Testimonios

El cuerpo de... un hombre de 90 años

Por: Rodrigo Vargas

Los médicos no me creen que tengo 90 años. A esta edad, yo debería tener problemas de artrosis, de memoria, sufrir de insomnio, tener dificultades para caminar, estar encorvado, comer solo cosas blandas, levantarme al baño cinco veces aunque fuera falsa alarma y vivir con frío, entre otras cosas.



Sin embargo, estoy entero: camino todos los días, como lo que me apetece, estoy lúcido y duermo como un bebé. El secreto: una vida tranquila pero activa y organizada, una familia unida y el hecho de nunca haberme fumado un cigarrillo ni gastado mi sueldo en parranda.

Nací en Medellín el 3 de enero de 1923, pero vivo en Bogotá desde que tenía 16 años. He visto 26 presidencias en el país, ocho papados, todos los mundiales de fútbol, una guerra mundial y el nacimiento, desarrollo y, espero, desenlace de la guerra en Colombia. También he sido testigo de un cambio tecnológico tal vez nunca antes visto en menos de cien años: del telégrafo a internet y todo lo que hubo en el medio.

Hace aproximadamente un año dejé de trabajar y mi rutina actual es muy sencilla. Me levanto todos los días a las 6:00 de la mañana y lo primero que hago es leer el periódico mientras desayuno con jugo de naranja, huevos, arepa, quesito, café y fruta. Después camino un rato en la caminadora que tengo en mi casa y el resto del día leo o salgo con mi esposa a hacer vueltas; vamos mucho a Unicentro. Ella se llama Blanca Quintero y es una mujer maravillosa, de 75 años, con la que he compartido más de la mitad de mi vida.

Nos conocimos en la casa de unos amigos, en octubre de 1960, y nos casamos ese mismo diciembre, el 31. Tuvimos cuatro hijos que nos han dado ocho hermosos nietos, siete mujeres y un hombre. Ellos nos hacen mucha compañía y van con nosotros a la casita que tenemos en Chinauta, donde nos refugiamos casi todos los fines de semana. Me encanta estar allá por el clima cálido, por la tranquilidad que ofrece el campo y porque está Susi, una perrita labradora que siempre nos recibe batiendo la cola.

Eso sí, ya no manejo, no es que no me sienta capaz sino que Bogotá es muy trajinada. Mi esposa es la dueña del volante tanto en la ciudad como cuando vamos a Chinauta. Como será de buena con los carros que puedo decirles que uno de los días más felices de mi vida fue cuando pude regalarle un carrito que ella quería, un Renault 4, el amigo fiel.

Una de las cosas más difíciles de la vejez es tener que ver a la gente morir, ya no solo a los papás y a los hermanos, sino también a los amigos, que si no han fallecido ya, suelen estar enfermos. Por mi parte, como dije antes, me siento muy bien. Voy al cardiólogo cada cuatro meses a chequeo y solo he tenido dos operaciones en mi vida: de la próstata a los 52 años y un cambio de la rodilla izquierda. Aparte de eso, la vejez no ha traído mayores achaques, obviamente la visión no es la misma de los 20 y los oídos tampoco, pero para eso existen gafas y audífonos.

Eso sí, ser adulto mayor tiene sus ventajas, la mejor de ellas es que no tengo que hacer filas en ninguna parte. Eso es una gran felicidad, porque, aunque me canso, les confieso que perfectamente podría hacer la fila larga.

De la vida hace 40 años en Bogotá extraño la tranquilidad, la facilidad que había para moverse en la ciudad y la seguridad. Uno no tenía que salir con una hora de anticipación para cumplir las citas ni debía estar pendiente de quién venía detrás para que no lo fuera a robar. Sin embargo, en ese entonces no teníamos algunas comodidades sin las cuales no concibo mi vida hoy en día. Tal vez la más importante es el celular, pues la verdad el computador no lo uso.

Finalmente, y como dije al comienzo, el secreto para llegar a esta edad, 17 años por encima del promedio colombiano, no es otro que llevar una vida saludable, organizar bien las finanzas para no tener que mendigar la comida diaria y ser positivo, pues en parte es ahí donde radica la felicidad.

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