Carlos Lleras de la Fuente se declara a sí mismo un "vacacionista" empedernido y ahora hace para SoHo no solo un recuento de sus mejores y peores recuerdos, sino que también les da palo a las vacaciones que más odia.
Es curioso que el diccionario de la Real Academia, para identificar a alguien que toma vacaciones, haya aceptado la denominación de "vacacionista" advirtiendo, eso sí, que es una acepción proveniente de Cuba, El Salvador, Honduras y Venezuela, sin que a tanto sabio hispanoamericano se le haya ocurrido otra denominación o haya advertido que esta es castiza. Como el Diccionario Panhispánico de Dudas no tiene duda al respecto, nos hemos acostumbrado a llamar "turista" a quien va de vacaciones, sin que ello sea cierto la mayoría de las veces.
Por esta última razón y porque "vacacionista" no se usa en Nicaragua, resolví recoger el inigualable sabor caribeño de la palabreja y usarla en esta columna.
Solo para reforzar la diferencia con el turista, traigo a cuento al presidente Uribe que pasa sus vacaciones de Navidad y Año Nuevo con las comunidades afrocolombianas del Pacífico y/o las tribus indias del Medio Magdalena cuando podría tomar sus vacaciones con su familia, en su casa (no por ahora en el Ubérrimo, pues la Corte Suprema de Justicia anda hurgando en Córdoba y le podrían caer vecinos aburridores). Pero lo cierto es que quien pasa las vacaciones en su casa, como todos los pobres y la clase media que antes iba al Boquerón, pero ya ni a eso alcanzan, no es turista, aun cuando Tomás y Jerónimo, pongan hamacas en los corredores y salones de la Casa de Nariño.
Yo, durante mis ya numerosos años de vida, fui vacacionista en lugares diversos: el apartamento de La Candelaria donde nací —afortunadamente lejos de Sucre para no poder hacer malas amistades— condenado a jugar a "la tienda" con mi hermana Clemencia, quien era experta en lograr que nuestras tías abuelas compraran todos los pedacitos de bocadillo y trozos de galletas saltinas que les vendía a precios de Carrefour.
La ida al Club Los Lagartos rompía esa rutina comercial que pudo haberme apartado de la academia, con enormes molestias para mi padre. Pero en ese plácido lugar, entonces campestre, la cosa era peor: no podíamos nadar, porque nos habían enseñado por culpa de los griegos (¡Eureka, Euneka!) que los cuerpos de mayor densidad en el agua se hunden y se ahogan.
Tampoco teníamos raqueta de tenis, solo de ping-pong, deporte que, salvo que uno sea chino, aburre en media hora. Pasaba ya entonces las tardes enteras, como "Simón el Bobito", no pescando en el balde de mamá Leonor, pero casi, pues de vez en cuando picaba el anzuelo una carpa, pez lleno de espinas que poblaba el lago del club y que yo devolvía a su morada ante el peligro de que Elvira Gacharná lo fritara y me lo hiciera comer, con grave riesgo para mi vida.
Las vacaciones grandes eran en la granja (de Rafael Salazar), Sumaya (de los Merizalde) o El Redil (de Merceditas Velásquez), en lo que hoy es la calle 170, pero que en los años cuarenta era lejísimos y había que llevar el equipaje en camión, con el árbol de Navidad y los regalos.
Pero el Partido Conservador, generoso siempre como lo demuestra a diario Carlos Holguín Sardi, se encargó de ampliar nuestros horizontes y por dos veces, en 1949 y en 1952, nos obligó, por medios no convencionales, a vacacionar en Miami y México y he de confesar que a mis 12 y 15 años, respectivamente, me aburrí como una ostra en ambos lugares, con novia lejana, pocos amigos y pobres pertenencias, ya que sin magnanimidad alguna los amigos del presidente Urdaneta, que no eran mejores que los de Uribe, nos las quemaron todas para que las vacaciones fueran más largas, y así ocurrió.
Cuando recuperé mi facultad decisoria y gané —honradamente como toca ahora especificarlo— algunos dineros, comencé a planear, al comienzo como todo prímiparo, viajecitos de turismo (París en 72 horas, Zurich en 22, etc.) y ya en la madurez, mis verdaderas vacaciones.
¿Y qué son las vacaciones? Primero, no es ir a donde va el Presidente; segundo, escoger un lugar donde no haya riesgo de que toque ir a la playa ni a la piscina: París, Roma, Salzburgo, Munich, Buenos Aires, Nueva York, Chicago, Verona, Glasgow y otros sitios semejantes, o bien tomar un crucero que toque los grandes puertos del mundo y nunca en St. Kitts St. Thomas.
Yo hago turismo selectivo y ya no aspiro a conocer todas las iglesias de Toscana ni todos los cuadros de Picasso; no dejo de almorzar y cenar bien, ni de alojarme en buenos y carísimos hoteles; viajo en primera, pues creo que lo que ya ahorré es suficiente para mi viuda y mis hijos y asisto a todos los eventos musicales que valen la pena, hasta el punto de que iré al Festival de Música de Cartagena a oír dos conciertos diarios, pagar las altísimas tarifas de los hoteles "en temporada alta" y comer, tan bien como lo permita la gastronomía local.
Hecho maravilloso de antaño eran las vacaciones en Apulo, donde sí podía entrar a la piscina, pues el agua me llegaba solo al cuello (como les está pasando a todos los colombianos que no saben nadar en el mar de la corrupción). Allí, con vestido de baño inglés, bata y chancletas importadas (con las cuales había que tomar la ducha para prevenir hongos e infecciones) y con un submarino que atravesaba la pequeña piscina por debajo del agua y que Eduardo Zuleta Ángel amablemente me devolvía después de darle cuerda, pasé momentos muy gratos aun cuando la tierra templada, que es menos mala que la caliente, tiene también avispas que pican las orejas, duro lance del cual me salvó el señor Gaviria, administrador del hotel que era de los Ferrocarriles Nacionales y padre del futuro gobernador de Cundinamarca.
Habiéndose quemado Apulo nos trasladamos a La Capilla, en el Ocaso, donde no había nada que hacer salvo comer los espléndidos platos que preparaba Madame Daguet, remar en el pequeño lago con cascada y mirar a las Ospina, que eran ambas bellísimas.
La política y la violencia acabaron con esta vida pastoril que nunca nos llevó más allá de lo dicho: ¡qué Cartagena!, ¡qué Miami!, ¡qué nada! En 1949 yo no conocía el mar.
El espacio, siempre el espacio, que la revista me restringe dictatorialmente (pues yo podría escribir diez cuartillas más con deliciosas anécdotas) me obliga a dejar el lápiz, pero me consuela pensar que el que pierde más es SoHo; merecido lo tiene.