Viajero permanente, el compositor joan manuel serrat aceptó la invitación de escribir en exclusiva para soho sobre las ciudades: “están hechas para caminarlas y bucear por ellas”.
Las ciudades como las mujeres se disfrutan en el cuerpo a cuerpo. Hay que acercarse
a ellas y dejar que nos hablen, que nos regalen sus olores, que nos refresquen
sus sombras y nos permitan participar de sus tesoros. Normalmente el alma de una
ciudad suele vivir en eso que las guías turísticas llaman el centro
histórico.
La ciudad vieja. La monumental. Racimos desordenados de calles, plazas y callejones
que se desparraman alrededor de una iglesia, siguiendo el curso de un río,
salvando accidentes orográficos y por lo general enfajadas por recintos
amurallados, hoy tal vez desaparecidos o escamoteados por otras construcciones
que se sirven de sus muros para mantenerse en pie.
Allí las viejas calles se identifican con viejos nombres sabios, cada uno
con su porqué, cada cual con su referencia. La Plaza del Pino, la Calle
de la Sinagoga. Nombres de oficios y gremios ya desaparecidos que en tiempos las
poblaron y en ellas comerciaron, crecieron y desaparecieron. La Calle de los Curtidores,
La Calle de la Platería
Nombres que nos hablan de acontecimientos
que conmovieron la ciudad, de los usos que le dieron. La Plaza del Peso de la
Paja, la Calle del Hospital. Nombres que nos ayudan a entender mejor dónde
estamos, de dónde venimos, y que marcan el paso, marcial la mayor parte
de las veces, de la historia o al menos de la historia parcial de los vendedores.
Cuántas páginas del libro de nuestros amores y desengaños
se han escrito volando por los tejados, arrastrándose por los adoquines,
aguardando que la vida doblase la esquina de alguna calle húmeda y estrecha
como éstas, bautizadas con nombres que les son propios en todos los sentidos
de la palabra.
Pero a medida que la ciudad se desparrama
como la cintura de una matrona pierde su encanto y las calles del progreso aparecen
como una retícula de vías más o menos paralelas y perpendiculares
que en absoluto nos conmueven y a las que se adjudican nombres de individuos más
o menos recomendables, de lugares geográficos más o menos ajenos,
de poetas tan ilustres como poco leídos y a las que nuestro corazón
y su ¿quién soy
? ¿de dónde vengo
? ¿a
dónde voy
? Y mucho menos el ¿dónde estoy? Y ¿
por dónde coño voy
? Les importa un rábano.
No estoy en contra de que las calles tengan nombre. Pero tampoco lo contrario.
Hermosos nombres aquellos con los que el tiempo y/o la sabiduría popular
bautizó ciertos lugares. La Diagonal, de Barcelona; La Gran Vía,
de Madrid; El Carrer del Pecat, en Sitges; La Piazza del Poppolo, en Roma.
En Barcelona, en el barrio de Gracia, sobreviven un manojo de calles con nombres
libertarios como la Calle de la Libertad, la Calle de la Legalidad, la Calle de
la Providencia, la Calle del Peligro que a su vez se entrecruzan sin reparo alguno
con la Calle del Oro, la Calle de la Perla, la Calle del Rubi que tanto urbana
como literariamente son pura poesía.
Y me pregunto: ¿por qué donde la ciudad pierde su encanto, si el
pueblo no dice lo contrario, no se pierden a su vez los nombres de las nuevas
calles de la nueva ciudad teniendo en cuenta que la Administración Pública,
con la provisionalidad que caracteriza todos sus actos, tiene muy mala mano para
eso de bautizar.
¿Estamos los ciudadanos condenados a soportar además de esa sensación
de soledad y urgencia que nos persigue por los territorios hostiles e ignotos
de los ensanches de las grandes ciudades, a tener que identificar ciertas calles
con el nombre de generales golpistas, próceres negreros o políticos
zancarrones
?
Ilustrísimas. Póngales número a esas calles, leche.
Utilicen el alfabeto y déjense de pamplinas
líricas que la poesía se desvanece cuando la desorientación
se alía con la monotonía y las calles se parecen una a otra como
un nicho al de al lado. Y eso, no hay poeta que lo arregle.
¿O acaso temblarían los cimientos del ensanche de Barcelona o del
barrio de Salamanca de Madrid, si en lugar de bautizadas las calles estuviesen
ordenadamente numeradas y/o alfabetizadas?
¿No creen que si la calle Mallorca en Barcelona fuera la calle 15, pongamos
por caso y la calle de Serrano en Madrid, la Avenida B, no sólo sería
más práctico para quien tenga que dar con ellas sino también
socialmente más imparcial y aséptico?
Y no pasa nada, hombre. No pasa nada.
Pongamos el ejemplo de La Guineueta.
La Guineueta, en castellano será algo así como el zorrillo
es un barrio de Barcelona creado en plena dictadura, allá por los 60, para
albergar inmigrantes, en su mayoría andaluces, que han dejado aquí
su sangre, aquí han crecido sus hijos, aquí nacieron sus nietos
y aquí se han hecho viejos.
Pues bien, con la muerte de Franco, el retorno de la democracia y la normalización
de la lengua catalana, la Administración local reivindicando derechos que
el franquismo pisoteó, como el uso del catalán en Catalunya, tradujo
los nombre de las calles, originalmente en castellano, a catalán y así
la Calle del Rebeco pasó a llamarse el ¡Carrer del 1¨Isard! y
la Calle de la Ardilla Voladora el Carrer de L´¨Esquirol Volador.
Y no pasó nada.
Nadie se suicidó, ni se produjeron manifestaciones populares pidiendo la
restitución de las viejas placas y eso que la perturbación para
las familias de los vecinos del barrio que vivían, pongamos por caso, en
Utrera (Sevilla) o Villanueva de los Barros (Badajoz), para escribir los sobres
de las cartas a sus parientes de Barcelona, fue notable. Incluso estas molestias
familiares se habrían evitado si las calles hubiesen estado numeradas desde
un principio.
Imagínese que usted está en la Calle del Mono y tiene que ir a la
Calle del Pez, pongamos por caso. Pues si no sabe dónde está la
Calle del Pez o lo pregunta lo tiene jodido para llegar. ¿Entiende? Pero
si las calles estuviesen numeradas ordenadamente sería distinto. Usted,
que está en la calle 21 sabría que la calle 65 esta 44 calles más
allá, y punto.
Claro está que siempre puede ser peor.
En Costa Rica, por ejemplo, la cosa es singular. Cuando usted le pida la dirección
a esa muchacha tica que conoció en el tren para enviarle la
foto que le hizo en Madrid junto a la Cibeles, no se extrañe cuando le
diga que escriba en el sobre: 50 varas al sur y 25 varas al oeste de la
casa de Matute Gómez. Y tal vez añada para precisar: El
lote que tiene cinco árboles de mangos.
O sea que, para saber dónde vive la muchacha, hay qué saber cuánto
es una vara, dónde queda el sur y, por supuesto, cuál es la casa
de Matute Gómez en San José.
No importa que Matute Gómez por si le interesa, general venezolano
que se refugió en Costa Rica por los años 20 pasara a mejor
vida hace 50 años. Ni
siquiera que la casa del general haya cambiado de manos y sucesivamente haya sido
restaurante, bar y casa de tolerancia.
La señorita vive 50 varas al sur y 25 varas al oeste de la casa de Matute
Gómez y el que venga que arree.
Tal vez le parezca complicado pero ellos se
manejan perfectamente.Tengo unos amigos que para el correo viven: A un kilómetro
al sur del último poste de luz a mano
izquierda, y a pesar de que las líneas eléctricas hace años
que sobrepasaron con éxito su vivienda, la referencia no cambió.
Más curioso aun en Managua donde las direcciones postales se forman con:
arriba o abajo, según donde sale el sol y donde se acuesta
y con al lago o a la montaña referencias claras al norte o al sur.
¿Estamos? Por ejemplo, uno puede vivir del Hotel Intercontinental
2 arriba y 3 al lago, siendo las cifras las cuadras de distancia a las que
se encuentra la casa de uno, de la de referencia.
No me joda, hombre. Póngales números y letras y listos.
Números para todo el mundo. Para la Guineueta, para Managua, para mi barrio
el Pueblo Seco de Barcelona.
Así la referencia de las calles sobreviviría a los cambios de regímenes
políticos y a los caprichos de primeras damas sin que los ciudadanos de
a pie estemos obligados a circular por calles y avenidas bautizadas con nombres
de personajes impresentables a mayor gloria de la canallada que nunca cesa y nuestros
hijos puedan caminar por ellas sin leer obscenidades en las placas de sus esquinas.
Que los hombres pasan y los números quedan.
Admiren la nomenclatura del centro de Manhattan, que con algunas humanas excepciones,
es un extraordinario ejemplo eficiente de ayuda al ciudadano.
Calles y avenidas, mayormente numeradas, se cruzan en una retícula en la
que propios y extraños se orientan con facilidad.
Esas debieron ser las intenciones del ilustre bogotano que decidió cuadricular
la ciudad que crecía y estableció que de norte a sur circularían
las carreras y del monte hacia abajo las calles.
Hasta ahí vamos bien. La cosa se enmierda cuando empiezan a aparecer las
diagonales, las transversales y las avenidas aliadas a eso que eufemística
solemnemente llamamos la idiosincrasia de los pueblos.
Que le vamos hacer.
Nadie es perfecto.