Dejé de comer frutas y verduras justo antes de entrar al colegio, hace más de veinte años. ¿Por qué? No sé, pero siempre me han dado ganas de vomitar las cosas que salen de las plantas. Este odio irracional me llevó a consultar la opinión de una psiquiatra, que me pronosticó una fobia y me recetó unas pastillas. En ese momento abandoné la idea de curarme, pues me pareció absurdo empezar a experimentar con pepas.
Resulta que mi fobia está vinculada a mi sentido del olfato: huelo una fruta hasta en el rincón más escondido y, por eso, he tenido que crear costumbres inusuales alrededor de la mesa para evitarlas. En mi casa saben, por ejemplo, que el primer desayuno que se tiene que hacer es el mío. Si por algún motivo hay jugo de naranja, no puedo probar bocado el resto del día. Porque es extremo: me voy de donde esté al ver u oler cualquier fruta. Y si sale en televisión, me toca cambiar de canal.
La psiquiatra me dijo que las personas que tienen fobias suelen volverse asquientas y psicorrígidas. Para mí es inevitable desconfiar de la elaboración de los alimentos en un restaurante, no tengo problema en devolver una bebida con rodajas de limón y soy muy específica a la hora de hacer un pedido.
En este momento, después de haber luchado mucho, considero que no existe un estándar de alimentación. Los médicos me repiten la importancia de las frutas y las verduras, y recalcan que lo más seguro es que tenga graves problemas de salud después de cierta edad. Pero ellos nunca han pensado que de pronto cada organismo tiene una forma diferente de alimentación y que mi cuerpo no puede siquiera tolerar.