No hay forma de entrevistar a Kailash Kalau
Singh, el hombre que no se baña hace 36 años. Primero, porque la
cantidad de tabaco que tiene en su boca no le permite hablar. Y
segundo, porque toda pregunta la contesta con el clásico e inútil
‘porque sí’. Además, Kalau no habla inglés y el señor que tenía a mi
lado, al que podríamos llamar Mi Traductor, lo hace a medias. No
bastando con eso, Kalau habla un dialecto distinto al señor, así que
entre ellos se tienen que comunicar en un hindi mediocre, que ninguno
habla fluidamente.
Tampoco hay forma de llegar sin tropiezos a
Chatav, el pueblo donde vive Kalau Singh, el hombre que se baña hace 36
años con fuego. Porque desde la polvorienta y caótica estación del bus
de la mítica ciudad de Banarés hay que coger un destartalado bus a
Phulpoor, un pueblo de carretera, de donde no hay buses para llegar a
Mangarí, el punto de partida para llegar a Chatav. Por eso uno debe
tratar que una moto lo lleve a Mangarí y después que un niño en
bicicleta lo arrime a Chatav, donde yo pensaba que sería fácil
encontrarlo. Increíblemente, sin embargo, Kalau no es una celebridad en
esta región de pueblos minúsculos.
En cada uno de éstos pueblos
la gente me recibió con miradas insolentes, como si fuera un
extraterrestre o, en efecto, una celebridad. Me tocaban, me hablaban en
dialectos indescifrables, me miraban como si yo fuera una película y
sobre todo se reían de mí sin vergüenza, porque yo era un payaso blanco
que vino de un lejano universo preguntando –foto en mano– por un
granjero que no ha salido de su finca en sus 63 años de vida.
Finalmente
encontré, después de que el niño me botara de su bicicleta en la mitad
de Chatav, un señor que hablaba inglés porque hace 30 años vivió en
Corea sirviendo para el ejército indio. Estaba en una tienda con otros
viejos, también langarutos y despreocupados. Su nombre nunca lo supe, a
pesar de haber estado más de 10 horas a su lado, y por eso acá lo llamo Mi
Traductor.
Mi Traductor era un alcohólico sin escrúpulos, que
se emborracha al frente de todos a las 10 de la mañana y pide plata,
sin reservas, con el exclusivo objetivo de emborrachase hasta caer.
Cuando lo conocí estaba dormido de la rasca y lo desperté, porque
detrás mío llevaba una horda de niños curiosos persiguiéndome.
A
pesar de haber salido de mi hotel en Banarés a las 6 de la mañana y
haber dejado mi maleta en la estación de tren a las 6 y 30, puesto que
tenía un tren a las 12 de la noche, solo pude conocer a Kalau a las 4
de la tarde. Mi Traductor sabía de él, pero nunca lo había visto e
incluso pensaba que era una legenda. Había oído que era un hombre viejo
que nunca había salido de su casa y que tenía siete hijas. Que tenía un
ritual raro con el fuego y que su barba le llegaba hasta el piso.
Después
de un par de llamadas que Mi Traductor hizo desde el único teléfono
público del pueblo, y después de una travesía en moto de media hora,
llegamos a la casa de barro de Kalau, el hombre que no se baña hace 36
años. Lo esperamos, su esposa nos dio té y finalmente llegó, con su
barba recogida en la cintura y una bicicleta vieja pero en buen estado.
Empezamos, realizamos y terminamos la entrevista en diez minutos,
porque, como decía, mi traductor y Kalau no se entendían, y Kalau no
podía hablar.
¿Es cierto que no te bañas hace 36 años? Sí.
¿Por qué? Porque el agua, para mí, no quita los pecados, sino el fuego.
¿Entonces te bañas con fuego? Sí, todas las noches a las 7, después de
fumar opio. ¿Dicen en el pueblo que no te bañas con agua porque estás
bravo con Dios, que solo te ha dado hijas y no hijos? No, yo me baño
con fuego porque no creo en el baño de agua. ¿Por qué decidiste, de
repente, dejarte de bañar con agua? Porque sí. ¿Qué te llevó a tomar la
decisión? Nada en especial. ¿Cómo son tus baños de fuego? Me quemo con
una llama en un ritual privado. ¿Nunca te ha dolido, ni siquiera la
primera vez, hace 36 años? No. ¿No crees que la falta de higiene puede
traerle enfermedades a tus hijas y tu esposa?
Después de esa
pregunta Kalau dejó de contestar mis inquietudes. Se quedó congelado,
en silencio, mirando al horizonte, como si estuviera esperando a que
algo pasara. Pero no estaba esperando. Solo estaba ahí, callado. Y yo,
seguramente porque soy un pésimo entrevistador, decidí no insistirle,
sino quedarme con la idea de que no tengo por qué, en mi obsesión
periodística prejuiciosa, darle razones a las prácticas y decisiones de
Kalau, las cuales él tampoco estaba interesado en revelarme. Es cierto
que el periodismo pretende explicar las cosas insólitas del mundo, pero
hay cosas, sobre todo en la India, que simplemente no tienen
explicación. Y yo no tengo por qué tratar de darles mi interpretación
occidental o, mucho menos, inventármela.
Su mujer dijo que
nunca le había olido feo y que sus prácticas nunca habían sido un
problema higiénico. Y lo cierto es que Kalau, cuya piel parece un
neumático, no huele feo y su casa, como toda casa de un indio, es
impecable.
Por último le pedí que me mostrara la casa y que me
llevara al lago donde se bañó por última vez, hace 36 años, una
anécdota de la que él no se acuerda y ni le interesa acordarse. Me
despedí de él a las 6 de la tarde. Y ahí me encontré, en medio de una
nada sin luz, sin transporte público ni privado, a cuatro horas de
Banarés y a 6 de la salida de mi tren.
Mi traductor me llevó,
después de que lo invitara a una botella de whiskey que se tomó en dos
sorbos, a donde su primo, también un borracho, para que me llevara en
su moto taxi a Banarés. Y, como debí esperarlo, el primo y sus amigos,
todos ebrios, me tomaron como el mejor de los chistes: que no me
podrían llevar, que por qué tenía el pelo largo, que me tenían que
subir el precio, que por qué no tenía saco en ese frío insolente, que
cómo se me ocurrió estar en ese medio de la nada a esas horas. Dos
horas después, el primo, cuatro de sus amigos, mi traductor y yo,
íbamos camino a Banarés, con música a todo volumen y dos botellas de
whiskey que yo, a punto de llorar, había tenido que comprar. En un
momento, en la mitad de una carretera destapada rodeada de potreros
infinitos, pararon para doblarme, una vez más, el precio que me iban a
cobrar. Yo me rehusé y ellos empezaron a gritarme y amenazarme, hasta
que les dije que bueno, que les pagaba las mil rupias (25 dólares, una
fortuna en la India). Después llegó la Policía, que los llamó a todos y
de un momento a otro, sin que yo supiera qué estaba pasando, empezaron
a pegarles con los bolillos. Yo preguntaba qué pasaba, pero no me metí
mucho, por miedo a que me pegaran a mí también. La policía los cogió
presos, dijeron que “me habían salvado de ser absurdamente estafado, si
no violado y secuestrado”, y me llevaron a la estación del tren de
Banarés, que estaba, como todas las estaciones en la India, sucia y
caliente y llena de zancudos y gente dormida en el piso.