Voy a contar el secreto.
No quiero, no puedo, llevármelo a la tumba.
Yo sé por qué Uruguay fue campeón mundial en 1950.
Aquella hazaña ocurrió por la valentía de Obdulio, la astucia de Schiaffino, la velocidad de Ghiggia. Sí. Y por algo más.
Yo tenía nueve años y era muy religioso, devoto del fútbol y de Dios, en ese orden. Aquella tarde me comí las uñas de las manos, y las manos también, escuchando, por radio, el relato de Carlos Solé, que desde el Maracaná exhalaba el último suspiro ante cada ataque brasileño y resucitaba cada vez que un jugador uruguayo tocaba la pelota, aunque fuera de rebote.
Gol de Brasil.
Ay.
Caí al suelo.
Y de rodillas, llorando, rogué a Dios, ay Dios, ay Diosito, haceme el favor, yo te lo ruego, no me podés negar este milagro.
Y le hice mi promesa.
Y el partido se dio vuelta y Uruguay, a contraviento, ganó el partido y la copa del mundo.
Afortunadamente, nunca conseguí recordar lo que prometí. ¿Un millón de padrenuestros?.
Quién sabe.
Quizá me salvé de andar musitando oraciones día y noche, como un sonámbulo perdido en las calles de Montevideo.