A ver cómo lo desagravio. A ver cómo voy entrando en el tema de fondo —que no es nada fácil construir un público, que entre gustos no tendría que haber disgustos, que despreciar es el peor de los errores que conozco— sin perder de vista que siempre me he sentido asaltado en mi buena fe, chalequeado, aporreado, por esas comedias colombianudas: sin dejar de lado en ningún momento, mejor dicho, que las películas que hace Dago García no han sido tan buenas como podrían haber sido (podría decirse, con el mismo corazón en la mano con el que se ve un partido de la Selección Colombia, que algunas han sido verdaderamente malas), pero que a la larga eso no ha tenido ni tiene ni tendrá nada de grave. Un largometraje flojo hace el mismo daño que una comida descompuesta. Uno queda intoxicado y triste. Pero incluso eso se supera. Lo único que no tiene solución en esta vida es la calvicie.
En fin. Que todo, incluso un político corrupto, incluso un cura mediocre, incluso un periodista que comience sus frases con la mentira “con todo respeto…”, incluso el procurador Ordóñez (no, mentiras: ese no), es susceptible de ser reivindicado. Y que García no es la excepción.
De acuerdo: quién soy yo para decir todo esto, quién me creo. Soy solo un espectador más bien pacífico, más bien generoso, más bien educado en la edad de la parabólica y el viejo Cantinflas reblandecido y Por qué mataron a Betty si era tan buena muchacha, que sale de las malas comedias convertido en un vehemente defensor del consumidor. Soy una persona calva y encanecida de 37 años, y estudié Literatura y Cine, y comencé a ver las películas de Dago García cuando yo acababa de cumplir los 22.
Vi La mujer del piso alto (1995), Posición viciada (1997) y Es mejor ser rico que pobre (1999) con un par de amigos que me miraron a mí toda la película —fueron los primeros indignados que conocí— y las vi porque me gustaba ir a las películas colombianas a ver qué: a ver si salían algún día mejores. Y después vi Kalibre 35 (2000), La pena máxima (2001), Te busco (2002), El carro (2003), La esquina (2004), Mi abuelo, mi papá y yo (2005), Las cartas del gordo (2006), Muertos del susto (2007), Ni te cases ni te embarques (2008), In fraganti (2009), El paseo (2010) y El escritor de telenovelas (2011), ¡doce!, porque ese fue mi trabajo desde 2000 hasta 2012: ver todas las películas que llegaran a Colombia.
Qué tiempos aquellos. Ir a trabajar era ir a ver una película. Y ver una película era hacer parte de un grupo de periodistas sedentarios y pasados de kilos —era increíble: todos éramos gordos, todos— que sin embargo, como abrazando la decadencia con los pequeños brazos que nos quedaban, nos comíamos hasta las crispetas nonatas que sabíamos sacar en la oscuridad de una caneca acomodada en la mesetas de nuestras barrigas. Qué tiempos aquellos. Me sentía como un comentarista deportivo porque todos sabían lo mismo que yo.
La mitad de la gente me reclamaba “usted es muy blando: tiene que darle duro a Dago García”. La otra mitad me repetía “a usted no le gusta nada: hay que rescatar el cine que se hace en Colombia”. Y yo nunca podía reseñar lo de García, ni para bien ni para mal, porque esas comedias tendían a ser estrenadas justo esa única semana de fin de año en la que no salía la revista. Qué tiempos aquellos. Qué suerte.
En fin. Que, con la autoridad que me conceden (uno) esta frente que se me ha tomado toda la cabeza, (dos) esta tendencia a entrar a todas las películas con la esperanza de que sean muy buenas y (tres) aquella experiencia —la de ser comentarista de cine durante doce años— en la que básicamente aprendí a no confundir las historias que no me gustan con las malas historias, puedo decir que de la frase “creo que no puedo con las películas de Dago García” rescataría (por mejor escritas y mejor contadas) a La pena máxima y a Te busco.
No estoy siendo irónico, lo juro por el procurador, cuando digo que reivindico que García haya tenido la energía y el ingenio para hacer otras 15 películas, que haya conseguido que muchas hayan sido muy taquilleras y que —en vez de qué se yo: preferir otro tipo de carteles— haya logrado que para toda una generación sea una tradición ir a ver “la nueva película de Dago” cada 25 de diciembre. No es nada fácil dar con un público ni mucho menos cebarlo para servírselo en Navidad.
No es nada fácil que el guionista sea el productor y la marca registrada y el autor detrás de una obra cinematográfica. No es usual que un hombre consiga llevar a cabo sus ideas con tanta disciplina ni que le dedique sus mayores esfuerzos a inventarse comedias populares. Yo respeto eso. Yo lo admiro. Y sé que cuando hablamos de Dago García hablamos de un tipo inteligente que sabe lo que quiere y sabe lo que hace. Y que además es calvo. Y hasta gafas tiene.
De no ser un calvo natural, de ser uno de esos tipos que se tusan para verse atractivos en la línea de esos metrosexuales que se ponen gafas sin aumento para verse inteligentes, retiro el párrafo anterior.
Y el caso es que Dago García no está haciendo nada malo aparte de películas. No está empobreciendo nuestra cultura empobrecida, ni está engordando al público —que come de todo, y también cosas brillantes y alimenticias— a punta de comida chatarra, ni está corrompiendo al pueblo a fuerza de celebrar la colombianada, ni está quitándole a nadie el dinero que necesitaba para filmar el ciudadano Kane criollo, ni está enturbiando aún más el caso Colmenares, ni está entregándoles subsidios a los ricos, ni está haciendo componendas para quedarse con un negocio turbio, ni les está cerrando el camino a los demás creadores para que se inventen sus propias historias, ni está haciendo ya la única película que se hace cada año en el país, ni está paseándose por Cartagena de punta en blanco para que lo vean los santistas, ni se las da de celebridad nacional en las páginas sociales de los periódicos, ni se siente un artista latinoamericano que cuenta historias de marginales con el objeto de ir a Cannes, ni está persiguiendo a sus críticos con fingido desprecio por los intelectuales y los críticos cultos que creen que “lo bueno” es solo lo que ellos consideran “lo bueno” (no, mentiras: esto sí lo hace), sino que simplemente está haciendo su trabajo.
Que lo siga haciendo. Que haga más y más y más películas. Y que su público las vea. Yo, que ya no tengo por qué verlas todas porque ya no me lo pagan, y que he ido abandonando las crispetas porque, ahora que he dejado de ver a mis excolegas, ya sé que no todo el mundo es gordo, iré a la que me llame la atención con la esperanza de que alguna otra de sus obras me guste. Si no, pediré, con todo respeto, que me devuelvan mi plata.