Ilustración: Luis Carlos Cifuentes/ Fotografía: Ignacio Umaña

Testimonios

Odio a Stallone

Por: Pablo Simonetti

Debo reconocer que me emocioné con Rocky, la primera película. Hasta hoy puedo tararear la música que acompañaba al boxeador en sus entrenamientos. También yo quería encontrar mi propia escalera para subirla a saltos elásticos, una que me permitiera demostrar cómo me superaba a mí mismo. Pero bastó la segunda película de la saga para caer en la cuenta de que se trataba de un anhelo torpe e ingenuo, ese american dream que tanto nos molesta a los suramericanos.

Hay tantos aspectos de Syl que me desagradan: su rostro y su cuerpo, desde ya. Ambos hipertrofiados, contusos, pulposos. Si hasta el pelo se alza en una ola rotunda, barnizado con algún abrillantador. Su cuerpo halterofílico de poca alzada encarna el desenfreno del deseo y el consumo —de anabólicos en su caso—, pero fue presentado en su época como un modelo heroico del sexo masculino. El tesón ciego, la bravura, lo macho de sus personajes obtenían su mejor representación icónica en ese cuerpo que se desbordaba más allá de sí mismo. Y qué mejor que viniera coronado por un rostro deforme de mirada bovina. El mensaje subliminal que seguramente deseaban emitir los productores era que un vaca podía ser un héroe.

Debo reconocer que me emocioné con Rocky, la primera película. Hasta hoy puedo tararear la música que acompañaba al boxeador en sus entrenamientos. También yo quería encontrar mi propia escalera para subirla a saltos elásticos, una que me permitiera demostrar cómo me superaba a mí mismo. Pero bastó la segunda película de la saga para caer en la cuenta de que se trataba de un anhelo torpe e ingenuo, ese american dream que tanto nos molesta a los suramericanos. Se puede alcanzar el sueño de una vida sin la necesidad de convertirse en un monstruo. Es tan gringa esa idea de que para lograr la fama —porque el prestigio, al menos a Syl, lo tenía sin cuidado—,es necesario transformarse en una especie de arma del oficio, un arma que no sabe hacer nada más que disparar hacia un único blanco, incapaz siquiera de querer a lo suyos.

Rambo, su segunda retahíla de películas, terminó por encerrarlo en el papel de hombre aguerrido, al que no le vienen con cuentos. Una machofilia enfermiza que rezaba: si quieres sentirte hombre de verdad no basta con golpear al otro hasta noquearlo, es preciso que lo revientes a punta de metralla. Así es como nunca más pudo sacarse la etiqueta en forma de bandana de su frente, convertido en una especie de Kem todo terreno, un muñeco plástico con voz lentificada como la mejor representación de tanta obviedad.

Esta burda iconografía también iba acompañada de malas actuaciones y de un mal gusto supino. Nuevamente, el varón visto como un ser torpe, poco sofisticado, animalesco, incapaz de un gesto sutil en pantalla o de una elección refinada en su casa. Tuve el morboso privilegio de ver la mansión de Syl en una revista Arquitectural Digest y no me defraudó ni siquiera con las rocambolescas chapas de las puertas. Se le podía ver vestido de traje violeta, dentro del que apenas cabía, en medio de una habitación donde el dorado, las borlas, las columnas y las réplicas escultóricas cantaban las loas de la vulgaridad, con tanta devoción como él antes las había cantado en sus actuaciones.

Sin embargo, todas estas indignidades palidecen frente a su exaltación de la violencia. Sus personajes constituyen, sin la menor duda, una proyección de una parte del alma popular norteamericana. Así es que Syl no es el único culpable de haberse transformado en el repulsivo promotor del fin de la convivencia cívica. Él es un producto de su tiempo, de los setenta, quizás la década de mayor violencia solapada en los Estados Unidos. En sus ciudades la delincuencia y la represión policial crecían sin control; en Vietnam, el napalm regaba su crueldad, y el gobierno se prodigaba en su apoyo a las dictaduras latinoamericanas, por solo mencionar algunas aristas de un fenómeno que alcanzó a todo el mundo. Nada más en Chile, el gobierno de Nixon apoyó el asesinato del general en jefe del Ejército para producir caos y evitar la ascensión de Salvador Allende al poder, financió huelgas, dio apoyo económico y logístico a los golpistas; y el de Ford sustentó diplomáticamente al régimen de Pinochet por años, a tal punto que Kissinger —oprobioso ganador del Nobel de la Paz— le ofreció disculpas al general de los anteojos oscuros por darle vuelta la espalda a fines del 76. Concebida por sus líderes como una "escala" de violencia, la década de los setenta no podía aspirar a nada más que a la crudeza y a la fealdad. Así es como llegó a configurarse el fenómeno de masas en torno a Stallone. Un actor cuyos bolsillos se hincharon tanto como su cuerpo, gracias a la grotesca personificación que hizo de su país y de su época.

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