Testimonios

Yo estaba de director de la Dijín

Por: General Oscar Peláez Carmona

Lo primero que recuerdo es que muy temprano mi general Gómez Padilla, director de la Policía, me llamó a mi despacho para que me desplazara cuanto antes a Medellín y asumiera la investigación por el asesinato del coronel Valdemar Franklin Quintero, director de la Policía de Antioquia.

En ese entonces era el director de la Dirección Nacional de Inteligencia. Nuestra misión era perseguir a la mafia, desmantelar la organización de Escobar y demás carteles que estaban sembrando el terror en el país. No era fácil.

Esa mañana, cuando llegué a Medellín y me puse al frente de la investigación por el asesinato de uno de los oficiales que más luchó contra el narcotráfico, comprendí la delicada situación que estaba viviendo el país. No necesité mucho tiempo, ni muchas pruebas, ni muchos testigos, para entender que en ese momento las autoridades estaban penetradas por la mafia. Y además, les había puesto precio a los agentes que patrullaban los barrios: dos millones por cabeza, y en el mes de agosto de 1989, llevaba treinta policías asesinados.

Ese día, mi cuartel de trabajo lo monté en la Metropolitana de Medellín. Organicé una serie de comandos que tenían la misión de meterse en el bajo mundo a buscar información sobre el asesinato y conseguir información sobre los planes terroristas que estaba preparando la mafia. Metimos hombres en taxis, hoteles y barrios populares; en los restaurantes más visitados de la ciudad, los centros comerciales, las terminales de buses municipales, el aeropuerto Olaya Herrera.

Hacia la una de la tarde, se programó un consejo extraordinario de seguridad. Durante esa reunión hice una larga explicación de lo que habíamos podido recoger en la calle y de las pesquisas que teníamos en materia de informantes, que nos llevaban a la conclusión de que la muerte del coronel era un paso en el macabro plan terrorista que había desatado Escobar.

Conocía mucho sobre el tema. Escobar me había declarado objetivo militar y durante el año y medio que en ese momento llevaba al frente de la Dijín había tratado de asesinarme. A tal punto que vivía en las instalaciones de la institución. Mi familia prácticamente estaba encerrada en su casa. Al final del Consejo Extraordinario de Seguridad, se ordenó redoblar la seguridad de las principales personalidades de Medellín. En esa época todo el mundo andaba en carro blindado, con escoltas, con motos. Era una locura total. Los personajes a los que ya no podíamos brindarles más protección tenían que salir del país para que la mafia no los fuera a asesinar.

El trabajo en Medellín continuaba a toda marcha. Hacia las cinco de la tarde realizamos una nueva reunión para evaluar la información recogida. Me comuniqué con el comando en Bogotá y entregué un informe pormenorizado de cada una de las actividades que habíamos hecho y la información que logramos recoger.

Estaba sentado en la silla del despacho de la Policía de Medellín, cuando una de las secretarias me informó que me necesitaban con urgencia. Era el subdirector de la Dijín, que se encontraba en la plaza de Soacha, prestando sus servicios durante la manifestación que allí tenía programada el doctor Luis Carlos Galán.

Sin rodeos me informa que el doctor Galán acaba de ser víctima de un atentado y que está malherido. Me quedé sin palabras. Como suspendido en el tiempo. Estaba aterrado de la capacidad de la delincuencia del narcotráfico para tratar de arrodillar al país. En menos de doce horas habían cometido dos atentados, en ciudades diferentes y contra dos hombres que le habían apostado la vida a derrotar al narcotráfico. Y estaba muy triste, porque nosotros, la autoridad, no habíamos sido capaces de evitar sus muertes. Podía más el miedo, la plata a manos llenas para comprar la información e infiltrar nuestras organizaciones, que nuestra capacidad operativa.

En medio de esa tristeza el teléfono sonó de nuevo. La orden era regresar de inmediato a Bogotá. Pero eran otros tiempos: cuando colgué y averigüé en cuánto tiempo podía estar en la capital, doce horas, entendí lo vulnerables que todavía éramos frente al poder de la mafia. No pudimos conseguir un vuelo nocturno que nos permitiera regresar a Bogotá de inmediato. Fue necesario desde allá coordinar el trabajo de inteligencia para no perder tiempo. No había celulares, ni computadores, ni bases de datos electrónicas. La inteligencia se hacía a mano, en el bajo mundo, buscando las pruebas de la manera más rudimentaria. Pero había que trabajar. A eso nos pusimos.

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