Anecdotario

El día que naufragué en el río Orinoco y otras anécdotas memorables

Por: Jorge Oviedo

Jorge Barón es, sin duda, uno de los personajes más reconocidos y queridos de la televisión colombiana. Luego de recorrer durante más de 50 años hasta el más recóndito rincón del país con su Show de las estrellas, el hombre de la “patadita de la buena suerte” hace memoria y recuerda, en exclusiva para SoHo, sus mejores historias. Eeeentusiasmo.

Comencé en televisión hace 50 años, presentando un programa que se llamaba Colombia turística e industrial. Luego participé en Cocine de primera con Segundo, del que me retiré en 1968 para realizar mi propio programa, Cocine a su gusto, donde invitaba a los chefs de distintos restaurantes a que prepararan una receta. (Anécdotas memorables de William Vinasco Ch.)

El primero lo hice con el restaurante del Hotel Tequendama, que estaba inaugurando por esos días el salón Monserrate, y tuve como invitada especial a Celia Cruz. Entonces me llevé al chef, que era alemán, y aproveché para armar un escenario en el que Celia cantara. El 24 de mayo de 1969, fundé la programadora Jorge Barón Televisión y ese mismo día lanzamos al aire El show de Jorge Barón y su estrella invitada. Como en esa época no tenía los recursos para comprarme un buen vestido, me disfrazaba de lustrabotas, de tendero, de chef, de lo que fuera, y de esa manera entrevistaba a los artistas. Cuando pude conseguir mi primer esmoquin, le cambié el nombre y así nació El show de las estrellas, que tuvo como primer invitado al artista español Manolo Galván.

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En 1997, El show de las estrellas era ya un referente de la televisión colombiana. Por entonces queríamos salir del estudio y decidimos que, para cambiar el formato, grabaríamos un concierto en algún escenario. Elegimos el coliseo cubierto El Campín, en Bogotá, y armamos un cartel de lujo: Diomedes Díaz, Leo Dan, Helenita Vargas, Óscar Agudelo y el Binomio de Oro. Justo cuando íbamos a arrancar, con el coliseo lleno a reventar, la alcaldía de la localidad de Teusaquillo emitió un comunicado impidiendo la grabación; según ellos, el lugar no cumplía con las especificaciones estructurales para acoger tanto público. No sabía qué hacer: los artistas ya estaban en camerino y la gente esperaba ansiosa la apertura de las puertas. Nunca me había sentido tan derrumbado. (El día en que el Pibe me mentó la madre y otras anécdotas de Óscar Julián Ruiz)

Y apareció la doctora Devia, alcaldesa de Teusaquillo. A pesar de que los costos en que había incurrido la programadora eran millonarios, y de que los propios artistas intentaron hablar con ella, la doctora Devia no dio su brazo a torcer: la grabación, tristemente, fue suspendida. No tuvimos más remedio que informarle a la gente lo que estaba pasando y todos regresaron a casa desilusionados.

Entonces pensé en los miles de escenarios que tiene Colombia y ahí mismo se me ocurrió la idea. ¡Eso era! Decidí lanzarme a la aventura de la histórica gira de El show de las estrellas a lo largo y ancho de la geografía nacional. La frustración se convirtió en motivación y la rabia, en agradecimiento. En ese momento, lancé una frase que nunca voy a olvidar: ¡Gracias, doctora Devia!

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De todos los rincones del país que hemos recorrido, recuerdo especialmente el viaje al departamento de Guainía. En Puerto Inírida, antes del programa, hicimos un recorrido en lancha por el río Orinoco para grabar un reportaje turístico; en esas estábamos cuando de pronto aparecieron unos delfines rosados y rodearon la lancha. “Ustedes son muy de buenas —nos dijo el lanchero—. Hay gente que dura semanas esperándolos y a veces ni los ve”.

De inmediato, sacamos la cámara, agarré el micrófono y apagamos el motor para grabar. Eso fue una felicidad para nosotros. Más de media hora estuvieron los delfines dando vueltas hasta que, cuando empezó a ponerse el sol, supimos que era hora de regresar.

Y entonces, cuando el lanchero fue a prender el motor… ¡nada! ¡Dios mío! Desde donde estábamos no se veía la tierra, eso parecía altamar. Se estaba haciendo oscuro, la embarcación no tenía luces y no había manera de comunicarnos. “Hasta aquí llegamos”, pensé yo. Fue ahí cuando el lanchero, con una experiencia impresionante, sacó unos remos y nos puso a remar. Así llegamos hasta Puerto Inírida, superando incluso las rocas, que no se veían. Desembarcamos como a las 9:00 de la noche. ¡Qué susto tan tremendo!

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Uno de nuestros grandes temores durante los conciertos al aire libre era que lloviera; pensábamos que cuando eso pasara, el público se nos iría. Una vez organizamos una presentación en Barrancabermeja, a la que llegué con mi hijo Jorge Eliécer, que entonces vivía en Australia. Al mediodía asistimos a la prueba de sonido y luego nos fuimos a dar una vuelta, aprovechando el día tan bonito que estaba haciendo. Cuando llegamos al hotel, empezaron a sonar truenos y no tardó en caer un aguacero espantoso. Entonces llamé al estadio, que ya estaba lleno, y le pregunté al ingeniero cómo iba la cosa. “Pues la gente no se ha movido —me respondió—, pero sí sería bueno que viniera porque no hay ninguna actividad”. (Las mejores anécdotas de Esperanza Gómez)

Y arrancamos para allá en pleno aguacero. Pensando en qué hacer, se nos ocurrió una idea: mi hijo llevaba unos discos de rock pesado que había comprado en Australia y yo le dije al operador que los pusiera; luego me subí a la tarima con el micrófono y le dije a la gente: “Vamos a trasladarnos con la imaginación a la discoteca más grande de Colombia”. Y mientras les pedía que movieran los brazos de izquierda a derecha, los animaba: “Esta es el agüita que nos proporciona San Pedro. ¡El agüita para mi gente!”.

Todos bailaban, era la locura. Así los tuve más de dos horas. Antes del concierto, bajó la lluvia, llegaron los artistas y yo dije: “Bueno, me salvé”. Arrancamos a grabar con los Embajadores Vallenatos, y cuando salí a realizar la entrevista, la gente empezó a gritar: ¡Agüita para mi gente! ¡Agüita para mi gente! Yo seguí sin pararles muchas bolas, pero luego, cuando todo se acabó, mi hijo me dijo en el camerino: “Oye, papi, ese ‘agüita para mi gente’ es un eslogan formidable”. Yo no le creí, pero él siguió insistiendo: me volvió a decir en el avión, en el aeropuerto y cuando llegamos a la casa. ¡Hasta que me convenció! Así fue como en el concierto siguiente contratamos a los bomberos y desde entonces no hay un Show de las estrellas sin agüita.

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En 1989, hicimos un concierto en el Madison Square Garden, de Nueva York. Llevábamos más de un año planeándolo, pues era la primera vez que se hacía algo así para los colombianos afuera. Invitamos artistas como el Binomio de Oro, Juan Piña, el Grupo Niche con Jairo Varela… pero tuvimos tan mala suerte que justo ese día pasó por Nueva York el huracán Hugo.

Y, sin embargo, el público no nos falló. ¡Entonces lo hicimos! Me acuerdo de que estaba con otro hijo, Jorge Andrés, que tendría unos 10 años, y cuando salimos para el hotel, el viento era tan fuerte que nos arrastró media cuadra. Yo, para darme ánimos, luego le decía a todo el mundo: “¡Ha sido tan exitosa la convocatoria que hasta el huracán Hugo nos acompañó!”.

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De todos los artistas que he entrevistado en El show de las estrellas, hay uno en especial que me marcó: Antonio Prieto, un cantante y actor chileno muy conocido en los años sesenta, que cantaba El reloj y la novia. Ese tipo era un profesional, un hombre que tenía un manejo del escenario maravilloso. Daba gusto trabajar con él porque planificaba cada programa con el director, el productor y hasta el presentador.

Me acuerdo de que nos reuníamos en el hotel cuando venía a grabar el programa y nos decía: “Vamos a hacer estos planos, en el momento tal voy a mirar a esa cámara”. ¡Lo tenía todo clarísimo! En cuanto a planeación y profesionalismo, de pronto se le acerca un poquito el español Raphael, que también es un gran profesional, y que hace algo parecido en el escenario pero sin planificarlo tanto.

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