Hace seis años tuve un despertar tipo Gregorio Samsa. Abrí los ojos una mañana y me sentí como un repugnante insecto. Supongo que se trataba de una sensación normal luego de perder un semestre en la universidad por segunda vez consecutiva, tener una pésima relación con la familia y estar agarrado con la novia. Me sentía como la más patética e insignificante de las cucarachas y la verdad, esa mañana, pensé que seguir viviendo no tenía sentido alguno. Tomé la decisión más valiente (¿o habrá sido cobarde?) de mi vida: matarme.
Hacia el medio día bajé a la cocina y mientras mi mamá preparaba el almuerzo, tomé sin que ella se diera cuenta el cuchillo más grande que encontré y lo subí rápidamente a mi cuarto. Aseguré la puerta, cerré las cortinas y puse la primera película que tenía a la mano, Entrevista con el vampiro, que ya me había visto como cincuenta veces, y aunque me encantaba ya me estaba comenzando a fastidiar.
Sin más preámbulos me senté sobre la cama, cogí el cuchillo y cuando estaba a punto de cortarme las muñecas, pensé en lo escandalosa y cinematográfica que sería mi muerte. Me imaginé todo cubierto de sangre y me arrepentí pensando en lo jodido que sería limpiar el reguero. Tuve que improvisar otra manera de quitarme la vida. Busqué como loco pastillas raras, mercurio, sogas o algo por el estilo y lo único que encontré, que pensé podría dejarme frito, fue una botella (tamaño familiar) de insecticida. La destapé y probé un sorbo. ¡Sabía asqueroso! Para 'bajármela' completa necesitaba mezclarla con algo... una botella de aguardiente que encontré en el bar. Mi muerte sería perfecta: emborrachándome a medida que me envenenaba.
Nuevamente subí al cuarto y sentado sobre la cama comencé a beber sorbos largos de cada botella. Guaro, veneno, guaro, veneno...
Cuando ya me había tomado media de cada una, me llamaron a almorzar. Aturdido pero consciente, bajé al comedor y sin pronunciar palabra, comí las lentejas que mi mamá había preparado. Regresé al cuarto y mientras redactaba una carta a mis padres y a mi novia, pidiéndoles perdón por haberme suicidado, terminé con el veneno y el aguardiente que quedaba en las botellas.
Mi estómago empezó a calentarse como un horno. Las manos me temblaban, la boca se me dormía y las lentejas también comenzaban a surtir efecto. Es pésima idea comer lentejas después de haber bebido aguardiente, incluso estando sobrio. La barriga me dio vueltas y vueltas hasta que no soporté y vomité como endemoniado. Me sentí tan mal que llamé a mi mamá pidiéndole auxilio. Subió y al ver mi estado, me llevó como loca a la Clínica Santa Fe. Sentía que el agitado camino a la clínica era mi ascenso al cielo, pero desperté cuando sentí un fuerte pellizco en el antebrazo. Estaba ya en la sala de urgencias y me acababan de inyectar un líquido que neutralizaría el efecto del veneno y el alcohol. Duré tres días en observación, pero lograron salvarme. Después del hospital vinieron las sesiones con psiquiatras y psicólogos, hasta el día en que le prometí a mi familia y a mi novia que no volvería a repetir semejante idiotez.
Hoy estoy seguro de que nunca más volveré a intentar suicidarme y si por algún extraño motivo lo vuelvo a hacer, no habrá lentejas de por medio.