Perfil

El gordo que jugaba fútbol

Por: Juan Villoro

El escritor Juan Villoro, insuperable cuando de escribir de fútbol se trata, se despidió con palabras certeras de Ronaldo: aquel jugador de cien kilos que consiguió la hazaña de apropiarse para siempre de su nombre.

Para un futbolista brasileño adueñarse de un nombre es más difícil que ganar la Copa del Mundo. Ronaldo Luís Nazário de Lima, también apodado ‘el Fenómeno’, logró la hazaña de ser conocido, simple y sencillamente, como Ronaldo. En 1994, cuando llegó a la selección verde-amarilla, tenía 17 años. Viajó como menor de edad al Mundial de Estados Unidos y contempló la gesta al borde de la cancha. Uno de sus compañeros era Ronaldo Rodrigues de Jesús. El novato que provenía del Cruzeiro fue llamado ‘Ronaldinho’. En 1996 participó en los Juegos Olímpicos de Atlanta. La ciudad que inventó la Coca-Cola conoció al nuevo mito de la cultura pop por el diminutivo que llevaba en la espalda: ‘Ronaldinho’. Un año después nadie se atrevía a decirle así. En la temporada 1996-97, el delantero llegó a Holanda, fichado por el PSV Eindhoven, y corrió como si quisiera ganarle terreno al mar: anotó 47 goles en 49 partidos. La proeza le valió el Balón de Oro. A los 21 años se había convertido en el único Ronaldo del fútbol. A partir de entonces, los que se atrevieran a llamarse como él tendrían que ajustar su nombre. Un tal Ronaldo de Assis Moreira recogió el diminutivo que su tocayo había tirado a la basura y aceptó triunfar como ‘Ronaldinho’. Por su parte, el portugués Cristiano Ronaldo dos Santos Aveiro ha podido llamarse como un ciborg (CR7 o CR9), pero nunca podrá ser Ronaldo.

A los 34 años, el mayor goleador en Copas del Mundo (15 anotaciones, dos de ellas en la final de 2002), ganador de la Liga con el Real Madrid y de la Copa UEFA con el Barcelona y el Inter, el crack que alzó dos veces el Balón de Oro (1997 y 2002), pronunció la frase más interesante de su vida pública: “No me retira la mente sino el cuerpo”.
Fue la primera vez que aludió a su psicología. Su trayectoria puede ser vista como la de un inmenso derroche físico ajeno a los trabajos mentales. Con Roberto Carlos, Ronaldo inauguró la moda de los temibles cráneos rapados y del brasileño que corría sin tregua. A diferencia de sus paisanos que juegan a ritmo de samba, entienden el fútbol como un rito colectivo e improvisan siestas en media cancha, el Fenómeno era un individualista precoz, que además tenía prisa. En su condición de eje de ataque, descubrió que la soledad puede ser positiva y se transformó en un asocial que solo se comunicaba con las redes. 
Mezcla de corpulencia y habilidad, el estilo de Ronaldo fue el de un gladiador de diseño. Su estatura de 1,83 aconsejaba una musculatura de 83 kilos. Pero no es fácil vivir del cuerpo sin padecer sus tentaciones, sobre todo en un mundo con espaguetis tan sabrosos: varias veces Ronaldo fue un genio de 100 kilos. Aunque los grafitis de Río denunciaban su obesidad, se las arregló para ser un gordo veloz y sonreír como el Buda de los gimnasios.
A diferencia de Figo, seductor de opereta que fingió pasiones que no tenía, Ronaldo solo les profesó lealtad a sus caprichos. En la cancha, desplegó un deslumbrante egoísmo funcional. Fuera de ella, le prometió su corazón a un amplio reparto de top models. “El amor es eterno mientras dura”, dijo Vinicius de Moraes. Las eternidades de Ronaldo fueron rápidas.
Manuel Vázquez Montalbán entendió así su singularidad: “Me temo que Ronaldo pasará por la vida y por la Historia sin haber entendido nada de lo que nos ha pasado y nos pasa. Y es que ni siquiera podemos considerarlo un inmigrante de lujo. No es ni será nunca un jugador de club”. Ni siquiera fue leal a Jairzinho, campeón de México 70, que lo descubrió cuando era niño. En su discurso de despedida, olvidó mencionar a su mentor. El gran Jair se sintió ultrajado; sabía que aquel jugador con dientes de conejo solo necesitaba a los demás para sortearlos en la cancha o esconderles sus cosas en los entrenamientos, pero aun así, esperaba ser mencionado. El Fenómeno dijo adiós del mismo modo en que jugó, sin tomar en cuenta a los demás.
En Italia y España militó en equipos archirrivales como si no se enterara del asunto. Es cierto que no pasó directamente del Barcelona al Real Madrid ni del Inter al Milán, pero fue ajeno a las ilusiones de los aficionados. Su desapego hacia el entorno solo rivalizó con su apego al balón.
A los 17 años parecía el émulo de Pelé. Cuatro años más tarde, en Francia 98, los cronistas no podían pronunciar su nombre sin agregar en un suspiro: “El mejor futbolista del mundo”. Se esperaba tanto de él y de los zapatos especiales que le confeccionó Nike que se sometió a una tensión extrema y sufrió convulsiones en vísperas de la final. En el país de los Derechos del Hombre, el Fenómeno fue obligado a jugar en calidad de zombi. Resistió con entrega pero salió del Stade de France con la mirada perdida, sin pensar en la derrota de 3-0. Había salvado el pellejo de milagro. 
¿Cuánto puede durar un atacante que destronca defensas a lo largo de 30 metros? Precisemos la pregunta: ¿cuánto puede durar en Italia, donde se diseñan patadas de alta escuela? Esquivar a esa horda de legionarios tatuados era tan arduo como recibir sus caricias. El 21 de noviembre de 1999, la rodilla del Fenómeno se hizo añicos.
El cuerpo le pasó factura y lo convirtió en un joven famosamente jubilado. La prensa publicó sus radiografías como antes publicaba las fotos de Susana Werner, la primera de sus célebres novias, conocida como ‘la Ronaldinha’.
En 2002, los brujos del fútbol sabían que el futuro no dependía de una bola de cristal sino de la rodilla de Ronaldo. El titán logró la mayor gesta de los héroes deportivos: el regreso contra todos los pronósticos. Incluso se dio el lujo de dejarse un extraño fleco en la frente. Su cráneo parecía una fruta tropical, pero nadie se burló de él. Brasil fue campeón por medio de su enjundia.
Aún pudo destacar en el Real Madrid de los Galácticos, conquistando la Champions en 2003, y regresó al Mundial en 2006 para perfeccionar su récord goleador. Fiel a su inconsistencia afectiva, terminó sus días en el Corinthians después de haberse preparado con su acérrimo rival, el Flamengo.
Los altibajos de su carrera se debieron a su rodilla y a su manera de combatir el tedio, la depresión y las demás molestias de la vida con sobredosis de modelos. La discoteca fue su psicoanálisis. 
Al terminar con Susana Werner, Ronaldo le propuso matrimonio a otra top, Daniela Cicarelli. La boda se celebró en el Castillo de Chantilly, escenario ideal para un príncipe antojadizo que jamás rechazó un plato de crema. Coleccionista de goles, Ronaldo también quiso serlo de mujeres que trabajan en tanga. Los contactos con chicas de otras profesiones no acabaron bien. Por principio de cuentas, tres de ellas no fueron chicas sino travestis que quisieron chantajearlo.
Durante el Mundial de 2002, en un restaurante de Tokio, conoció a una mesera brasileña y tuvo un hijo con ella. En 2010 decidió evitar juicios de paternidad. En conferencia de prensa, anunció que se había hecho la vasectomía.
La vida privada de Ronaldo ha tenido la misma publicidad y la misma exigencia física que su vida pública. Su zona remota ha sido la vida interior. El Día de San Valentín de 2011, Ronaldo Luís Nazário de Lima resumió su tragedia: su mente tenía más fuerza que su cuerpo. Si hubiera descubierto esto al principio de su carrera habría alcanzado el rango de Di Stéfano, Pelé, Maradona, Cruyff o Beckenbauer. Ante una portería, fue el niño que corre tras un helado. No administró su fuerza ni su deseo. Perteneció, como el tritón o el centauro, a la condición de los seres fabulosos. Fue el Fenómeno. A la edad de Shakira, parece surgido de otro tiempo, la antigüedad en la que salía a la arena como un gladiador dispuesto al sacrificio. En el desgastante circo mediático del fútbol, sobrevivió en la única forma en que sabía hacerlo: desgastándose más. Perdió el desafío físico, pero conquistó su nombre. 
Nadie se volverá a llamar Ronaldo.

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