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La casa siempre tiene más posibilidades de ganra que los clientes. Por eso, entrar a un casino es prepararse para, gane o pierda, poder levantarse a tiempo de la mesa. |
Domingo. Sí, hay gente que va a los casinos los domingos. No van a misa, ni a almorzar al norte, ni llevan a los niños al parque. No van a fútbol ni a toros: prefieren ir a los casinos. Por si quedara alguna duda, esta sería la prueba contundente de que apostar es un vicio. Y un vicio fuerte.
Me dirijo a un casino del norte. Son las tres y hay que hacer un esfuerzo para entrar: la tarde con sol invita más a caminar por una desocupada Zona Rosa. Entro. La claridad del lugar y el bullicio me despejan las dudas: no necesariamente se estaba mejor afuera. Hay un Cadillac incrustado arriba en la pared, otro exhibido para una rifa, cantidades de maquinitas, un bar con dos televisores sintonizados en un canal de deportes (¿para los indecisos o para los arruinados?) y, al fondo, las cajas para cambiar las fichas. Espero poder pasar por ahí en un rato.
Doblando a la derecha, se encuentra lo que buscaba: las mesas de black jack y las de ruleta (las de póker, aunque me gustaría, las dejo para mi próxima reencarnación: estoy demasiado viejo para aprender). La ruleta es lo máximo, el escalón más alto del juego, pero hoy no estoy para tanta adrenalina. Es que la ruleta es adrenalina pura, la fortuna o la ruina, la vida o la muerte en un número. (Cualquier información adicional sobre este punto, no lo duden, en
El jugador, de Dostoievski, se encuentra todo). Existen opciones menos arriesgadas: las columnas, las docenas, las líneas... Sin embargo, nada supera la emoción de un pleno: ¡recibir 35 veces más de lo que uno apostó! Es la gloria. O el infierno. Las veces que he jugado ruleta no he resistido la intensidad de jugar así y termino en los más conservadores pares e impares, donde hay menos opciones de perder... ¡pero también de ganar!
Me acerco, entonces, a una mesa de black jack. Hay sitios libres. De todas maneras digo un tímido "¿se puede?". Llevan un rato jugando y si les ha ido bien no es bienvenido un nuevo jugador. Si les ha ido mal ?casi siempre?, tampoco: puede traer más mala suerte. Los jugadores viven llenos de agüeros. Lo sé y lo respeto. He ido aprendiendo las reglas no escritas, los códigos secretos de este mundo.
Aunque hay una plaza en el extremo izquierdo de la mesa, me siento en medio de dos jugadores. No quiero tener la responsabilidad de "cerrar" el juego. Lo aprendí a los gritos en el casino del Hotel Caribe, en Cartagena. Los gritos no estaban dirigidos contra mí sino contra un señor que pedía cartas a lo loco. "¡Esto se llama black jack y no veintiuna, la idea es ganarle a la talla, que se vaya y no hacer puntos. Somos un equipo, cretino!". El histérico responsable de los gritos era un italiano. El señor, que no entendía nada, sólo atinaba a responderle: "¡Italiano fascista!". Afloró el sentimiento patrio, la mesa se dividió en sus preferencias y en una discusión que terminó por otro camino, pero entendí las razones del italiano. Desde aquella vez, evito las mesas con jugadores inexpertos cerrando. La talla tiene 4, ellos tienen 15 y... ¡piden carta!, cuando lo más probable es que le salga una figura destinada a que la talla probablemente "se vuele". No siempre resulta, a veces hubiera sido mejor pedir ?es un juego, no una ciencia?, pero así es mejor, así hay que jugar. Son un peligro. Cuando vean a un inexperto huyan de esa mesa lo más rápido posible.
Compro cien mil pesos en fichas de cinco mil y apuesto sólo de a una cada vez. Juego casi dos horas. Al final, pierdo 40 mil pesos
Lunes. Ir un lunes en la tarde a un casino es algo deprimente. Doblemente deprimente: por lunes y por la hora. Estar ahí, a las dos de la tarde, mientras el resto del mundo trabaja (o busca trabajo), "mientras la oscura tierra gira, con vivos y con muertos". Pero bueno, no hay por qué ponerse tristes, apenas soy un aficionado. Le busco el lado positivo a la cosa: puedo abrir una mesa. Un mesa sola para mí. Claudia (la dealer: tiene su nombre en un escudito), algo atractiva, seria, baraja. Si a uno lo van a "pelar", siempre es mejor que sea una mujer. Si este juego tiene tanto de masoquismo, de entregarse pasivamente a unos jueces terribles, es mejor que la aplique una mujer. Siempre será mejor, más romántico, culpar a una mujer. O, simplemente, culpar a alguien: por eso no me gustan las maquinitas.
Como estoy solo, debo apostar al menos dos casillas. Voy siempre con cinco mil pesos en cada una. Si tengo nueve o diez y la talla un mal punto, me doblo. De vez en cuando me abro. Apuesto lo mínimo, arriesgo poco: ya lo dije, soy un jugador conservador. Y, además, tengo una regla de oro: si voy perdiendo más de 40 mil pesos, me retiro. Si voy ganando, también. Por eso he podido ganar, muy pocas veces, pero he ganado. (Es un momento sublime, cuando uno pide que le "reduzcan" la fichas a otras de mayor valor para cambiarlas en la caja). Este es un juego de probabilidades y el casino (si no hace trampa) tiene más probabilidades de ganar. Así de simple. El
dealer sabe que planta en 17 y juega tranquilo: no es su plata. Tarde o temprano, hasta el jugador más experimentado, cuando va perdiendo, pierde los estribos y la mesa siempre se despelota. ("Haga lo mismo", me dijo una vez la administradora del casino El Dorado, que me "levanté" con la intención de conocer los secretos del juego). Es ese pequeño margen, esa racha, la que uno espera con ansiedad. Los jugadores tienen una bella palabra para denominarla: "aroma". Aunque sea por un breve tiempo, uno sólo espera que llegue "el aroma". Que resulta mejor que el del café o el perfume de una mujer. Ayer no había "aroma" y por eso me retiré del juego. Hay que saber irse a tiempo, es mi otra regla de oro. Ganar o perder, no importa, pero irse a tiempo.
Estoy solo frente a Claudia y la emoción es muy grande. Uno solo frente a la talla: hay más opciones, más posibilidades porque se depende menos del azar y más de uno mismo, de sus errores o de su inteligencia. Ahí, la talla está un poco más en igualdad de condiciones: es un combate más equilibrado. Pero a la vez se tienen "dos frentes de lucha", el juego es más veloz y la apuesta es mayor. Eso hace que aumente el vértigo. Gano en una casilla y pierdo en la otra. No importa, disfruto esta intensidad. De pronto -todo es tan rápido-, miro las fichas y veo que voy ganando 30 mil pesos. Pienso en retirarme. Me olvido de lo que perdí ayer, si uno juega pensando en recuperarse (o en ganar) está perdido. Pero de todas maneras el enganche del juego es que nunca se sabe cuál es el punto del descenso y en una buena racha surge la tentación de doblar la apuesta (puede tratarse de un largo "aroma"). "¿Le molesta que juegue?". La voz del señor que se va sentando a mi lado resuelve mis dudas: debe jugar mal, los 'duros' no preguntan. Y, además, con dos ya sería otra cosa, una emoción bastante mediocre. Por hoy me retiro. Antes de irme, le dejo de propina a Claudia una ficha de cinco mil.
Martes. Llego más tarde, alrededor de las cinco. Las mesas están casi llenas. Busco una en la que veo caras ya conocidas en los días anteriores: un tipo con facciones orientales (no sé por qué, lo imagino coreano), un muchacho con calvicie prematura, y un hombre de unos cuarenta años, sonriente (luego me entero de que es profesor y que la sonrisa esconde una gran angustia) y un señor de edad que se me hace conocido. Me siento en el espacio libre entre él y el profesor. "¿Qué tal el juego?", pregunto un poco para romper el hielo y porque, sin muchos argumentos, pienso vagamente que el hecho de haberlos visto un par de veces ha generado un vínculo. ¿De qué? No sabría decirlo. De amistad, no, seguro. Al coreano, por ejemplo, nunca sería capaz de hablarle. Por lo demás, no necesita el español (ni el coreano): interpone una distancia y se comunica a la perfección con los gestos básicos del juego (apuesta fuerte). Es una especie de solidaridad, de complicidad. Afuera, cada cual tiene otra vida y lo más probable es que si nos viéramos evitaríamos saludarnos. No hay nada en común pero por un instante muy breve (pero intenso) tenemos un enemigo común. Y un destino muy parecido: perder. Es la solidaridad de la derrota la que crea esa camaradería a la vez fuerte y efímera. La he visto y es muy concreta: cuando alguien sólo tiene una ficha y le sale un as, aparecen muchas manos generosas con otra ficha para que se pueda doblar. Y a nadie le importa en ese momento si se la van a devolver.
"Esta muy dura la talla", me dice el señor de edad. Ahora, mirándolo con más detalle lo reconozco: fue ministro y una figura pública muy importante en Colombia hace muchos años. "¿Entonces qué, Johanita? Sumercé si nos va a tratar bien, porque lo que fue la mano del hijuemadre del David casi nos acaba". El profesor es de los que les coquetea a las dealer con la esperanza de recibir un mejor trato. Y a los dealer les hace chistes con el mismo propósito. Me imagino que David, hace un rato fue Davidcito y Johanita dentro de un rato va a ser Elsy Johana. Los
dealer están adiestrados para ser muy serios (para recibir odios e insultos) pero supongo que de verlos casi todos los días no pueden evitar cierta confianza y bastante simpatía por esa personas incomprensibles que van a perder su dinero y no aprenden.
"¿Quiere que le dé un consejo?", me pregunta el ex ministro. "Sí, claro". "Hace muchos años, en el Casino de Montecarlo, me hice amigo de un
dealer y le pedí que me diera un consejo para ganar. Me dijo: si va ganando retírese. Si va perdiendo, también retírese. Retírese siempre". Estoy hecho: de un lado tengo a un veterano y filósofo del black jack; del otro, a un extrovertido profesor. "¿Cuánto ha perdido?", le pregunto. "Como setecientos... y ya no fui a clase". Ahí es donde me doy cuenta cabalmente de toda la angustia que hay detrás de su aspecto simpático y dicharachero.
Juego dos 'manos' y pierdo 40 mil pesos. En verdad la talla hoy está muy dura. Mejor filosofar e irse.
Miércoles. Cuando voy llegando al casino del norte se me acerca un tarjetero y me dice: "Un casino con chicas, aquí a dos cuadras". Esa no me la sabía: dos vicios juntos. Lo acompaño: puede más la curiosidad que la desconfianza. Es al lado de la entrada de los parqueaderos de Atlantis, en un segundo piso. Miro la tarjeta. El sitio se llama Juernes In: nada bueno me espera. Hay un bar, unas sillas, música y varias mujeres jóvenes. Me llevan al cuarto de al lado. La mesa del black jack está pelada y las líneas casi no se ven de lo desteñidas. El
dealer es un tipo pálido y mal encarado: mete miedo. Si juego, no me cobran el whisky y me puede acompañar una chica. Compro 80 mil pesos en fichas. Llaman a Luisa. Es de Armenia, alta, buen cuerpo, blanca, simpática: la cara no muy bonita. Se ve que no entiende nada del juego, pero me dice: "ánimo". Pierdo el primer juego. Y el segundo. Y el tercero. Pierdo todos. Si tengo 20, él hace 21 en cinco cartas. Si tengo 10 y me doblo, me sale un 3. Si hago 21, él hace black jack. Nada que hacer. No dejan ganar ni una, ni siquiera para disimular. Le miro las manos al
dealer: no las levanta y gira las muñecas después de repartir las cartas, como lo hacen todos los casinos. Eso sí, traen whisky a cada rato. Me cabreo; pero no me voy. Debería salir corriendo, pero sigo ahí, atrapado por el absurdo y la sordidez del lugar.
"Voy perdiendo", le digo a Luisa. "Ánimo", me dice ella. Ya no la aguanto. Le pido al administrador que me mande a una morena de ojos muy bellos (se parece a Pocahontas) que me ha estado mirando con insistencia. Si me van a tumbar, por lo menos voy a ser exigente. Me envalentono: pido también que cambien al
dealer. El reemplazo es, como era de esperarse... el administrador en persona. El whisky no para de llegar: ya no me parece tan malo. Aparece, entonces, otro jugador: un señor de unos cincuenta años que compra 150 mil pesos en fichas. Lo acompaña una flaca horrorosa. Él empieza ganando. Yo, sigo perdiendo. Casi de inmediato pierdo todo y el señor me regala tres fichas de cinco mil: también las pierdo. Me dedico a hablar con Pocahontas, me cuenta que estudia pedagogía y cuida niños durante el día, que no viene todas las noches (no le creo). Al rato, al señor no le queda ni una sola ficha. He renunciado a todos mis principios en materia de juego, pero estoy vivo. Y Pocahontas está muy bonita. Pago la multa y me voy con ella: nada memorable. Otra mala noche para olvidar.
La casa siempre tiene más posibilidades de ganar que los clientes. Por eso, entrar a un casino es prepararse para, gane o pierda, poder levantarse a tiempo de la mesa.