Una noche en el San Vicente de Paúl

Por: Patricia Nieto

Si hay un hospital donde se desarrolle cada noche la recia lucha entre la vida y la muerte, es el San Vicente y su servicio de urgencias, en Medellín. Crónica de médicos y enfermeras valerosos que insisten en privar a la muerte de lo suyo. La voz metálica de la puerta que se arrastra es un grito. Los guantes calzan las manos heladas de las mujeres apuradas hacia el cuerpo ensangrentado. Un chico lívido yace sobre la camilla que entra empujada por dos mocetones. Ligeramente boca arriba, con la mandíbula distendida y la mirada perdida, el moribundo atrae. Las mujeres desabrochan la camisa empapada, dejan al descubierto una herida en la subclávida y aflojan el pantalón por donde ya empieza a filtrarse la sangre. El médico recorre medio salón a zancadas y se va al cuello en busca de señales
de vida. Un gemido hondo es el canto final del muchacho que expira a las 2:35 de esta madrugada de domingo en Medellín.
Un séquito de auxiliares sigue al médico que va detrás de la camilla mientras mira sus dedos untados de sangre. Vuelve sobre el chico y lo contempla como si quisiera devolverle el aliento. Blanco, de facciones angulosas y brazos largos no parece haber festejado sus diecisiete. Un silencio rotundo hace más largo el duelo. El médico ordena que no lo toquen y que lo cubran como se acostumbra con los muertos.
El sabor a cobre que se instala en mi garganta cuando la realidad me abofetea acaba de llegar. El médico lava la sangre de sus manos y no levanta la mirada. La enfermera que lleva una sábana verde me mira, alza sus cejas y contrae los labios como queriendo marcar cuánto le duele la impotencia cuando la vida se va. La sigo en su caminata hacia el cuarto de lavados a donde han llevado el cuerpo. Dos auxiliares y la mujer del aseo, que ya limpió la sangre derramada, siguen mirándolo con un dolor tierno reservado para los niños que se marchan temprano.
Cuando la puerta blanca cierra el cuarto, sobrevienen las vocecitas de las enfermeras que siguen en sus labores. La noche cae con todo su peso sobre Giovanni Restrepo, el médico de ojeras grisáceas, que, siete horas después de iniciar su turno, acaba de perder sin dar la batalla. Descarga su cuerpo enorme sobre un banquito redondo y es ahí, bajo la luz límpida de la sala de urgencias donde noto que aquel hombre fresco, de sonrisa corta, que llegó a las siete de noche con su camisa estampada en tonos marrones, se está trasformando en un trabajador de la madrugada: despeinado, pálido, agotado, con su vestido azul manchado de sangre fresca.

II
El comienzo de la noche no permitió los abrazos con los que se festeja cada cambio de turno en la sala de atención inicial del servicio de urgencias del Hospital Universitario San Vicente de Paúl. Casi siempre tres médicos, tres estudiantes de Medicina de último año, tres auxiliares de enfermería, una enfermera jefe, una aseadora y una auxiliar de ingreso y recaudo se trenzan en conversaciones simples, cálidas y jocosas que entibian el ambiente. Pero esta fue una noche de ceños fruncidos, suspiros y palmaditas en la espalda.
La faena se concentraba en la sala de reanimación donde Cristian, de 22 años, se moría. A través de los cristales solo vi cómo su brazo izquierdo, moreno y fuerte, terminaba en un puño rígido, amarillo. Lo demás era una maraña de cables, tubos, mangueras, bolsas entre la que intentaban moverse médicos, cirujanos, enfermeras, estudiantes, auxiliares. Lina Echeverri, cumpliendo su primer turno como médica en este servicio un sábado en la noche, daba oxígeno al muchacho presionando y soltando una especie de bomba que, pensé, hacía de pulmón. Ligia Delgado, una vez ganó altura trepada en dos escalones, puso la palma de la mano derecha sobre la izquierda, las llevó al pecho del muchacho y comenzó a presionar la caja torácica con el propósito de reemplazar al corazón en su función de llevar el oxígeno al cerebro. Uno. dos. tres. cuatro. cien masajes por minuto. Descanso. Dos series más hasta aturdir el corazón y estimularlo a palpitar de nuevo.
Tras minutos de reanimación el corazón de Cristian volvió a detenerse y otra vez un médico se fue a los masajes. Además del trauma severo en cráneo y cerebro -manifestado en ausencia de apertura ocular, reacciones motoras y respuestas verbales- un derrame de sangre en el pulmón complicaba el procedimiento de reanimación que, de tanto en tanto, mostraba signos alentadores y traía serenidad a la sala de reanimación.
Los gritos de un hombre interrumpieron mi concentración en la ventanita por la que veía a Cristian. Media vuelta y me encontré de frente con un hombre rojo. No bañado en sangre, sino rojo como un tizón todavía encendido. Gemía parado en la mitad de la sala como preguntando el modo de subirse a una camilla sin rozar las sábanas con sus piernas, sus brazos y su cara en carne viva. ¿Estoy bien, estoy bien?, suplicaba mientras que el médico controlaba sus signos vitales y examinaba sus llagas. ¡Ay. yo les tengo miedo a las agujas!, clamaba y alejaba el brazo cuando la enfermera se aprestaba a chuzarlo.
Dijo, mientras que el médico reconstruía su historia, que pasaba gasolina del tanque de una motocicleta a otro, cuando alguien dio start y la explosión lo tiró a la calle. Hablaba entre sollozos y yo no podía creer que de esa boca ulcerada salieran, desaforadas, las palabras.
De ese primer plano me alejó el chirrido de las ruedas de una camilla. Sobre ella, un muchacho inventaba maniobras. Parecía más temeroso de los policías que de las consecuencias de dos puñaladas que le dolían en la espalda a la altura de los pulmones. El Maromero no sangraba. La palidez de la piel marcaba el contorno de los orificios donde los médicos centraban su búsqueda. El muchacho gritaba, se daba vuelta justo cuando el cirujano preparaba el dedo para el tacto que le diría la profundidad de la herida y si el metal había atravesado el diafragma. Entre giro y giro, el médico logró introducir su dedo enguantado por el camino trazado por el puñal y provocó un grito de dolor que retumbó en toda la sala.

A los médicos, el Maromero solo les dirigía lamentos, y a los policías, indiferencia. Ni el nombre, ni la edad, ni el lugar de residencia salieron de su boca. Apenas encontró insultos para quienes lo golpearon cuando intentaba atracar a los pasajeros de un bus urbano en marcha. Como pruebas, los policías atesoraban una bolsa con monedas y a un hombre sospechoso de atacarlo con una lezna cuando descubrió que el Maromero los sometía con una pistola de plástico.
El escándalo del Maromero casi opacó la presencia de un hombrecito menudo y ultrajado que avanzaba por el salón con los brazos en cruz. Las quemaduras en palmas, brazos, antebrazos y axilas le impedían moverlos. Caminó hasta la sala de lavados donde Flor Cardona le quitó sus ropas harapientas y lo sometió a un baño que coincidió con el temblor propio de los quemados. Al lado, Omaira González, de carita redonda y palabras dulces, buscaba el punto preciso para liberar los ojos del muchacho de la motocicleta de la ceguera que le producían las gasas.

Con solo cuatro pasos fui del salón de los quemados a la ventanita para ver a Cristian. Seguía inmóvil. Una manguera introducida por el costado izquierdo evacuaba la sangre acumulada en el pulmón. Era Juan David Vargas, estudiante de último año, quien cubría el turno para masajear el corazón. Uno. dos. tres. cien veces por minuto. Su rostro enrojecido por el esfuerzo parecía a punto de estallar. Lina continuaba apretando el balón y Ligia examinaba la rigidez del abdomen. Durante algunos segundos los tres observaron las pantallas y constataron que el corazón ya no respondía. Ligia anotó la hora de la muerte y pidió que llamaran al papá. El hombre se acercó a Cristian para cerrarle los ojos.
Antes de la medianoche, cuando escuchaba las cataratas de palabras de quien aseguraba traer desde Támesis un hueso de pollo atascado en la tráquea, una patrulla de la Policía se anunció con todo su escándalo. La puerta se arrastró otra vez, y sobre la camilla los agentes descargaron el cuerpo desmadejado de Angelita. Ella, vestida de blanco, apenas abría los ojos cuando la médica le hablaba recio. "Yo no sé qué veneno se tomó", dijo apurada la otra Angelita que la acompañaba.
Esas palabras fueron una orden. La llevaron al cuarto de lavados, la desnudaron, la bañaron con un chorro de agua tibia y luego, le pasaron unas onzas de carbón activado a través de una manguerita directa al estómago. "No me dejen morir", la oí gritar mientras se duchaba. Después la vi vomitar el Campeón y la escuché llamar a sus niños, como lo hicieron las cuatro chicas con crisis de ansiedad que entraron después.
Marlin se anunció con alaridos. Se tiraba contra las cortinas como si fueran muros, sacudía las camillas, abría los grifos, se arrastraba pedía agua y se acercaba para preguntar si estaba linda. "Estás linda", le dije. Y me encaró para que le dijera por qué. No escuchó las razones y decidió buscar que todos los chorros de agua que encontraba a su paso le cayeran sobre el rostro para librarse del ardor, de la locura que le produjo el gas pimienta con que la bautizaron en el centro. Un rato después salió gritando sus pesares y rogando que cayera una tempestad que la limpiara para siempre.
Por un momento me cubrí los ojos con las manos para conjurar tanta intensidad. Cuando los abrí desfilaba por el salón un muchacho del que manaban chorritos de sangre localizados en pecho y cabeza. Caminaba sobre sus Nike y sostenía su morral con la mano derecha. Después solo seguí viendo sus ojos desorbitados, espantados, horrorizados. Tanto tiempo permanecí en ellos que no vi cuando los camilleros pasaron frente a mí con el cadáver de un hombre moreno, adulto, delgado, perforado en el vientre con una botella despicada.
De esos ojos me sacó Ricardo a la 1:35. Un tiro en la cabeza y seis en las piernas estaban a punto de vencerlo. Además de presentar ojos de muñeca, no reaccionar a los estímulos con agua helada en los oídos ni al roce de las córneas con un objeto extraño ni a la presencia de la manguera esófago adentro, y de dejar de respirar espontáneamente durante varios minutos, un TAC confirmó su muerte cerebral. Entonces las enfermeras lo condujeron a una de las dieciséis recámaras separadas con cortinas blancas, lo cubrieron con sábanas y cobijas y comenzaron a suministrarle líquidos, sangre y fármacos para mantener la presión de sus órganos. Me quedé un momento en el gesto severo de su cara y luego en los susurros de sus hermanas y sus sobrinas, que declaraban amores con un llanto tan discreto que pasaba inadvertido en ese lugar tremendamente agitado por las sobredosis, las golpizas, las altas velocidades, las arritmias, las cefaleas, las puñaladas.

III
Apenas un minuto es el reposo del médico que acaba de dejar a su paciente en el saloncito de los muertos. Afuera, una madre joven parece querer rasgarse a gritos. "Que iba con Luis en esa moto -se la oye gritar- que otros dos la alcanzaron y les dijeron que se bajaran -suspira- que el Luis se bajó y echó a correr y que mi niño no fue rápido y le tiraron al pecho y le cortaron una que es como la aorta". Su relato llega hasta el salón donde los médicos callan. "No me queda nada". A esta hora no hay consuelo para una madre tan triste. Su niño está en la morgue cubierto con la sabanita verde y ella suplica que el CTI se apure con las fotos y las huellas. Ella quiere abrazarlo para darle calor porque en este hospital hace mucho frío. Tiene razón. Hace rato que no siento los pies y un dolorcito agudo me sube hasta las rodillas. Ahora las doctoras llevan sacos y las auxiliares medias gruesas. La madrugada entró con furia este domingo 19 de febrero.
Una sirena anuncia otra tragedia. La puerta rasga el cemento. Las camillas rechinan. Ligia y Lina reciben al paciente. ¡A quitarle la ropa ya! Omaira y Flor proceden. No piden carné de EPS. No buscan la cédula. No averiguan nombres. Lo desnudan. Las médicas se acercan a la herida. ¡Precordial! Cada una toma un extremo de la camilla. La impulsan. La conducen por los pasillos blancos que llevan al quirófano de urgencias. Las enfermeras del otro lado lo reciben. Los cirujanos corren. Las mujeres regresan exhaustas y en dos minutos vuelven a sus tareas silenciosas: suturar una herida que rasga la piel de la coronilla marcando una estrella, estabilizar el ritmo cardíaco de un campesino que estrena marcapasos, cuidar al hombre con los labios, la encía y los dientes partidos al que también le falta un pedacito de lengua, controlar los signos vitales de los borrachitos que juntos pa‘ las que sea se cayeron de un tercer piso y ahora solo sufren de resaca, suturar más y más pieles y consolar a un travesti que ha echado a perder sus siliconas en una riña a puñal.
A punto de clarear, en el cielo se insinúa un día despejado. Tomamos tinto en la buñuelería vecina al hospital, pero ni el más amargo logra arrastrar el sabor a cobre oxidado que sale de mis entrañas. Los médicos disfrutan el único descanso de la noche y mientras cruzamos la calle de regreso al servicio de urgencia, ruegan que la próxima hora, la última de su turno, sea de calma.
Ellos vuelven al silencio de las suturas y yo a escuchar los lamentos de las sobrinas que se van quedando solas. Ricardo está muriendo con la misma discreción con que las mujeres de su vida cargan el dolor. Al filo de las siete, cuando ya el salón se inunda con los rostros frescos de los médicos y enfermeros que se despidieron anoche, dos cirujanos vienen del quirófano. El muchacho de la puñalada en el corazón vivirá. Las mujeres se miran con complicidad y sonríen. Ellas se van a casa a dormir y yo a soñar que sostengo un pedacito de lengua en la palma de mi mano.