La casa del transformismo

Por: Sergio Álvarez

La fachada desencanta, está abandonada, repleta de rejas, la luz es escasa y sobre el muro que la separa de una tienda vecina está sentado un hombre flaco, sucio y mal vestido que parece empeñado en hacer curso para desechable. La puerta se abre y aparece un garaje oscuro del cual no se ve el final y que se abandona con alegría apenas el hombre de cejas depiladas que salió a abrir indica que hay que cruzar una segunda puerta y tomar por una escalera. La madera cálida de los escalones, la irrupción de la luz y el ambiente festivo que se encuentra después del último escalón empiezan a quitarle al visitante las malas vibraciones. La Casa de Reinas Linda Lucía Callejas no es un lugar amplio ni lujoso ni mucho menos glamuroso, es apenas la mitad del segundo piso de una vieja casona familiar que parece todavía más estrecha porque en el corredor han improvisado un salón de belleza y en la sala del lugar también hay instalado un taller de modistería.



El saludo amable y curioso de los habitantes de la casa, los espejos, la música, las fotos de Marilyn Monroe que tapizan las paredes, los maniquís, los disfraces y los trajes de lentejuelas que cuelgan del aparador de la modistería dan a la casa un alegre ambiente de carnaval y hacen sentir que se entra a un mundo tocado por la ilusión, la fantasía y la magia. Creada en San Francisco, un lejano barrio de Ciudad Bolívar, la Casa de Reinas es una aventura emprendida quince años atrás por Ramón Guevara Salazar, un caqueteño que una vez pudo realizar el sueño de travestirse, decidió multiplicar cuantas veces fuera posible aquel sueño y montó una casa de reinas que ayudara a otros hombres a disfrutar del placer y la aventura de convertirse en mujeres al menos por una noche.

En los últimos quince años, gracias a la Casa de Reinas Linda Lucía Callejas, Ramón ha ganado diecinueve títulos en reinados y concursos de transformismo, ha ayudado a numerosos travestis también a ganar concursos y títulos de reinas y ha conseguido que centenares de prestigiosos abogados, militares, médicos o sencillos padres de familia jueguen a transformarse en mujeres de manera ocasional. Una llamada telefónica o la visita a la casa y una módica suma de dinero pueden conseguir que Ramón o Cuba o Jhon Alex, Samir o Leo, los asiduos de la casa, lleven al interesado de compras, le aconsejen qué uñas, qué pestañas, qué reloj de mujer, qué faja, qué peluca y qué vestido debe comprar para lucir espléndida. Después, en la casa lo maquillan, le enseñan a caminar, a ponerse artificios como brasieres y caderas de espuma y a lucir con elegancia los trajes o los disfraces femeninos.

La Casa de Reinas no tiene horarios y allí cualquier día parece preludio de una gran fiesta, pero si hay una noche especial, una noche donde lentejuelas, tacones y pelucas encuentran sentido y esplendor es la noche de Halloween. Por eso, la casa está llena de agitación, Cuba, el travesti habanero que nos abrió la puerta y que tuvo que huir de la homofobia del régimen cubano, canta a toda voz una canción de Juan Gabriel mientras prepara el vestido que presentará esa noche en Raíces, un bar gay de la ciudad. "Esta mujer me va a enloquecer más que esta canción", reniega Leo que está agobiado porque necesita entregar un disfraz de Faraón que le han encargado y los materiales que compró para confeccionarlo no fueron los apropiados. Mientras Leo reniega, Samir, prepara el disfraz de Peggy con el que intentara hacerle competencia a Mi Bella Genio, que será el disfraz que, si logra sobrevivir al compromiso con el Faraón, presentará el malgeniado Leo.

De pronto, al mirar hacia un escondido rincón de la sala, se descubre a un hombre cercano a los cuarenta años y que vestido con un impecable traje de paño conversa con Leo mientras le ayuda a poner unos botones al disfraz del Faraón. "A ver, mi vida, a sacar esa hembra que llevas dentro", le dice John Alex al hombre del vestido de paño. El hombre mira nervioso a su alrededor, se levanta, sonríe a los presentes y camina hacia la improvisada sala de belleza. El hombre se para frente al espejo, se quita la chaqueta y se acomoda en la silla.

John Alex se afirma en el piso y empieza a echar base sobre el rostro del hombre. A la base le siguen dos tiras de cinta de microporo para realzar las cejas. Las tiras de microporo las sostiene una cinta de enmascarar con las que John Alex empieza a envolver la parte superior de la cabeza del hombre del traje de paño. El calor del lugar y la cinta hacen sudar al hombre que aún tiene puesto el pantalón de paño y los zapatos de oficinista. John Alex le limpia el sudor con un kleenex y sigue concentrado en el trabajo; aplica labial al hombre y le marca el labial con un pincel. "Esto es lo que más me gusta en la vida: maquillar hombres", sonríe John Alex.

"Ten cerradito el ojo mientras te marco las cuencas", ordena John Alex al hombre y le aplica un maquillaje rojo en los párpados. John Alex es un moreno macizo, pero ágil, que maquilla reinas desde los quince años y el oficio se le nota. Se acerca y se aleja del hombre del vestido de paño y retoca con precisión y seguridad. "Te faltan los lentes", le dice Peggy que se ha acercado a ver cómo va el primerizo. "No me asuste al niño", dice John Alex a Peggy. "A la niña", interviene de pronto el hombre del vestido de paño, el maquillaje no solo le está gustando, sino que le ha dado fuerzas para dejar salir la mujer vanidosa que parece llevar años agazapada dentro de él. "Mucho gusto, Ruby", dice el hombre del vestido de paño a Peggy y después vuelve y la abandona para que John Alex le ponga las pestañas postizas.

Una vez acomodadas las pestañas, Ruby se pone de pie, se acerca más al espejo, sonríe como una niña que está por fin haciendo una travesura, se muestra satisfecha, gira y camina por el corredor para estirar las piernas. "Estás quedando como una muñequita", le dice Jhon Alex. "¿Qué, pensaba que no iba a quedar chusca?", contesta Ruby, que cada vez muestra más la uñas de gata. Es claro que quiere dejar atrás los días en que para parecer una hembra debía esperar a que la ex mujer se marchara a trabajar y así poder medirse desde los panties de ella, hasta las medias, los brasieres, los zapatos y los vestidos que él mismo le regalaba. No podía controlarse y pasó tardes enteras desfilando ante el espejo del armario que tenía el cuarto de matrimonio, solo que no tenía mucha gracia porque le daba miedo maquillarse y tampoco había un hombre deseoso que la mirara.

Para ese momento, la Casa de Reinas se ha animado todavía más, el Faraón ya ha hecho su aparición y lo ha hecho con séquito. El secretario que lo acompaña está dedicado no solo a aplicarle pintura dorada en el cuerpo, sino a consentirlo, a brindarle toda clase de cuidados y a satisfacerle los menores caprichos. Superado el afán del traje del Faraón, Leo se ha sentado en la otra silla de la sala de belleza y Ramón lo está convirtiendo en una maravillosa y bravía Mi Bella Genio. Peggy ya se ha puesto la nariz de cerdita y contonea el cuerpo y el sugerente disfraz por la sala mientras una mujer cercana a los cincuenta y que ha llegado acompañada de su pareja y sus hijos se empeña en convertirse en un altivo almirante porque aspira a no ser reconocida por nadie en la fiesta de disfraces a la que ha sido invitada.

John Alex saca un briquet, lo enciende, acerca la punta de un lápiz al fuego y marca con la punta caliente la sombra de los ojos de Ruby. Ruby, que cada vez se siente más bella, sonríe con alegría, con una dulce y cómplice coquetería femenina. "Listo, ahora viene la prueba de fuego", dice John Alex y pide que le traigan la peluca. Peggy acerca la frondosa y rubia peluca que Ruby ha escogido para la primera noche y John Alex la toma entre las manos, la acaricia con los dedos abiertos, la peina con paciencia y cuando cree que está perfecta, la coloca sobre la cabeza de Ruby y la acomoda con fuerza para que ensamble sobre la cinta de enmascarar. Frente al espejo aparece por primera vez una Ruby completamente femenina, se ve preciosa, el maquillaje ha sido un éxito y toda la casa celebra. Pero la alegría de Cuba, de Ramón, de John Alex, de Peggy, del Faraón, del súbdito del Faraón, de Leo y de los demás presentes juntos no logra ser ni un asomo del brillo de vanidad y satisfacción que aparece en los ojos de Ruby.

"Ahora el vestido", ordena Ramón y Ruby, dócil, entra al cuarto de Cuba para vestirse. Ruby se quita por fin la ropa de paño y se queda en calzoncillos. Con esfuerzos y con la tranquila ayuda de Cuba esconde la barriga y se pone la faja. Cuba bromea y consigue que el resto del proceso sea feliz y esté alimentado de ilusión y vanidad. A la faja le siguen un brasier con espuma en las copas, dos pares de medias veladas, un traje negro escotado y los infaltables tacones. "Quedaste súper", dice Ramón cuando Ruby sale del cuarto. "Claro", dice Ruby que, si con el maquillaje estaba vanidosa, con el vestido negro se siente la mujer más guapa y apetecible del planeta tierra.

Después de recibir la orden de desvestirse de nuevo para ponerse unas caderas y unas nalgas postizas, Ruby vuelve a salir al corredor. Camina por el lugar, posa para las fotos, le coquetea al almirante, a los hijos del almirante y acepta los halagos de todos lo que quieran decirle que ha quedado hermosa. Ruby está eufórica, va y viene por la sala superada por una felicidad tan femenina que consigue que todos olviden que hace apenas un rato parecía un aburrido oficinista. Sin dejar de coquetear, Ruby se sienta en el mismo sillón donde estaba pegando botones y empieza a ponerse las uñas postizas con paciencia y dedicación. El Faraón, abrazado a su cortesano, la mira de lejos, mientras Mi Bella Genio cambia de lentes de contacto a ver si el nuevo color le va mejor con el vaporoso vestido que se ha puesto.

Después de recortar las uñas a la medida que le parece apropiada y de ponerse los correctores de nariz, Ruby está completamente lista. Mientras ella sigue coqueteando, a la casa llegan otro montón de travestis, algunos curiosos y un grupo de guardaespaldas cuyo jefe es el novio de una hermosa, joven y delgada travesti que tampoco se cansa de ir de un lado para otro y que le quita un poco de protagonismo a la coqueta y recién descubierta Ruby. Ahora ya no cabe ni un alma más en la Casa de Reinas Linda Lucía Callejas y si alguien dijera que la mejor fiesta de la noche de brujas se va a realizar allí, solo bastaría subirle un poco el volumen a la música para que se formara el más espléndido y divertido carnaval.

Pero en realidad ha llegado la hora de irse. Cuba, Mi Bella Genio, Peggy, El Faraón, El Secretario del Faraón, Ruby y los travestis recién llegados empiezan a bajar por las escaleras. Unos van a trabajar, otros al concurso de disfraces de Theatron, la mayor discoteca gay de la ciudad, y otros van simplemente a divertirse y a disfrutar de las innumerables fiestas y discotecas que celebran el Halloween esa noche de sábado. Es casi medianoche y amenaza con llover, pero nadie se desanima, al contrario, la gritería en la lúgubre entrada de la casa es cada vez mayor y mientras cada cual busca un taxi o se sube en el carro de algún amigo, Ramón mira a los travestis y se siente feliz: tantos años trabajando y tantos afanes por mantener a flote La Casa de Reinas Linda Lucía Callejas tienen sentido cuando ve la felicidad de todos los que ahora lo rodean. Ve a aquellos hombres que han sacado las mujeres que llevan dentro y que ahora conversan, ríen, gritan y sueltan carcajadas y entiende que el sueño está cumplido y que gracias a él y a su Casa de Reinas habrá esa noche, no solo mejores y más sugerentes disfraces en muchos lugares, sino también unos cuantos hombres que podrán descubrir que el cuerpo y la ropa que siempre llevan a diario es también, tan solo un disfraz.