Woody Allen en plena acción tocando su clarinete. Para verlo hay que reservar con anticipación.

Woody Allen toca clarinete

Por: Texto y fotos : Andrés Felipe Solano

Humorista, cineasta, escritor, pero también músico: Woody Allen tiene una cita semanal con el jazz en el Café del Hotel Carlyle en Nueva York. El cronista Andrés Felipe Solano estuvo allí y lo vio en esa faceta que muy pocos de sus seguidores conocen.

Este es el Manhatthan de Woody Allen: aquí no hay dominicanos, los árboles del Central Park dormitan el invierno a pocas cuadras, una cincuentona camina por la avenida Madison envuelta en un abrigo de piel color marfil, muy cerca un hombre paga 16,99 dólares por una hora de parqueo y hay lunes de jazz en el Café del Hotel Carlyle.

Mientras llega la banda, los comensales, una mezcla de viajeros matriculados en el turismo de élite y algunas parejas avejentadas con cara de vivir a pocas cuadras, ordenan bisqué de langosta, cordero de Virginia, quizás un steak de 14 onzas. Eron, un mesero con más de cuarenta años en el oficio de servir a millonarios y con un acento tan marcado como si acabara de llegar del mar Báltico, ofrece la lista de vinos que incluye una botella de champaña por el valor de un Sedán último modelo. Un gordo alemán con montura de oro gruesa tiene cara de animarse a pedirla, pero su mujer no está de humor para beber hoy. Quiere ver a un famoso director de cine tocar el clarinete, subir a la habitación de su hotel y mañana regresar al principado de donde viene. Una semana más tarde estará contándoles a sus amigas que a Woody Allen se le da de maravilla el saxo tenor —¿o era un fagot? ¿Klauss, qué era lo que tocaba

— y es tal y como sale en sus películas, aunque no le pudo conocer la voz y como siempre ha sido viejo no se le notan los 73 años que acabó de cumplir la semana pasada, más de la mitad vividos en la Manhattan que siempre soñó:

"Me crié con esas películas que te daban cierta imagen de Manhattan y esa es la imagen de la que me enamoré. Crecí en Brooklyn y no asistía a fiestas con gente en el Stork Club, con sus estolas sobre los hombros, saliendo a las cuatro de la mañana y llamando a sus amigos desde un teléfono blanco al lado de sus camas. Donde vivía comíamos linóleo. Por eso cuando me mudé a Manhattan quería que Manhattan fuera así. Quería que la gente pudiera ir al teatro a las 8:40 y después a un gran club y que pudiera caminar por el Central Park". O ir al Café Carlyle a oír jazz los lunes en la noche.

En persona, Allen no defrauda: es bajo, huraño, con la piel de la cara tan delgada como un ala de murciélago, y como todo hombre realmente gracioso parece inconsolable. Esta noche lleva pantalones de pana gruesos color tabaco, camisa mora en leche planchada a la perfección y un saco gris ratón. Verlo en problemas a la hora de sacárselo es lo único divertido que sucederá durante la noche. La gente viene con la esperanza de oírle algún comentario gracioso, como si todavía fuera ese muchacho de Brooklyn que hace cincuenta años se paraba a hacer una rutina de chistes frotándose las manos, pero el director que ha ganado tres premios Óscar mira al público con una mezcla de desdén, cansancio y tristeza y arranca a tocar sin siquiera saludar. En la tercera canción una señora no sabe cómo reaccionar ante el vibrato que intenta Allen, que con esfuerzo saca aire de su cuerpo menudo para hacerlo sonar por encima de las copas y las risas y las órdenes de caviar Caspian Golden Osetra, descrito así en la carta: Históricamente reservado para el Zar y su corte real, firmes huevos dorados extremadamente raros, con un complejo y abundante sabor. El vibrato es un sonido extraño que la mujer no logra descifrar del todo, pero aun así ríe con la inocencia de una vaca rumbo al matadero y se congracia con un hombre que alguna vez dijo: "El eco tiene la última palabra".

2.

Cuando estrenaron Hollywood Ending, el periódico The New York Times publicó un artículo en la primera página informando que solo ocho personas habían comprado boletas para ver la última película de Woody Allen en un cinema del siempre abarrotado Times Square. Hoy solo seis personas han hecho fila para ver Vicky Cristina Barcelona: dos mujeres mayores que aprovechan el descuento para jubilados, un señor enorme con un bastón y un ojo apagado, dos muchachos que seguramente se vieron arrastrados por alguna reseña que hablaba de un beso lúbrico entre Scarlett Johanson y Penélope Cruz, y yo.

El señor del bastón abandona la sala a los cuarenta minutos. Aparte de los créditos blancos sobre el fondo negro de siempre, que juegan con la dolorosa esperanza de una buena película de Woody Allen, y la música de Giulia y los Tallerini, que logró colarse en la banda sonora después de que uno de los integrantes dejó un CD con sus canciones en el hotel donde se hospedaba el director, el filme de cabo a rabo es un intento indefendible por recuperar los tiempos idos. Lo que se anunció con no poca cursilería como una carta de amor a Barcelona se asemeja a una de aquellas películas de porno suave que pasan por algún canal de cable los viernes después de medianoche. Dos turistas norteamericanas conocen a Juan Antonio (Javier Bardem), un pintor con una desbocaba energía sexual y camisa siempre abierta —Allen quería que fuera torero pero le aconsejaron que mejor no por aquello de ser Cataluña la región menos adepta a los toros de toda España— que las invita a pasar un fin de semana en su compañía, y, por qué no, hacer un trío. Eso es todo lo que tiene para ofrecer el hombre que escribió y dirigió Annie Hall, Manhattan, Hanah y sus hermanas, Zelig y El dormilón.

Woody Allen ha confesado su medianía, muchas veces como un sincero lamento y siempre sin un atisbo de autocompasión. En una entrevista para Vanity Fair dijo: "He hecho películas perfectamente decentes pero no 8 ½ (Federico Fellini), o El séptimo sello (Ingmar Bergman) o Los cuatrocientos golpes (François Truffaut), una que para mí sea arte verdadero al más puro nivel. Y una de las cosas que pasan mientras me voy volviendo más viejo es que me doy cuenta de que nunca lo voy a hacer. Siento que ese nivel de grandeza no está en mí. No veo evidencia de ello después de tratar y tratar con honestidad. Quizás no esté en mis genes y estoy resignado al hecho de que no vaya a pasar. Puedo vivir con eso". Allen ha pagado el precio de ser uno de los pocos cineastas independientes en Estados Unidos. Tiene control total sobre su trabajo y por eso mismo carga con el piano de no poder culpar a nadie de sus fracasos, pero aun así, adicto al trabajo como es, estrena una película por año como jugando a la ruleta, con la vaga y cada vez más lejana esperanza de que esta vez llegue la obra maestra.

A la salida del cine, una de las mujeres le dice a su amiga: "Te dije que no viniéramos a ver otra película de Woody Allen. Todas son iguales". Allen ha dirigido más de treinta películas, entre ellas comedias, musicales, thrillers, versiones de tragedias griegas y falsos documentales, pero todas resultan saber a lo mismo. No hay nadie más certero para hablar de su obra que el propio Allen: "Mis películas son como la comida china: te sirven muchas cosas pero todas saben a comida china".

El próximo año las dos amigas y yo, amnésicos, volveremos a ver una película de Allen. Lo que para muchos era un vicio ahora es masoquismo sin atenuantes.

3.

La música de la banda no es buena ni mala, pero así mismo sin un gramo de corazón. Es prolija, para usar una palabra que tanto les gusta a unos argentinos de una mesa cercana, al igual que las últimas tres películas de Allen. Banjo, trombón, trompeta, piano, bajo, todos afinados, con un solo justo, corto para no opacar a la estrella que les da de comer. La batería Ludwig de finales de los años cincuenta color crema cabalga con mesura. Todos sonríen pero tratan de pasar de agache. Tienen claro que si no fuera por su clarinetista estarían tocando en cualquier rincón oscuro de Nueva Orleáns.

Cuando la sesión tiene cara de estarse acabando dejan sobre el escenario al pianista con el banjo y el clarinete. Allen se prepara para un solo. Escogió uno de los instrumentos de viento más difíciles y lo toca con suficiencia pero sin maestría. Podría haber escogido otro instrumento y tocarlo con genialidad. Podría haber desistido de hacer una película por año y dejar que El dormilón reposara tranquilo y sin problemas junto a La fiesta inolvidable. La terquedad que lo llevó a no aceptar ser parte de la maquinaria de Hollywood puede haber terminado por convertirse en su más grande pecado.

El banjo le da la entrada. Allen sale de su letargo, del estado seminarcotizado en el que ha estado toda la noche sin que por ello venza su indeferencia ante todo. Es cierto, cobra vida, pero sin exceso, por supuesto. El sufre de "una clase de depresión leve. No la clase de depresión que te manda al hospital, o que te lleva a matarte o algo así. Quizás sería mejor para mí experimentar los extremos un poco más. Me pondría iracundo o me partiría en dos si alguien me tratara injustamente pero no está en mi personalidad. Mi psiquiatra me dijo hace mucho tiempo: cuando usted vino pensé que iba a ser extremadamente interesante, algo fascinante, pero la verdad es como oír a un contador. Mi vida es muy aburrida". Oírlo tocar podría ser muy aburrido también, pero la verdad causa desazón más que otra cosa. Que toque todos los lunes frente a gente que lo viene a ver como un animal de zoológico no es una tragedia, ni siquiera una gran tristeza, es simplemente confirmar que se ha sentido incómodo desde que nació y que toda su larga lista de películas no han podido hacer nada para librarlo de esa sentencia.

Allen descruza la pierna y se pone derecho sobre la silla. El solo de clarinete toma fuerza, se vuelve poderoso. Dura tres minutos, tres justos y precisosos minutos en los que Woody Allen ha alcanzado el valor del arte probablemente sin que él mismo se haya dado cuenta. Después limpia su clarinete con un trapo verde, lo guarda en el estuche y se va como llegó, sin decir nada.