre hay un motivo. Por suerte, la biblioteca
de un hombre, que por definición es un ser inteligente, intelectualmente superior
—¡ataquen feministas!—, es inagotable. Las mujeres andan con cartera y nosotros
con libros. Ellas se cuelgan sus miserias al hombro (en esos bolsos guardan
lápices labiales, toallas higiénicas y otras cochinadas), mientras que nosotros
podemos llevar un bello ejemplar de Anagrama en la mano. Mientras ellas van
al baño o contestan su teléfono, nosotros siempre tendremos la opción de abrir
un libro y desconectarnos de esa dura realidad que es tener que soportarlas.
Incluso, en esas plácidas lecturas que pueden alcanzar los 15 minutos, llegan
a aparecer opciones para librarnos de ellas: en Mujeres, de Charles Bukowski,
su protagonista realiza una tremenda maratón sexual con varias enfermas descerebradas,
Hank no se detiene en razas, edades o tamaño, ¡hay que probar de todo! En Adiós
a las armas, de Hemingway, la pobre protagonista queda embarazada y muere en
el parto, ¡esa es una opción demasiado cruel para deshacerse de alguien! Pero
al fin y al cabo, una opción. En las biografías de Francis Scott Fitzgerald
se resalta que su mujer, Zelda, murió encerrada en un manicomio en llamas.
Aparte de este tipo de fines cargados de odio e impaciencia, porque no hay cómo
soportarlas, existen otras razones prácticas para tener siempre un libro a la
mano.
Hace poco tuve que acompañar a mi novia a su casa, no tenía auto y ella no quería
tomar un taxi sola, dio lata (“¡te digo que es peligroso!”), hizo que me levantara
de mi cama y saliera, como una pelota, a las 11:30 de la noche.
No sé por qué antes de salir decidí agarrar un libro de mi mesa de noche. Fue
una premonición. Ella se bajó del taxi en su edificio, yo le dije al taxista
que me dejara donde me había recogido y, ¡pasó lo que tenía que pasar! Al taxista
le dio por que le faltaba agua al radiador y tenía que parar en una estación
de gasolina y se iba a tardar más de 20 minutos. Empecé a maldecir a mi novia,
pero me contuve: el libro que tenía entre manos era un best–seller al que no
le había prestado mucha atención: ¿Su nombre? Hannibal.