Lo que aprendí de... las mujeres

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Lo que aprendí de... las mujeres

Por: Santiago Gamboa

"Las batallas con las mujeres son las únicas que se ganan huyendo", decía Napoleón.

Debo aceptar que en esto el prodigioso corso sí que se excedió en sabiduría, incluso dejando regado a su cuasi contemporáneo Soren Kierkegard, que odiaba a las mujeres y por lo tanto sus apreciaciones son menores, pues no se debe teorizar sobre lo que se odia.
Napoleón, que era un hombre bajito y por lo tanto presuntuoso, sí dio en el blanco. Por eso toda idea que aspire a hacer jurisprudencia sobre ellas, su intelligere o modus operandi (no fornicandi) debe llegar, final o fatalmente, a la premisa universal del que quedó segundo en Waterloo, que es un modo de decir: llegar al silencio o a la lejanía.

No sé si estoy siendo claro. En realidad lo que he aprendido de las mujeres es que los hombres pocas veces las hemos comprendido, y por supuesto no aspiro a ser el primero, faltaría más. He aprendido, como ya dije, que a Kierkegard se le fue la mano, que Tolstoi fue un machista desaforado, bulímico de hembras; que Elena de Troya, si hubiera vivido en nuestros días, le habría dicho a su esposo el rubio Menelao: "Quédate con tu melena, o menéatela, pero no seas intenso, déjame vivir mi arrebato con París", aunque sin Guerra de Troya la humanidad no sería lo que es; también he aprendido que Madame Bovary tuvo razón en ponerle cuernos al marido y luego suicidarse, pues las frases que más repiten las féminas en las controversias de pareja son: "No sabes quién soy", "no me conoces". ¿Pero quién podría conocerlas? Conócete a ti mismo, esculpieron los sabios griegos en el templo de Delfos, ardua tarea. Y por supuesto aprendí que el bolero Contigo aprendí es tan solo una sucesión de frases vacías en las que no cree ya nadie.

Lo que es verdad universal, en cambio, es que las mujeres se maltratan entre sí de un modo perverso, pero siempre entre sonrisas. ¿Quién nos contará el peor chisme de una mujer? Su mejor amiga, no hay duda. Por eso prefieren la amistad de los hombres, que son su presa, con especial atención al amigo gay, que es perfecto: una mujer que no les compite. Con él pueden, de verdad, abrir su corazón. Hay todo tipo de mujeres, claro, desde las muy normales hasta las extremadamente alteradas. La combinación más peligrosa que conozco es la siguiente: joven, bonita, rica, hija única, bien educada y con padre ausente. Hay otra escuela de pensamiento que, en lugar de padre ausente, completa la tipología con el rasgo: enamorada del padre. Sobre esto no hay acuerdo, pero yo creo que el padre ausente genera más peligrosidad.

¿Cuál es el resultado de esta sumatoria? La receta suele dar un cuadro de mujer elegante y salsómana, malgeniada, generosa de entrepierna sin llegar a casquifloja, estructurada políticamente y con preocupación social, potente entre las sábanas, despilfarradora, segura de sí, amante de los deportes de riesgo y las locuras amatorias, pero asesina con quien comete el gravísimo error de provocarle amor. Es fácil reconocerlas a la hora del desayuno, pues no están acostumbradas a tomar el café caliente. ¡Que la humanidad o quien sea las espere! Los hombres las adoran y eso lo toleran, pues se dejan querer, pero escapan como un ciervo asustado en cuanto sienten amor, pues las hace frágiles. Son "abandónicas". Es común enamorarse de ellas a primera vista, que no es más que la súbita percepción de que alguien puede destruirnos. Cuando uno entra en su radar ya está atrapado, a punto de caer al abismo y romperse la madre, y por eso debe, si aún puede, correr sin mirar atrás, saltar por una ventana, acelerar. Pero ellas huelen el miedo, como los perros, y aprietan con más fuerza si ven que uno quiere escapar, pues son ellas las que asestan el golpe. Dios santo, he visto a sus víctimas y se me oprime el corazón: hombres ojerosos llorando en los bares; seres perdidos y sin rumbo, pateando latas por las calles, intentando suicidarse con pistolas de agua cargadas de vodka, haciendo el ridículo con amigos o colegas, cayendo en furibundas anorexias, escribiendo poemas de Neruda y pidiéndoselo a antiguas compañeras de colegio, en fin, algo horrible.

En el terreno laboral aprendí que las mujeres trabajan más, se concentran mucho y no duermen siesta. También que un hombre debe evitar tener de jefe a una mujer, sobre todo si esta desea demostrar que sí puede cuando nadie la está poniendo en duda, momento en el que hay que dejarlo todo y huir por los tejados. O cuando cobra las maldades de sus novios o ese capricho de la naturaleza que hizo que fueran ellas las que tuvieran la regla y el nada despreciable esfuerzo de la procreación y los dolores del parto, y por eso casi siempre acaban echándolo a uno a la calle o, como se hace ahora, aceptándole la renuncia. He aprendido, en suma, que toda relación con una mujer es por definición imperfecta y que la máxima aspiración, muy a largo plazo, es que se convierta en un lento y placentero proceso de paz.

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