Evito dar la mano y, cuando me la extienden, solo digo graciosamente: acabo de mear y no alcancé a lavarme las manos, la perfecta excusa.
Tengo mis dudas de las razones por las cuales la revista SoHo me pidió que escribiera este artículo sobre las neuras y los neuróticos, entre otras cosas, porque soy la persona menos neurótica del mundo. Salvo, claro está, que ustedes crean que esa condición lleva consigo algunas de las cosas de mi vida diaria que yo no considero neuras, pero que mis amigos sí. Tanto así que algunos dicen que estoy tostado. ¡Juzguen ustedes!
Me levanto todos los días a las 3:00 de la mañana para preparar mi trabajo en Blu Radio, y la razón por lo cual hago esto es porque no existe la menor posibilidad de que una vez salga de la emisora se me ocurra prender un noticiero de televisión. Ninguno, ni nacionales ni extranjeros. Realmente me aburre profundamente dejar entrar a mi casa las tragedias de un mundo que está completamente loco. Sangres, muertes, accidentes, terrorismo. En fin. He decidido por eso enterarme de lo que sucede en frío, a través de mi iPad. De las 24 horas del día, al menos 17 las paso en piyama y lo que las abuelas llamaban chinelas, es decir, pantuflas acolchadas. Con los años le he cogido fastidio a la ropa. Los calzoncillos, las medias, los pantalones y demás cosas que nos toca ponernos, y sé que no estaría bien visto que saliera en piyama, aun cuando en mi casa recibo así y a unas pocas personas.
No asisto a comidas, almuerzos o reuniones sociales, por varias razones. No como nada que no sea preparado en mi casa, y nada es nada. Tal vez por lo que estudié cocina durante un año en Canadá, conocí todas las porquerías que se alcanzan a hacer en una cocina. Desde no lavar las frutas debidamente hasta partirlas con el mismo cuchillo con el que arreglan el pollo. En las pocas oportunidades que he aceptado salir en los dos últimos años, no a restaurantes a los que no voy ni arrastrado, sino a donde mis amigos, he optado por dos fórmulas. O me voy previamente comido o pregunto quiénes van y cuántos y llevo la comida. Más como una manera de cuidarme que por un gesto de generosidad, que no me molesta para nada. No como nada crudo, ni verduras ni ceviches ni nada de eso. Una vez mandé a un laboratorio una lechuga y allí encontraron mercurio y mierda, por decir lo menos. Y desde ahí opté por dejar las ensaladas.
No resisto el ruido que hacen las personas, ni los conjuntos musicales para amenizar las fiestas y mucho menos los malos modales y los buches.
Mandé cambiar todas las luces de mi casa porque el ruidito ensordecedor de las halógenas me puede volver loco, como lo logran los sonidos de la aspiradora y la licuadora. Me enferman las fragancias y perfumes de las demás personas. Algo disimularán para echárselos en esas cantidades y variedades. Pero, además, limpio a diario la mesa de mi trabajo con paños de clorox, hecho desinfectante en el aire y jamás en mi trabajo uso una taza de café que no sea la mía.
Evito dar la mano y, cuando me la extienden, solo digo graciosamente: acabo de mear y no alcancé a lavarme las manos, la perfecta excusa. No toco las chapas de los baños por lo que siempre cargo toallitas en los bolsillos. Limpio con energía los brazos de las sillas de mi trabajo y recojo cualquier cosa que vea en el piso o en mis alrededores.
En mi casa tengo la ropa ordenada por colores. Tanto las camisas como los pantalones y los suéteres. Dejé de usar corbata hace más de diez años y solo lo he hecho en dos oportunidades. Entre otras cosas porque todavía no he entendido para qué carajos sirven, distinto de para sentirnos todo el día ahorcados.
Por supuesto que hay otras neuras que a mí me entretienen y que podrían volver loco a quien hoy en día quisiera vivir a mi lado. Duermo con una linterna en la mesa de noche, veo documentales sobre la Segunda Guerra Mundial y me sé de memoria varios discursos de la reina Isabel que repito y repito y repito hasta que me los aprendo.
Detesto la palabra “urgente”, y a quien la use simplemente dejo de hablarle, pues no concibo nada urgente en esta vida. Mando pintar todas las semanas algunas de las paredes de mi apartamento. No resisto un cable a la vista y les paso la mano a los marcos de los cuadros para saber si están limpios.
En fin, no sé si estoy neurótico o tostado, pero quedan notificados. No me vayan a invitar y, en lo posible, eviten estirarme la mano, porque no vaya y sea que solo les diga que acabo de mear.
Ilustraciones: Jorge Restrepo