Mucho se puede decir sobre el matrimonio en la India, y
May You Be The Mother of a Hundred Sons, el exitoso libro de la periodista gringa
Elisabeth Bumiller,
bota buenos ejemplos. En occidente diríamos que el rol de la mujer en
la India es descriminatorio e inmoral. Pero la verdad es que las
mujeres acá son felices y no se ven de otra forma. El hecho es que el
90 por ciento de los matrimonios en al India son arreglados, y en el 40
son producto de un
dote,
una suma de plata que la familia de la novia paga al novio. El
matrimonio, en todo caso, es una de las instituciones más importantes
en la vida de un hombre o una mujer en la India, y por eso decidí
infiltrarme en uno. Por sorpresa, lo logré en cuatro, todos en la
ciudad media de Bikaner, en el estado de Rajastán.
El
primero, en realidad, no era el matrimonio, sino una de las 10 fiestas
que se hacen en las vísperas. Las familias, que usualmente están
regadas medio país -estudiando, trabajando y demás- se reúnen en el mes
de febrero por más de una semana, solo para celebrar los diferentes
rituales que implica un matrimonio. Tres hombres estaban sentados en la
calle con tazas de té en una actitud abiertamente festiva. Les pregunté
que si sabían de un matrimonio, y en efecto estaban siendo parte de
uno, a la vuelta de la esquina. Y que si quería me podían llevar. Me
recibieron como si fuera el hermano perdido en el primer mundo que no
veían hace 30 años. Me dieron té, galletas, dulces, chocolates; se
pararon, mientras yo, sentado, comía galletas, a verme actuar como si
fuera un show por el que habían pagado. Estaban en la transición entre
los dos rituales del día, en la casa del novio: almuerzo preparado por
su hermana y consagración de ella como madrina del casamiento. Era, en
otras palabras, el día de la nuera o suegra, que en este caso resultó
ser la única persona que hablaba inglés. Después de que me tomaron
fotos y se gastaron las mitad de mi libreta con los mails de toda la
familia, me pidieron, sin eufemismos, que me fuera, porque el ritual de
consagración como madrina, si bien no religioso, era privado, a pesar
de que habían contratado un videógrafo y dos fotógrafos.
Los
indios ahorran la vida entera para esta colorida fiesta. Munis, un
estudiante de medicina que habla inglés perfecto, me vio en la calle y
me invitó, sin razón alguna y de repente, al matrimonio de su hermana,
que se iba a llevar a cabo a las 6 de la tarde. En su moto me llevó al
patio de 30 metros por 50 que estaba decorado con telas de seda en
diferentes colores vivos. Dos tarimas, 8 parlantes, una pista de baile,
una barra de comidas y 7 meseros habían sido contratados. Las niñas
vestían trapos de todos los colores, estaban maquilladas y se había
arreglado el pelo, que casi todas tenían largo y suelto. Los hombres
vestían pantalones de dril blanco y camisas brillantes, algunos con
botones de neón. La música sonaba a reventar, sin importar que los
parlantes se estuvieran estropeando. Yo vestía pantaloneta de baño y
camiseta de algodón de tres días. Y aún asi, me recibieron, otra vez,
con galletas con crema en la mitad y té en leche con azúcar. Después me
sentaron a ver el show de la niñas bailando, que duraría hasta las 4 de
la mañana y del que yo me escapé a las 8, cansado del mismo baile con
la misma canción por una niña diferente.
Además,
iba para el matrimonio de la familia del conserje de mi hostal, que me
había prometido que podía ir a la ceremonia de su primo, que era en la
calle principal de Bikaner. Dos personas se quemaron con pólvora y un
perro fue atropellado en el evento más desordenado y alborotado que he
visto. En la mitad de una angosta calle congestionada con taxis, mulas,
vacas, cabras, perros, micos, motos y carros, una carroza rodeada por
una banda de guerra llevaba al novio emperifollado en trapos brillantes
y un sombrero que lo dejaba pestañear. Y no pestañeaba, ni hablaba, ni
sonreía, como sui fuera a casarse con una mujer que no conocía. La
gente se caía en medio el caos, y él seguía como una estatua en su
enclenque carroza. Lo llevaban para la casa de la novia, donde lo
dejaron con la familia de ella y a donde a ninguno de los otros
invitados -entre ellos yo- dejaban entrar.
En
mi camino al hotel vi un matrimnonio que estaba por terminar. En una
carpa de colores rosados y amarillos con piso de pasto artificial, unos
20 hombres comían arroz y curry con la mano en platos de plástico
decorados con florecitas. Yo pregunté dónde era la fiesta, y ellos,
borrachos, me sentaron para verme comer la comida que yo nunca afirmé
querer. Me molestaron, se rieron de mí, hablaron en hindi por horas
mientras yo me comía el pote de arroz que alguno me sirvió con la mano.
En quince minutos, salí disparado pensado que había estado en un circo
sin mujeres ni animales, sino con machos borrachos que encontraron, al
final de la rasca, un payaso de un país lejano llamado Colombia.
En
ninguno de los matrimonios vi al novio junto a la novia. Tampoco
argollas, compromisos o champaña. De hecho, nunca nadie me supo
responder detalles del noviazgo o la propuesta. El matrimonio en la
India, concluí, no tiene que ver con el amor o la religión, sino con el
copromiso social y cultural que tienen los hombres y las mujeres de
formar una familia.