Testimonio

Después de los 30

Por: Mauricio Becerra

A decir verdad, no creo que después de los treinta el hombre esté preparado para las maratónicas jornadas donde abundan el salto desde el armario, el misionero en el jacuzzi o el novedosísimo salto del Niágara. Al menos eso dicen mis amigos.

En la medida en que pasan los años he comenzado a apreciar cada vez más las historias que me cuentan mis amigos, no solo por tratarse de anécdotas cargadas de una verosimilitud a prueba de toda duda, sino porque de alguna manera me divierten, y, por qué no decirlo, me dejan enseñanzas.

Precisamente hace unas semanas, un amigo me llamó por teléfono para contarme que necesitaba hablar conmigo urgentemente. Su voz estaba quebrada y, si no fuera porque lo conozco desde hace años y puedo dar fe de su hombría inquebrantable ante la tragedia, hubiera pensado que antes que hablar me cacareaba.

La llamada de auxilio era sencilla y, la verdad, no creo que valga la pena detenerse en muchos detalles. Cuando llegué a su apartamento (me abrió su empleada y me preguntó si quería una Coca-Cola), lo encontré tirado boca abajo sobre su cama como si se tratara de un insecto moribundo sepultado bajo la lápida de su caparazón. Por lo que pude deducir, tenía problemas con su espalda. No podía caminar ni moverse. Tampoco enderezar su columna.

La pregunta que le hice fue directo al grano: ‘¿qué le pasó?’ Y la respuesta, íntima y reveladora: ‘el sexo es perjudicial para la salud’. Acto seguido, pasó a relatarme un vergonzoso episodio sexual con su novia la noche anterior. Según sus propias palabras, estaban en la ducha, ella tenía una esponja en una mano, él observaba la espalda de ella, luego hubo un movimiento inesperado, el sexo en vitrina, y entonces las hormonas y su miembro armaron la fiesta. Qué se puede decir, a veces estas cosas suceden, usted me entiende. Como era de esperarse, sobrevino la erección y, con ella, la fatalidad. En una posición arriesgada, una carretilla invertida, el misionero en jacuzzi, el salto del Niágara quizás, su espalda crujió como crujen los caparazones de los insectos cuando reciben el golpe letal de una suela de zapato. Mi amigo trató de continuar pero el dolor se volvió insoportable. Entonces se detuvo. No alcanzó el orgasmo. Salió de la ducha y fue a parar directo a la cama inmovilizado por el dolor. No me contó si su novia había decidido terminar la labor interrumpida valiéndose de sus propias manos. No quise preguntarle. Para qué. Le recomendé un Parche León y abstinencia de una semana. También que no le hiciera caso al Kamasutra ni a los manuales y revistas que ofrecen sexo placentero en mil y una posiciones. No a su edad. No después de los treinta.

En los últimos días el accidente de mi amigo me ha obligado a replantear ciertos mitos que arrastramos los hombres, y que tienen que ver con ese amplio menú de posiciones que aparentemente debemos poseer a la hora de hacer el amor. El Kamasutra en la punta del pipí. Y es que, a decir verdad, no creo que después de los treinta el hombre esté preparado para las maratónicas jornadas donde abundan el salto desde el armario, el misionero en el jacuzzi o el novedosísimo salto del Niágara, y no lo creo porque las experiencias de terceros me han demostrado que no puede existir un salto del Niágara espontáneo sin calistenia previa o un giro de cadera brusco e intempestivo bajo la ducha sin una molestia posterior.

No sé qué piensen o digan los sexólogos, pero supongo que después de los treinta se requiere moderación. Y un mínimo nivel de conciencia para saber que nuestro estado atlético ya nunca será el mismo de antes. Que para practicar el Kamasutra se necesita de algo más que flexibilidad. Es indispensable la edad. Que en materia sexual, después de los treinta, es mejor avanzar con la seguridad controlada de Schumacher que con las precoces maniobras del intrépido Montoya. De lo contrario, aparte de la frustración de tener que abandonar la faena sin haber cortado al menos un triste rabo la virilidad puede llevarnos indefectiblemente a la cama. Como a mi amigo. Y supongo que a la hora del postpolvo nadie quiere cambiar un buen cigarrillo en la boca por un lobísimo Parche León pegado un poco más arriba de nuestro culo. Simplemente no lo veo así. Mucho menos ahora que sé que gran parte de mis amigos, después de los treinta, andan tachando de su lista de posiciones el novedoso, aunque peligroso, salto del Niágara.

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