La culpa la tuvo Belisario Betancur. La tuvo él, el hijo de Amagá, el presidente conservador ganador de los comicios del 82 y hermano de veinte hermanos, que cerró las importaciones para favorecer a las empresas y productos internos y al final, la economía quedó mal parada y nosotros, mal vestidos. La política de Belisario a los de clase media nos puso a copiar, a imitar. A los de alta, a contrabandear. A los de clase baja sí los dejó tranquilos con sus Panam. Y por su culpa, el lugar donde nos tocó comprar la ropa, la boutique más refinada, el Silvia Tcherassi del momento, tenía nombre propio: Los Tres Elefantes. Así fue. Hasta cuando aparecieron, como quería Belisario, almacenes locales, criollos, pero con el detalle de tener nombres en inglés: Jeans & Jackets, Shetland, Junior Express, Tiky y el inmortal Spring Step. El único fiel fue Gente Joven.
Pero vamos por partes. Empecemos por la evolución de los jeans que no fue otra que la era gloriosa del contrabando. En materia de jeans, los 80 transcurrieron de la siguiente manera: del Lec Lee al Caribú. Luego al Denim: "Los perseguidos". Y de estos, a los jeans grises, a los Pepe tipo froster, hasta vomitar al final con los anchos, con los de payaso, con los Girbaud que tenían los bolsillos traseros a la altura de las pantorrillas. Así evolucionaron los jeans hasta toparse de frente con algo que dejó un daño irreparable en la sociedad, una secuela, algo a lo que la gente aún no renuncia: los Levis 501.
Para hablar de "calzado sportivo", la cosa empezó con los tenis Croydon: gruesos en la punta para los machos, delgados en la punta para las hembras. Moda que tuvo un fuerte auge en los colegios, en gimnasia, donde la necesidad de los Croydon llevó a otro infaltable buen amigo: el blanqueador Griffin. Que se echaba encima de los tenis sin importar la boñiga de vaca, el popó de perro: al final, los tenis quedaban blancos y relucientes, justo para ser aprobados por cualquier prefecto de disciplina.
Años después, más costosos, pero de colores, llegó, sin licencia, la tercera generación de los Croydon: los Converse. Y se diferenciaban de los Croydon porque estos se dejaron para uso exclusivo de las empleadas del servicio. Llegaron los Converse en amarillo, rosado, aguamarina o los tres al tiempo y se ponían para empatar con los colores de los buzos que nos convertían en pequeñas pancartas publicitarias ambulantes, esos jersey a rayas estampados en la mitad con el nombre gigante de Coca-Cola o de Benetton o a los menos pudientes, de ACA.
Así fue. Por eso digo que por un presidente nos vistió, sin remedio, la industria nacional que, como ocurre desde la conquista, desde la evangelización, utiliza toda su inteligencia para imitar, para tratar de que algo parezca lo que no es. Los adolescentes de la clase media, los arribistas como yo, los que no teníamos ningún tío rico que encaletara unos Reebok en su equipaje de regreso de Disney, ni un primo que viajara a Maicao, Guajira, a traernos unos tenis originales, tuvimos que acudir a la farsa, a los Red Brook. Que eran, pero no eran. O, con la marca de los disléxicos: los Abidas. O nos tocaba comprar los tenis Daríoo, sí, con doble o, para engañar, para hacerlos pasar por un modelo Adidas aunque no lo fueran, aunque estuvieran a un océano de distancia que Belisario no dejaba atravesar. Otros más dignos, agachaban la cabeza, se resignaban y se hacían a unos Hevea o a los famosos North Star. Pero la época fue marcada por los ReeBok, los originales, que eran blancos o negros. Y para las niñas eran de colores o blancos con líneas de colores en la suela y los cordones.
En materia deportiva, los primeros guayos de taches intercambiables fueron los Fastrak, que rompieron el monopolio de los guayos Gol, que eran duros y sacaban ampolla cada vez que uno pateaba un balón Kick Off 32 o Kicker 33. Las mujeres hacían deporte con unas pantaloneticas tipo Zico hasta que, de la mano de la película Fame y de la instalación del centro Therese Leleux, llegaron las calentadoras, ese accesorio que no solo se usaba en los aeróbicos, sino que incursionó en la moda regular hasta hoy, cuando todavía se ven por ahí alumnas de Bellas Artes que lo portan. Ahora bien, en los 80 un factor clave fueron los sacos, los sacos de lana, los sacos de Shetland que, como todo en los 80, tenían rayas, y uno de los complementos más importantes del momento: las hombreras. Ese complemento que servía para verse más cuadradas, menos curvas, con las que las niñas andaban por ahí, como futbolistas americanas sin casco. Un accesorio que produjo un efecto devastador: los hombres no pudimos ponernos más los sacos de nuestras hermanas.
También llegaron las lentejuelas, los chaquetones de jean, las medias de colores, la falda chicle y los tenis de colores. Y todo combinaba. No se sabía cómo, pero todos los colores combinaban: las medias con el cuello parado de las camisas. Los sacos con los tenis. Las candongas gigantes con las bambas y las bufandas. Por supuesto, bufandas Shetland. Y no solo eso. Fue tal el boom de los sacos que se utilizaban de a dos, sí, uno en los hombros y otro en la cintura. Y combinaban.
Luego, abruptamente, a las rayas se sumó otra figura euclidiana: el rombo. El saco de rombo. Las medias de rombos. Y a las medias de rombos había que sumarle su par, su hermano de leche: los mocasines College. Mocasines lenguacorta. Que dejaran ver las medias. Y los rombos. Y el toque de clase: una monedita de un centavo de dólar en el empeine. Todo esto con su pantalón de pana. Pana y prenses. O con jeans baggies. Con prenses. ¡Qué vergüenza!
Así fueron los 80 y sus fiestas: en una esquina, los machos, con la chaqueta descolgada sobre lo hombros, con las manos sobre la hebilla plateada tejana del cinturón, los brazos llenos de "cueritos" y masticando Bubble Gum. Y en la otra esquina, las hembras, con pantalones con estribo, camisas largas amarradas por un cinturón, hombreras, los brazos atiborrados de gummies y masticando chicles Freshen Up.
En materia económica fue una época fecunda para hacerse millonario con la venta y comercialización de laca. De laca para el pelo. Ese fue el producto más vendido de la época. No se habría entendido el copete Alf de las niñas sin laca. Ni el peinado "burbuja". Todo el mundo andaba encopetado. Se echaban litros de laca en sus copetes. Y los copetes determinaban la posición alfa dominante en el matriarcado, dependiendo del largo del mechón, de lo grueso, de lo rojo y lo llamativo que fuera. Pero el mechón Alf no fue inmortal. Tiempo después quedó relegado: "Me voy a hacer la permanente".
Los hombres no salen bien librados en cuestión de peinados. Primero, se usaba el peinado de gel solamente en los lados y seco y esponjado en la testa. Sin patillas. Luego, la carrera parada y un tímido mechón. Finalmente, el peinado más sexual de todos, "el champiñón", el del rapado en la zona baja circundante de la cabeza y una mata de pelo en la parte alta. La semejanza al miembro viril era insoslayable. "¡Cabeza ‘e mondá!", les gritábamos. Me gritaban.
En lo que respecta a los accesorios, los hombres que vivieron plenamente uno de los avances tecnológicos más importantes del momento, el reloj calculadora, por influencia de George Michael llegaron al arete, a esa joya milenaria que se portaba en una sola oreja, y nunca en las dos, porque se convertía en una declaración abierta de homosexualidad. Así éramos. Pero debo reconocer que no todo fue malo. Por ejemplo, nunca nos copiamos en nada a Michael Jackson. Ni a Menudo. Nunca nos pusimos un guante blanco en la mano, ni chaquetas rojas, ni medias blancas, porque para entonces ya había un principio estético inquebrantable: "Medias blancas, pantalón oscuro, maricón seguro". Ese prejuicio nos salvó. Pero lo que no evadimos ni hombres ni mujeres fue la corbata más espantosa que se conoce en la historia de la moda: la delgada corbata de cuero. Yo tuve una. Lo confieso. Una gris. Y me la ponía con tirantas grises, descolgadas, y combinaban perfectamente con mis zapatos Yate imitación Top Siders, grises, que había comprado mientras comía un helado Holanda y hacía cola en el cine para ver Los Gremlins. Solo hasta la llegada de la música house se impuso una nueva moda: el jean, el blazer y una corbata de Mickey Mouse. Hasta allá llegamos. Hasta Mickey Mouse. Eso fue lo que logró el señor presidente con su ánimo de colombianizarnos.