Alfonso Arango, Napo (Edilberto Castro) y yo somos compañeros de pesca hace diez años. Ese día montamos la lancha en el remolque y salimos como a las cuatro de la mañana. Nos ubicamos al frente del faro de Puerto Colombia y fondeamos como a cuarenta brazas de profundidad, que es donde acostumbra a estar el pargo, la pesca que a nosotros nos gusta. Ahí tiramos el palangre, que es un hilo grueso de nylon de 400 libras con 250 anzuelos cada metro y medio y pedazos de lisa como carnada. Nos demoramos casi una hora en tirarlo. Cuando llevábamos una hora de pesca, yo calculo que eran como las ocho de la mañana, les dije a mis compañeros que se nos estaban metiendo las brisas y el mar se estaba encrespando. Usualmente nos demoramos unas dos horas para recoger el palangre, y cuando estábamos como en la mitad nos dimos cuenta de que el mar ya estaba bien embravecido. Para recogerlo hay que tener la lancha cortando las olas de frente, eso se hace con ayuda del motor. En un momento nuestro motor, que era de 40 caballos, se apagó y la lancha quedó paralela a las olas. Di tú que pasaron unos 30 segundos. En ese lapso dos olas nos habían pegado en pleno y la lancha ya se estaba hundiendo. Como yo estudié en la Escuela Naval sé que al hundirse se forma un remolino que se lo puede llevar a uno. Por eso les grité que nos tiráramos rápido. Yo alcancé a coger un chaleco salvavidas, Alfonso una nevera de icopor grande. De los nervios, Napo no se quería tirar. Me tocó darle el chaleco y yo me fui para donde Alfonso y nos agarramos de la nevera. Dejamos solo una Coca-Cola dos litros, por si nos daba sed, y sacamos todo lo demás.
Eran como las nueve de la mañana y el sol ya empezaba a pegar duro. Desde la distancia en que estábamos, unas diez millas, se veían las montañas pero no la orilla. Ahí se creó el dilema. ¿Será que llegamos?, ¿será que no llegamos?, me preguntaban. Yo les dije que la cosa era para largo y, bueno, empezamos a nadar. Como a las doce, con el sol del mediodía, abrimos la Coca-Cola y nos quitamos los pantalones y arrancamos las mangas de las camisas para poder nadar mejor. Como nos cansamos muy rápido con esos harapos hicimos unas cuerdas para amarrarnos un brazo a la nevera y con el otro bracear. Napo seguía muy nervioso. Yo le fui sincero. "Mira, Napo, hoy no llegamos, llegamos mañana pero cálmate que lo vamos a lograr". Cuando lo dije se alteraron. "¿Cómo que mañana, Mauricio?". Cuando llegaron las olas grandes, se asustaron un poco más. Como yo fui surfista de joven, les enseñé cómo cogerlas para que nos arrastraran más y ahí avanzamos un poco, pero la noche ya estaba encima.
El problema era la orientación. Ya el faro de Puerto Colombia no lo veíamos. Entonces miré pa'l cielo y, como sé que las estrellas se mueven muy lentamente, escogí tres para guiarnos. "Si se me nubla una me quedan dos", me dije. Nadamos y nadamos, pero nos entró el pánico de la noche y fuera de eso nos empezaron a picar las aguamalas. Y Napo preguntaba cada tanto "¿ya vamos a llegar?", "¿ya estamos llegando?", "¿qué vamos a hacer con los tiburones?". Por esa zona hay tiburones, efectivamente. A la medianoche paramos y yo me quedé mirando al cielo. Ese fue el momento de orar. Yo me preguntaba si me iba a salvar, yo que había ayudado a tantas personas cuando surfeaba en el Parque Tayrona. En un día llegué a sacar a catorce personas. También pensaba en mis hijas, en que no las podía dejar solas, pues soy viudo. También pensaba en que no nos la podíamos dejar ganar.
De pronto oímos algo a los lejos. Pusimos cuidado y era el sonido de las olas reventando contra la orilla. Ahí nos animamos. Seguimos nadando. Al rato paramos, me zafé de la nevera y me hundí para hacer pie y ¡tan!, hice pie como a los dos metros. Volví y les dije que nos agarráramos duro porque las olas fuertes venían. En ese estado era difícil, estábamos cansados, adoloridos, quemados.
Nos cogimos todos y llegaron una, dos, tres, cuatro olas. Mientras llegaba la otra me solté de nuevo, me sumergí un poco y toqué suelo. Rápido subí y ¡tan!, una nueva ola nos botó. Dimos un montón de volteretas pero habíamos llegado a la playa. No podíamos caminar. Nos arrastramos hasta la orilla y ahí nos tiramos un rato. Cavamos un poco y nos cubrimos con la arena tibia. Ya estaba amaneciendo.
Pero ahí no terminó la vaina. No sabíamos dónde estábamos y necesitábamos tomar agua. Cogimos entonces unos palos como bastones y empezamos a caminar por toda la orilla del mar. A los cinco minutos encontramos una choza y vimos huellas de carro que subían hacia el monte. Las seguimos y terminamos en una finca. Obvio que el señor que nos vio se asustó. Andábamos en calzoncillos y como unos locos, pero bueno, le explicamos nuestra situación, nos dio algo para beber y nos mostró por dónde debíamos seguir. Como a las nueve salimos a la carretera asfaltada. Empezamos a hacer chance pero todos los carros pasaban derecho. Después de un buen rato pasó un policía de carretera en una moto y paró como a los 50 metros. Le tuvimos que contar que éramos unos náufragos desde esa distancia. Justo ahí pasó un campero Suzuki y como el policía no podía llevarnos a todos le preguntó al conductor y a los ocupantes si nos podían arrastrar. Resultó que eran un cura y unas monjitas y nos llevaron hasta la playa donde dejamos el carro. La escena no dejó de ser rara: nosotros tres en paños menores rezando el rosario con un cura y unas monjas en un Suzuki. Cuando llegamos nos estaban esperando un montón de familiares y amigos. Solo después nos dimos cuenta de que no sabíamos el nombre de los religiosos ni ellos el de nosotros. Todo fue muy extraño.
Eso sí la última discusión que tuvimos fue quién se quedaba con la nevera de icopor porque, obvio, la cargamos con nosotros todo el tiempo. En verdad fue ella la que nos salvó la vida.