Como detesto cualquier culto a la tortura y a la muerte, y más cuando este es motivo de jolgorio y diversión, es obvio que abomine el asunto de la tauromaquia y, por consiguiente, el autodenominado traje de luces. Sin hablar, claro está, del mal gusto de esa música tan pegachenta llamada pasodoble ("fiel surtidor de hidalguía", ¿habrase visto semejante horror?) y del detestable espectáculo que ofrecen esos taurófilos criollos que se juran chapetones...
Dicen los que saben que el inventor de este despliegue de lentejuelas, bordados y florituras propias de una recolectora de tabaco fue un tal Joaquín Costillares, empleado de un matadero de Sevilla (y después los taurófilos hacen pucheros cuando diferencian su faena con el oficio de matarife... son lo mismo, vienen del mismo sitio). Con el paso de los tiempos el traje evolucionó hasta adquirir su macabro y ridículo aspecto actual. Es casi tan incómodo como estar enyesado de pies a cabeza, y dicen los entendidos que esta vestimenta no le ofrece casi ninguna protección al torero. Además, las únicas tallas disponibles son como para un parvulario de anoréxicas, así que ahora también me parece un pleonasmo aquello de Los Enanitos Toreros. Me cuentan que el traje básico, si es nacional, se consigue por cinco millones de pesos y si lo hacen en España cuesta unos doce millones de pesos, y que un equipo completo, con todo y capote, para estrenar, llega a los quince millones si es nacional y se eleva a los veinticinco millones si lo traen de España. Además de feo, carísimo.
No me interesa debatir el tema del valor del torero ni el arraigo milenario de la fiesta brava, ni discutir si todo eso es un arte. Sencillamente este traje ha sido, para mí, un sinónimo de sadismo. Bueno, de sadomasoquismo. Porque haberse puesto semejante sucesión de corsés así fuera durante los quince minutos que duró la sesión de fotos no solo fue un insulto a mis principios, sino también una verdadera tortura física.