El 25 de septiembre de 2011, la Plaza Monumental fue testigo de la última fiesta brava.

Testimonios

Yo vi torear a José Tomás

Por: Antonio Caballero

José Tomás fue visto en acción por Antonio Caballero quien lo vio como torero

La inmensa plaza absurda, un híbrido del “noucentisme” catalán de principios de siglo XX, mezcla de arquitectura neomozárabe y posbizantina, llena hasta las banderas: veinte mil personas, sin contar los invitados con pase de favor que abarrotaban el callejón, tras la barrera. Y en el ancho ruedo, vestido de oro y negro de pizarra, toreaba José Tomás.

Pero antes, algo de información. Las corridas de toros se acabaron en Cataluña hace mes y medio, a fines del 2011, por decisión de los políticos nacionalistas catalanes, que votaron en su Parlament una ley para prohibirlas con el pretexto de evitar el maltrato a los animales. Falso pretexto, pues esos mismos políticos nacionalistas catalanes, simultáneamente, declararon protegidos por ley los “correbous” (carreras de toros) que se dan en las ferias y fiestas de los pueblos de Cataluña, en los cuales los toros corren por las calles con dos bolas de fuego clavadas en los cuernos y perseguidos por muchedumbres de borrachos que los castigan con palos y con lanzas. Ah: pero es que los “correbous” son una tradición popular catalana, explicaron los políticos nacionalistas catalanes; y en cambio las corridas eran una imposición del imperialismo castellano. Lo cual también es falso. La primera fiesta de toros de muerte se dio en Barcelona hace seis siglos, en 1387, cuando faltaban cien años para la unificación de España bajo las coronas de Castilla y Aragón (o sea, de Cataluña). Pero los políticos nacionalistas son siempre mentirosos, y ciegos a la historia.
La última corrida de toros en tierras de Cataluña se dio el pasado domingo 25 de septiembre en la Plaza Monumental de Barcelona. Y aunque estuvo bañada de melancolía, por ser la última, fue una gran fiesta. La reventa de entradas hizo estragos. Hubo lágrimas, palmas, y gritos pidiendo libertad: la de ir a los toros. El matador que estoqueó limpiamente al último de la tarde y de la historia de la ciudad se tiró a continuación a besar el suelo, como si fuera un Papa. Era un torero catalán de pura cepa, Serafín Marín, y le premiaron su esfuerzo con las dos orejas cortadas del toro muerto. Muchos saltaron entonces la barrera a recoger puñaditos de la arena del ruedo para llevar a su casa, fetichistas y tristes, como último recuerdo de esa absurda y bella plaza antes de que los promotores inmobiliarios la vuelvan un centro comercial de tiendas y hamburgueserías, tal como es el destino final de todo en este mundo.
El otro circo de toros que había en Barcelona, Las Arenas, sufrió hace años esa transformación. No valía mucho: un chato coso de ladrillo viejo, como hay tantos. La Monumental, en cambio, con sus torres mudéjares coronadas por cúpulas de azulejos blancos y azules, copiadas de las mezquitas romano-musulmanas de Estambul, es —todavía— un asombroso edificio, incluso para esa ciudad de edificios asombrosos y delirantes que es Barcelona, desde la catedral gótica del siglo XIII construida sobre bases románicas hasta la extravagante torre de control del aeropuerto de El Prat de hace diez años (pasando por las casas febricitantes de Gaudí).
Esa última corrida fue una fiesta, digo, aunque a la vez fuera un entierro: como eran antes en los pueblos los entierros de los niños que se iban a ir al cielo. Y además la corrida fue muy buena, al contrario de lo que suele pasar con las corridas de gran expectación, que siempre son decepcionantes. Los toros de El Pilar, del ganadero Moisés Fraile, salieron bonitos y noblotes, aunque más bien sosos de temperamento. Y los tres matadores de la tarde estuvieron a la altura del acontecimiento. Juan Mora, veterano torero de Extremadura, toreó con desmayo y belleza. El jovenzote catalán Serafín Marín, con decisión y eficacia. Y entre el uno y el otro, el gran maestro madrileño José Tomás hizo una de esas prodigiosas faenas de su estilo, inmóviles y como levitantes, inverosímiles de riesgo y de pureza, que lo han convertido en el más grande torero de esta época. (Por época, en los toros, me refiero a los últimos treinta años).
Yo vi todo eso —el desmayo de Mora, conscientemente estetizante, el algo atropellado denuedo de Marín, la inverosimilitud del toreo asfixiante de José Tomás— desde la fila once de un tendido de sombra. En torno, la algarabía sorda, cuchicheante, casi silenciosa, de las buenas corridas. Arriba, el redondel de cielo de un infinito azul mediterráneo cercado por los altos graderíos de la plaza colmados de gentío hasta las más remotas andanadas. Abajo, en el redondel de arena partido en dos como una media luna por el sol y la sombra, toreaba José Tomás, increíblemente.
Increíblemente, porque el toreo que hace José Tomás es increíble. Torear toros es algo que saben hacer muchos, que han hecho muchos más desde hace siglos: es un juego natural de los hombres, como el de apostar carreras a caballo (donde hay toros, donde hay caballos). Un juego peligroso y gratuito, como todos los juegos, y también profundo y misterioso, como todos los ritos, que cuando sale bien (lo cual no ocurre casi nunca) se convierte en un arte. Dije hace un momento que José Tomás es el más grande torero de esta época, y tal vez no sea así: nada hay más discutible, y más difícil de medir, que la grandeza de un artista. Pero sí creo que es el más inefable. Quiero decir: indescriptible. Solo puede expresarse en sus propios términos, en su propio lenguaje, que es el del toreo. Lo cual es cierto de todas las artes: no se puede escribir sobre pintura —quiero decir: transcribir en palabras la pintura—, ni pintar sobre literatura, ni hacer escultura sobre música. Pero es más cierto aún en el arte del toreo (aunque ¿no estoy acaso escribiendo sobre eso?) porque no se parece a nada distinto de sí mismo. La música se puede comparar al canto de las aves o a los rumores del soplo del viento; la pintura, figurativa o abstracta, reproduce los modelos que hay en torno: personas, paisajes, atmósferas; la danza imita, estilizándolo, el movimiento… etcétera. Pero ¿a qué se parece una media verónica? Sí, me dirán: precisamente al gesto de la Verónica limpiándole a Jesús la cara con un paño, camino del Calvario. Sí: pero ese nombre se inventó, precisamente, para poder hablar de esa cosa inefable que es una media verónica (o, si a eso vamos, una verónica entera). O ¿qué hay en la naturaleza que pueda haber inspirado un pase natural ligado con uno de pecho?
Y no lo voy a describir aquí para el lector que no lo haya visto nunca. Le digo que vaya a verlo.
Venía diciendo que en esa tarde azul de septiembre en Barcelona toreaba José Tomás como en sus mejores tardes: silencioso, inmóvil, inverosímilmente despacioso. El crítico Barquerito, que es el mejor escritor taurino de España, dijo que había toreado “con rara perfección caligráfica”. Es cierto: la caligrafía —la china, la japonesa: las que siguen siendo un arte manual— tiene mucho que ver con el terso dibujo, a la vez aplicado y soberanamente libre, del toreo de José Tomás. Yo mismo he escrito alguna vez que este torero torea como los arqueros zen del Japón practican el tiro con arco: no apuntan, ni disparan, sino que dan en el blanco: abandonándose. También he dicho —porque sobre este torero he dicho muchas cosas, contradictorias muchas veces— que su toreo de entrega y de abandono de la voluntad es el de un estoico ascético y el de un poeta místico: he comparado sin rubor sus silenciosos lances de capote y sus lentísimos pases de muleta con los versos sonoros y a la vez inaudibles, de una intensidad que va más allá del oído, del Cántico Espiritual de san Juan de la Cruz. Toreo espiritual: el alma del torero rendida en cada pase, en cada verso. Toreo irreal, y que para quien lo mira parece físicamente imposible: pues se pone en tal sitio este torero frente al toro, muy adentro de lo que en términos taurinos se llama “el terreno del toro”, que resulta increíble que a cada embestida no lo parta ahí en dos la guadaña de las astas. A menudo lo hace. Como los grandes místicos cristianos marcados físicamente por los estigmas de la Pasión, a fuerza de cornadas José Tomás está hecho un Cristo.
(Los aficionados a los toros somos también aficionados a la exageración y a la hipérbole. Pero ya les digo: vayan a verlo).
El toreo, sin embargo, no es cosa hecha por un solo torero, por raro y excepcional que sea. No voy a extenderme sobre el estetizante pero poco profundo Juan Mora, ni sobre el denodado pero torpe Serafín Marín, compañeros de José Tomás en esa última corrida de Barcelona. Sino sobre los tres que vi la víspera en esa misma Monumental, una tristona tarde de llovizna que se convirtió en noche radiante y prodigiosa. El toreo está hecho de muchas maneras. Y esa tarde, esa noche, con seis toros bravos y bellos de Núñez de Cuvillo y un séptimo también bravo y además nobilísimo de Juan Pedro Domecq, lo hicieron otros tres artistas de diferente son. El poderío insolente de Julián López, el Juli. La armonía exquisita de José María Manzanares. Y, con el sobrero de regalo, el arrebato inspirado de la improvisación de Morante de la Puebla. Una gran corrida de toros, como la hay rara vez. Toda la plaza en pie. Y al final, gente que se tira al ruedo para sacar a hombros a los tres toreros en una turbamulta de oro y luces y gritos y cabezas.
De ahora en adelante, eso los catalanes se lo van a perder.

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