SoHo concertó una cita a ciegas entre el periodista Mauricio Silva y la profesora de colegio Carolina Vallejo. Después de una noche de vinos, mariscos, salsa y pudores, les pedimos que describieran el encuentro.
Sin olfato
La cita según Mauricio Silva
Huelo a asado. Huelo a asado y mucho. Cómo carajo no me cambié de ropa si la asquerosa chaqueta y el hediondo pantalón expelen un almizcle entre chicharrón cocho y pollo de Surtidora. Y además, ¿para qué me traje seis aguardientes en la cabeza de ese asado demencial?, ¡pero qué cretino! Y, entre otras, ¿a qué horas acepté este absurdo plan que, para empezar, se lo inventaron los gringos? Pero bueno, ya qué. Ya no hay vuelta de hoja, ya hasta me hicieron fotos con el perro allá en Chapinero y ahora estoy sentado aquí, en un restaurante estiradísimo, tirando whisky, gafa y camisa a rayas con hedor. Ni modo, ya no importa. Me echo un par de tragos más, me porto de la manera más amable posible, hablo estrictamente lo necesario y chao. Otra linda historia para SoHo. Claro que ella va a notar que huelo a asado?
Y entonces aparece esta mujer. Impecable. Seria pero amable. Con eso que llaman los diseñadores alternativos colombianos, un descomplique preocupado: falda apretadita a rayas -¡mmmm? es una tipa de falda?!-, saco negro de tía soltera, peinado curioso con carrera en zigzag, pocón de maquillaje y cero perfume. Pero, ¿cómo coños voy a saber si tiene perfume si todo huele a asado? Por cierto, sí es bien churra. ¡Normalita y churra!
-¿Qué hubo?, Carolina Vallejo.
-¿Qué hubo?, Mauricio Silva. Siéntese.
Brincó nítido el pensamiento de autoayuda: ?recuerde la frase de Groucho Marx: "Es mejor quedarse callado y pasar por idiota, que hablar y despejar todas las dudas". Así que cierre el pico, acelere la cosa y vuelva a la casa con un punto que, en condición de visitante, siempre lo agradece la hinchada.
-¿Qué se va a tomar? -dije.
-Un vinito, gracias -sonrió.
Comienza entonces la tortura. Se desata la detestable charla del qué hace, de dónde viene, para dónde va y un:
-¿A qué se dedica en sus ratos libres?, ¿sus
hobbies? ?Sí, amable lector, sí que lo pregunté.
¡A ver, papá!, recordando a don Groucho?
Entonces despega un globito sin escalas a físicolandia. Bonitos labios, el de arriba es fino, delgadito, como que no tiene. Y frunce el ceño, ¿o es la nariz?, ¿o las dos cosas?, esa nariz tan justica, además? y las manos, ¡qué manos!, ¡joder, qué manos!, amables, reamables, como manos de? Vuelve a abrirse el canal de audio en el que retumba el final de una frase: "Tomás".
-¿Perdón?, ¿qué?, ¿quién es Tomás?
-Tomás, mi novio.
-¡Ah?!
Imposible no haber entrado en los terrenos de la paranoia. Vino a jorobarme la vida. Pero, pues claro, es el gran chiste de este ejercicio. Y yo aquí con cara de acontecido y apestando a asado.
Sin embargo, esta Carolina, hastiada de semejante situación, apoyada en un lamentable apunte mío sobre la importancia de Millonarios en el desarrollo emocional de ciertos sufridos colombianos e inspirada por una luz divina que solo descansa en las diosas que ya gobiernan este siglo XXI, cambió radicalmente el rumbo de la noche cuando al mejor estilo de la Reina Madre se despachó:
-A esto hay que meterle más trago. No hay de otra. Me trae, por favor, una ginebra. Gracias. Y sí, doble.
-Y a mí otro whisky. Doble también, gracias.
Cambio de escenografía. Naum, el dueño de La Loma (el restaurante al que se le debe el susto), dispuso una cálida mesita esquinera al lado de la chimenea.
Menos mal, así todos terminamos con la ropa ahumada, deduje con notable sagacidad.
Ya éramos una postal de telenovela argentina con locación en Bariloche. Y así, en medio del cliché melodramático, las ginebras y los whiskys comenzaron a adormecer el sentido del oso. Lo congelaron, más bien. Brincaron sin dolor los más inesperados manifiestos de lo que gusta, de lo que no, de eso que enferma y de eso que apasiona; llovieron desprecios para un montón de criollos y algunos elogios para otros tantos; y saltaron bonitas confesiones tipo:
-Esta blusita y este saquito y estas boticas son prestadas. La falda sí es mía, es la que compré para el grado -dijo la muy condenada.
-¡Qué botas más berracas! Pero eso no ayuda a enaltecer mis escasos 1,70 metros -refunfuñé.
Champiñones, alcachofas y camarones en la mesa. Licores cada vez más apurados. Tono de voz un tris más arriba. Uno que otro esfuerzo cultural (es que la niña estudió literatura), cuando de repente, de sus manos (de esas manos amables, reamables, como manos de?) saltó hacia mi ojo un chorrito de jugo de limón, acompañado, ahí detrás, del limón. Era la escena que Meg Ryan había soñado desde chiquita para alcanzar a ser la reina de las "comedias románticas".
-¡Mary!, otros tragos, ambos dobles y súbale a esa canción -dije a un ojo.
-¿Le gusta? Es una canción preciosa -asintió la Caro.
-Sí, pero no sé cómo se llama.
-They can‘t take that away from me. La cantan Billie Holiday y Louis Armstrong.
-Chévere, muy chévere.
El asunto, suponiendo las glamorosas cartillas que dicen cómo redondear una cena romántica (que es otro tipo de comedia romántica), terminó en baile por cuenta de la picardía de Mary (la genial mesera de La Loma), quien decidió repetir ocho veces la bendita canción. "The way you hold your knife/ The way we danced till three?", nos susurraba la Holiday.
Y más trago. A estas alturas la cita ya parecía más un encantador perrón entre viejos amigos, que una esquela de página social. Ya éramos los únicos en el restaurante. Colillas, humo, limones en el mantel, servilletas arrugadas, olor a asado y un montón de vasos inexplicables, todos por despachar, por supuesto.
-¿Le gusta la salsa? -me lancé.
-Sí. Lo que pasa es que Tomás, mi novio, es medio tronco para el asunto. Ahora, el man sí le mete buena actitud ?dejó muy en claro.
-Entonces salgamos de esto de una vez.
SoHo invitó a los excesos con doce años de añejamiento. Faltaba aún media botella de ron criollo en el clásico "azotadero" Salomé, ahí en el mismo sector de La Loma. Fue la cereza que terminó de adornar el gran pastel de la duda.
Y nos reventamos de la risa. Y ella me regó un ron en el pantalón. Y yo la pisé y hasta le conté que mi mamá me había regalado unos calzoncillos de cebra. Ya nos habíamos entregado, con toda seriedad, a la parranda risueña.
Y despacito bailamos un par de porros de Pacho Galán, un bolero de Benny Moré y otro par de curiosidades que sólo recita de memoria César Pagano. Recordé entonces que ella no había mencionado nada sobre mi pestilencia. Nunca me dijo un carajo, ¡qué querida!, pensé. Y en la mitad de un solo de piano de una salsa brava, muy brava, le grité:
-Oiga, mujer, ¿usted no ha notado que huelo como a asado??
-¿Que qué??
-¡Que apesto a asado!
-¿Qué?
-Nada, deje así.
Y así dejamos. Quedó, eso sí, una morbosa sensación: chévere Tomás, tirado por ahí en un sofá, cagado de la risa leyendo esta maricada, cerca, bien cerca de Carolina, esa tipa tan querida, tan bonita y sin olfato.
They can‘t take that away from me
(O lo que no nos pudieron quitar)
La cita según Carolina Vallejo
Entre el colegio y la televisión, la radiación adolescente ?que todavía no se me pasa? y las ínfulas de adulto contemporáneo, me proponen un plan absurdo: un anticuado blind date, de los que me saben a películas gringas, a Prom, a bouquet rosado, a mancitos con acné y Grand Cherokee. Con una mezcla de ‘oso‘ que todavía no se me ha quitado, y de curiosidad, acepto el desafío. El sábado por la tarde me sorprende un fotógrafo en mi casa, y la fotonovela que monta en mi propio cuarto pronostica una noche ojalá corta, tal vez feliz, y seguramente fácil de sumergir en dos o tres tragos amables, más fotos, y pa‘ la casa. Pero no. Craso error. Gerardo, el fotógrafo, me pide que imagine que él es el espejo (ahora sí les creo a las modelos cuando dicen que su trabajo es más difícil de lo que parece).
-Regálame otra vez esa miradita.
-¿Cuál miradita? -¡demonios! ¿este señor cree que soy consciente de todos mis movimientos, o que acabo de graduarme de John Casablanca‘s?
No pude escapar al complejo femenino de querer ponerme todo eso que no tengo en el clóset. En un previo recorrido por la ciudad adquirí el top de Dadis
-diviiiino-, las botas de Cata -supercómodas-, la falda de Patri -entre stretch y escarchada-, etcétera, y terminé poniéndome la única falda que me gusta, la mía, la del grado, la vaporosa de rayas negras y blancas. La sesión no resultó tan vergonzosa, y de la fotonovela no he visto todavía los resultados.
Llegué al restaurante un poco tarde, en taxi, para no tener que ser yo la que esperara al ‘periodista‘, y ahí estaba Él, sentadito en el segundo capítulo de la fotonovela con el fotógrafo y Germán, el encargado de la salida. Por menos de cinco aliviantes minutos, Gerardo y Germán fueron mis mejores amigos, no quería que se fueran nunca, casi me paro a acercarles un par de sillas y todo, pero ni mi invitación a un traguito por cuenta de SoHo, ni mi faldita seductora surtieron efecto: nos presentaron y se fueron.
-Err... ¿Cómo me dijo que se llamaba?
-Mmmm...
-¿Y usted qué hace? -pregunté.
¿Lo tuteo o no lo tuteo?
-Trabajo en Cambio, ¿usted y ?
-Yo, en cambio.. soy profesora en un colegio.
-Ahhh -hey, pregúnteme algo, le puedo hablar de las niñas de 7B, de la asamblea de padres el fin de semana, del libro que las puse a leer: me acabo de dar cuenta de que mi vida es patética.
-...
-¿Y qué hace en Cambio?
-Escribo la sección País y...
Entra Mary, la mesera y mi nueva mejor amiga, a preguntar qué queremos tomar. Pido vino tinto pero quiero cianuro. Mauricio -su nombre de pila ilumina mi aturdido cerebro- pide whisky. Me arrepiento del vino pero no alcanzo a decir nada porque siento el flash de la cámara cerca. Los dos ponemos cara de terror y después de ese primer trago amigo somos Luke y la princesa Leia huyendo de Darth Vader. La repulsión que sentimos por la cámara del archivillano hizo que nos uniéramos en la lucha.
Una vez ‘bogadito‘ el vino, pude concentrarme en la parte superior de mi interlocutor, no reparé en si tendría culo gordo o trasero plancheto. Silva, ahora también me sabía el apellido, presentaba camisa tipo carpa de circo a la moda y gafas con montura verde y lentes amarillos que se debatían entre malignos y antiestéticos.
-¿Cuáles son sus hobbies? ?preguntó sonriendo.
Y de esa sonrisa sincera salió mi primer consuelo real: no se podía burlar de mis dientes, pues si a mí me hizo falta ponerme el retenedor, a él le faltaron los brackets. Pero prosigamos, sin ofender.
-Ninguno, todos murieron cuando salí del colegio.
Le parezco lo peor, con razón le habla todo el tiempo a Mary.
-Yo juego tenis en el Centro de Alto Rendimiento.
-Una alumnita mía también juega allá y es una dura y...
-¿Sí? -me interrumpió-, no pues yo no conozco a nadie allá.
A ver Carolina, tus alumnitas NO son un tema de conversación, al man NO le interesan.
Mi Dios Benedictino es grande, llegaron los corazones de alcachofa, me atraganté con uno y pensé que eso iba a ser suficiente para no tener que hablar más en toda la noche.
Mi torpeza no tiene límites. Menos mal que no me lo tengo que levantar.
Mauricio me miró con cara de "ya sé de qué vamos a hablar" y puso el tema:
-No le terminé de contar, también hago la columna de deportes. Es que a mí me encanta el fútbol.
¿Fútbol? ¿Este man de qué me está hablando? ¿Qué es fútbol?
Llegaron las gambas al ajillo y por un instante interrumpí su relato con un chorrillo de limón, seguido del limón entero, que fue a parar directo sobre su ojo izquierdo. Omití el torpe y subsecuente comentario. Las ginebras ya hacían su propia revolución. Y retomé:
-¿Sí? Mi hermano también es un fanático. Imagínese, el tipo vivió un tiempo en Canadá, que por cierto es un país increíble, ¿no ha estado nunca? Yo fui dos veces, bla, bla, bla...
-Y, ¿de qué equipo? -acierta a preguntar.
¡Maldita sea! Nada funciona.
-Mire, man: yo soy parte de ese gran grupo de mujeres que sigue sin entender qué es un ‘fuera de lugar‘.
Ya entrábamos a la cueva del lobo, y afortunadamente llegó el dueño del restaurante a cambiarnos de mesa y a servir más ginebra para mí (doble, por favor) y más whisky para él. Cuando nos paramos llegó el segundo consuelo: el man era más bajito que yo, y durante el camino a la otra mesa lo pude mirar por encima del hombro.
Todavía me pregunto qué pasó cuando estábamos adentro. No sé si fue la emoción de ver la carta, la alegría de quedar lejos del lente del malvado Gerardo, la posibilidad de descongelarme o... bueno, para qué nos decimos mentiras, fueron las tres ginebras y los cuatro whiskys que traíamos encima acompañadas de todo lo anterior.
La historia que sigue es tan ridícula como improbable. Pero soy testigo, parcial, de que sí, sí pasó, y no fue tan grave, pero no por eso menos vergonzosa. La bacanería del trago nos llevó a los confines de la amistad, a la fortuna del amigo desconocido, a bailar salsa sin parar en uno de los lugares de moda. A lanzar sumisas declaraciones de todo tipo; psicológicas, educativas, fisiológicas, de amor y desamor, de más trago y olvidémonos, por una noche más, de nuestras vidas tan cómodas y, a veces, aburridas.
Nunca sabré algunas cosas: si logra bailar parado hasta las tres, cómo se toma el té, si coge la mano entrelazada o tipo empanada, si nunca, nunca nos volvamos a ver. Y no creo que me importe, porque se comió, se bailó, se habló de cosas que ya he dicho y de otras que no, y, en últimas -y aquí viene el esperado final épico- they can‘t take that away from me.