Testimonios

Mi problema con los porteros

Por: Javier Uribe

Están en todas partes. Es inevitable no topárselos. El problema es que, a veces, por alguna circunstancia, la relación con ellos es un desastre. Un testimonio de un hombre que jamás se ha entendido con los porteros.

Aclaro: no soy yo, son ellos. Los porteros, los celadores, los Don Luis —porque todos se llaman Don Luis— quienes me han tratado mal de tiempo atrás. No sé bien por qué. Creo que es porque soy moreno, moreno oscuro, sí, debe ser eso, porque soy mulato igual que ellos: un igual. Debe ser por eso; y les parezco sospechoso, apartamentero, timador. Pero no importa, los perdono. Sin embargo, me permito tomarme una parcelita de libertad para hacer algunas críticas destructivas que son, al fin y al cabo, las más constructivas de todas.

Mi problema con los porteros se resume en que no me dejan esperar en el hall de espera del edificio. Entonces ¿para qué es ese hall? ¿Por qué me toca esperar afuera, en la calle, si hay un hall para eso? ¿Por qué dudan de mí si no tengo corbata? ¿Por qué siempre me toca hablarles asomando la jetica por la rendija del vidrio solo por el odio que le tienen a hablar por el citófono?

Vamos por partes. Hablemos primero de su memoria. Sonará duro, pero la memoria de los porteros, de los Don Luises, es de corto alcance. Al menos conmigo. —¿De parte de quién? —De Javier Uribe. —Sí, que Jaime está en portería (omiten el artículo "la"). No, que no conocen a ningún Jaime. —No, señor, Javier. —Ah Javier, pero como dice Jaime. Sí, que acá en la portería se encuentra Jairo. —No más, señor portero, concéntrese, no es fácil olvidarlo, es Javier, el nombre preferido por los publicistas, el de "Y dónde está Javier" de El Espectador; el de "Javier, tómate la colada"; el de la canción "Yo no me llamo Javier". No es difícil. Y Uribe, pues qué decir de "Uribe", fácil, como el flamante político de los colombianos, el de las mayorías, el gran liberal, el emblemático antioqueño, Rafael Uribe Uribe.

Hay más. No solo se olvidan del nombre, también de la cara, también de la imagen, si uno no es tartamudo, albino o ha salido en la portada de la revista TV y Novelas, nunca lo recordarán. Pasa cuando se corteja a una mujer. No importa qué tan intenso sea el intento por ganar la amistad del portero de la amada, ellos, que las celan, repelen al seductor. Y lo castigan impidiéndoles entrar en su memoria. No importa si se anuncian cada noche, si han ido con mariachis, siguen preguntando de parte de quién, siguen negando que haya parqueadero para visitantes, y se demoran en acuclillarse para dar vuelta a los pasadores de las chapas que quedan —por obra de la ingeniería— en el piso o en el techo de las puertas de entrada, mientras en el centro, la seguridad la pone una tabla.

No sé qué tienen los Don Luises contra mí. Yo los he defendido. Puede sonar demagógico, pero no he hecho más que tratarlos bien y luchar por sus derechos. Cada vez que me piden plata —que es cada semana— se la presto. Cada vez que me piden que les revise la minuta de la promesa de compraventa de un lote pirata sin desenglobar, lo hago con profesionalismo. Cada vez que me consultan por la palabra que les hace falta para llenar el "Rompecocos" del periódico El Espacio, hago mi mejor esfuerzo. Cada vez que me preguntan si tengo un televisor de sobra para ver el mundial, les digo cariñosamente que lo voy a buscar. Cada vez que me preguntan si les puedo regalar el silloncito ese antiguo del Duque de Buckingham que tengo en el estudio, o la litografía de Picasso que cuelga en una de las paredes del comedor, llego incluso a pensarlo.

He ido más allá. He encabezado cruzadas para que los traten mejor, con un único objetivo: que ellos me traten mejor a mí. He implorando que los adultos no permitan que sus hijos los griten desde sus triciclos imitando a tantos adultos de carro grande, impacientes, que llegan pitando al edificio como si fueran a rescatar a un hijo que juega Twister con Luis Alfredo Garavito. He defendido que nos los griten solo porque siempre rompen los huevos cuando ayudan con el mercado. He sostenido, y lo digo delante de ustedes, que los dejen tener su radio transistor para que oigan sus noticias, sus partidos de fútbol y sus vallenatos románticos: para que las horas fluyan más rápido y menos silenciosas. Y promuevo que calienten su café en las mañanas, pues es el producto insignia de los colombianos. Y que prendan fogones y reverberos para calentar sus olletas con el almuerzo del mediodía, aunque todo termine hediendo a comida, a cocinol, y en general, a ellos mismos. (Un consejo: para mitigar el olor a reverbero y tinto de una portería, se recomienda un vasija con hojas de eucalipto y la demolición total del inmueble).

A pesar de todos mis esfuerzos, los porteros insisten en volcarse en contra mía. Y en los momentos cruciales, cuando más los necesito, no entienden lo obvio, lo evidente. No hacen ejercicios simples de asociación. Y entonces, llega alguien un martes, a las 11 de la noche, disfrazado de payaso, y le dice al Don Luis de turno: "Vengo a recoger una nariz de payaso que me dejaron los del 301". "Ah, sí —responden—, acá está, pero el compañero que me entregó el turno no me dijo a quién dársela, me da pena, no tengo autorización". ¿Para quién más puede ser la maldita nariz? ¿Quién demonios podría querer robarse una nariz de payaso?

Ante hechos como estos no queda más que la nobleza, no queda más que seguir abogando por ellos. Seguir pidiendo que en las navidades dejen los propietarios y arrendatarios esa horrible manía de regalarles unas odiosas mallitas con un vino de moscatel y una caja de galletas Carrusel. Eso les maltrata el estómago, les produce hinchazón en el duodeno descendente y les irrita el píloro, por una razón sencilla: nunca toman ni vino ni galletas. Toman y comen otras cosas. Les gustan otras cosas. Sería —señor, señora— como si a usted le regalan una botella de sabajón y un liberal. Su flora intestinal se revelaría. Por eso, regalemos otras cosas, háganlo por mí, para que me traten mejor. Qué tal dinero en efectivo, una ruana, anticonceptivos, baba de caracol, productos Amway, otras cosas.

Mientras sigan regalando vino y galletas, los Don Luises, seguirán viviendo con angustias y les seguirá pareciendo sin importancia entregar esa correspondencia urgente, esa misiva que se espera afanosamente, esa notica que ellos ven sin trascendencia, pero que avisa de la sentencia de divorcio; del ultimátum de la Dian; del resultado del examen del sida, y de esos papelitos que, entre entrega de turno y entrega de turno, se les embolatan.

Propongo desde ya que no los saluden con el pito sino con la mano, como se estilaba antaño, para que así puedan mirarlos después de frente para conminarlos a responder. Porque —todo sea dicho— un rasgo del trabajador de nuestra especie es que no responde. Y los porteros no son la excepción. No responden cuando suena el citófono. Ni cuando se necesita que abran con urgencia. No responden por lo que se pierde. Ni responden cuando desvalijan un carro en sus narices. No responden cuando embarazan a la empleada. No responden, en general no lo hacen, pero, curiosamente, siempre dan la mejor respuesta de todas: la contrapregunta: "¿Luego, el carro no tenía alarma?". "¿Luego, el radio no era de los que se sacaban?". "¿Luego la revista SoHo no viene sin bolsita? ¿Luego, Lady Jazmín no estaba planificando?". Y si se increpan un poco, vienen las evasivas: "Yo a la niña Paola no le miro las piernas cuando sale al paradero". "Lo único que vi fue a la empleada del 201 que salió con el perrito y el televisor, pregúntele a ella". "Como el niño ya tiene tres años yo pensé que podía salir solo". "Como su apellido no es Müller sino Miller, yo le dije al de la pizza que no era acá". Y la respuesta insignia de todo aquél que debe responder por algo en nuestro país: "Ahí sí, como dicen, lo que le diga es mentiras".

Pero bueno, yo los perdono y nos los culpo. Esos hombres armados que prestan seguridad privada, es decir, esas autodefensas, merecen todo mi respeto. Y mi agradecimiento. Y admiro la manera en la que se vengan de la sociedad, de las posturas, admiro la desidia con la que embutidos en su uniforme, su pasamontañas y su ruana, dejan a cualquiera esperando afuera y no en el hall de espera, sin importar quién esté enfrente, cómo hable, cuál sea su carro y cómo se vista. Admiro eso, y esa capacidad de olvidar tantos nombres y tantas caras que no tienen por qué recordar.

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