Empecemos por citar al pensador de la ciudad, Jerry Seinfeld:
“El árbol de Navidad inspira una relación amor-odio. Todo ese tiempo
que uno pasa emperifollándolo, para después botarlo, en la mitad de la
calle, como si fuera una ardilla recién atropellada. La gente tira el
espíritu de la navidad por la ventana como si fuera un borracho de bar.
Se levantan un día, y dicen "¡Dios! ¡Hay un árbol entre la casa!
¡Bótenlo!”.
Diciembre es el domingo del año. Y Seinfeld tiene
razón: enero es el lunes. La gente se pasa el año entero desayunando en
el camino al trabajo, tratando de lidiar con el alto voltaje de Nueva
York. Pero en diciembre, por fin, su obsesión por no perder un segundo
de tiempo ni un metro de espacio, se relaja. Se sientan, finalmente, a
comerse un helado, leer una novela, ver una película o a hablar con un
extraño. En vez de hacerlo todo camino al trabajo.
Toda
ciudad de Occidente, y la mayoría de las de Oriente, se empaca en papel
de regalo en diciembre. Pero ninguna tiene el moño reluciente de Nueva
York. La capital del mundo, la ciudad que nunca duerme, la Roma de la
modernidad. Pero el pulmón que respira el espíritu de la navidad,
también.
El primer árbol decorado con luz eléctrica se prendió
acá. (¿Acaso tiene sentido un árbol de navidad sin luz eléctrica?). Si
Edward Hibberd Johnson no es el padre de la navidad, al menos lo es de
la navidad eléctrica. En 1871, Johnson contrató a Thomas Edison, un
niño genio de 24 años que venía de New Jersey, para que trabajara con
él en la Compañía Americana del Telégrafo. Años después, tras haber
hecho historia juntos, Johnson escribió que, como buen neoyorquino,
Edison almorzaba y dormía en su escritorio. “En seis meses, se había
leído miles de libros y hecho centenares de experimentos”. Uno de
ellos, el bombillo. Juntos, armaron la Edison Electric Light Company,
de la que Johnson era el vicepresidente cuando, en su casa de Midtown,
amarró 80 bombillos rojos, azules y blancos a un árbol de pino. Al día
siguiente, diciembre 22 de 1882, un reportero del
Detroit Post
dijo “ayer caminaba por una de la zonas iluminadas de Manhattan y vi
una cantidad de gente impresionada con un pino iluminado de colores”.
Ese fue el comienzo de una tradición que se regó por el mundo entero y
hoy, todavía, tiene su más imponente expresión acá, en la 51ª con 5ª
Avenida: el Rockefeller Center. Todos los años, desde 1931, el manager
de la división de jardines del Rockefeller vuela en un helicóptero por
el noreste de América buscando un pino noruego que encaje en la plaza
central de este complejo de edificios comerciales que, en el momento de
su construcción, 1929, no tenía precedentes. Aunque el pino cambia
todos los años (este año lo encontró en Connecticut), la estrella de
cristal que se erige en su punta, de 3 metros de altura y 250 kilos de
peso, no. Ocho kilómetros de cable con 3000 bombillos de luz solar
serán instalados en el árbol de 40 metros de altura el 3 de diciembre.
Y así –con su pista de hielo en la mitad–, la Plaza Rockefeller será,
de nuevo, la primera parada de los tours navideños en Nueva York.
Una de las 19 instituciones que hacen parte del complejo Rockefeller es
el teatro Radio City Music Hall, en la 51ª con 6ª. Desde el 13 de
noviembre hasta el 30 de diciembre, cuatro veces al día, 40 mujeres
enfiladas milimétricamente saldrán al escenario con sus piernas
apuntando al cielo y una precisión matemática a dar inicio al show que
reúne a un millón de personas al año desde 1933; hoy en día, por 45,
100 o 250 dólares. Después aparecerá Santa Claus, en un video en
tercera dimensión, volando desde Staten Island, al sur de Mahnattan.
Pasará por encima de la Estatua de la Libertad, el Empire State,
llegará al Radio City y entrará al show más “emocionante que se puede
vivir; un sueño inolvidable que uno no puede superar”, según le dijo al
New York Post Katie Martin, una de las 140 Rockettes que son, según ese mismo artículo del
Post, “más americanas que el pie de manzana y más navideñas que la nieve”. (¿Se puede pensar la navidad en un clima cálido?)
La generalización, como es usual del
NYPost,
es debatible. Porque si algo hace de la navidad neoyorquina algo
especial, es ver al Central Park forrado en blanco, con sus carrozas y
su pista de hielo en la 58, justo en frente del Hotel Plaza, ese que
todos recordamos por una película auténticamente navideña, Mi pobre
angelito II: perdido en Nueva York. “Te puedes meter con lo que sea,
pero nunca con un niño en navidad”, le dice Kevin McCallister a
los ladrones que pretendían robar su tienda favorita, Duncan
Toy Store. La escena, por la que los niños extras recibieron un juguete
cada uno, fue grabada e inspirada en FAO Schwarz, una institución que,
si no es la tienda de juguetes más grande del mundo, es la tienda más
navideña del mundo. “Es un caos contenible, alegre e inocente en el que
los niños, preocupantemente, entran en shock”, escribía Susan Orlean en
diciembre de 1995 en
The New Yorker.
De otra tienda,
Macy’s, se trata Milagro en la calle 34, la cinta de 1947 sobre el
señor que por accidente tuvo que actuar de Papá Noel en del desfile de
Navidad y finalmente, gracias a su insistencia, fue reconocido como el
verdadero Papá Noel. En Remember the Night, cinta de 1940, Lee Leander
es arrestada el día de navidad por robar en una joyería de Nueva York;
el juez la deja libre por la noche y durante la cena Lee se enamora de
John Sargent, el oficial asignado para acompañarla; vuelven a la
ciudad, y después de ser sentenciada, John le propone matrimonio.
Nueva
York en navidad no es solo bienestar. No es solo niños con gorros,
guantes y cachetes rojos montados en un trineo. No es solo Bagel con
chispas rojas y verdes. También es familias sin casa en los
ayuntamientos del Bronx y mexicanos moliendo en una cocina hirviendo en
el Greenwich Village. A eso se refería en el 49 John Cheever en su
cuento “La navidad es una temporada triste para los pobres”. Así como
O’Henry en “The Gift of the Magi”, del 05, en el que una mujer vende su
pelo para comprarle a su esposo una cadena para su reloj, cuando el
señor ya ha vendido su reloj para comprarle a ella una concha de carey.
Pero si la navidad de los pobres se trata de saber evadirla y
olvidarla rápidamente, la de los ricos, naturalmente, se trata de lo
contrario. En la cena navideña, Jerusalén es a ‘la novena’ lo que Nueva
York es a ‘los regalos’. Y de ahí que vitrinear sea uno de los eventos
decembrinos de la ciudad. Las estanterías de Lord & Taylor (en la
5ª con 39) son obras de arte que no promocionan ropa, sino exhiben
hasta qué punto puede llegar la imaginación de la navidad. Entrar a la
tienda, sentir el alivio de la calefacción, ver el techo alto, oír la
música de navidad y comerse un chocolate que le regala en la entrada
una niña vestida de El Cascanueces, es una de las prácticas que uno no
puede eludir en el diciembre de Manhattan. Como también lo es subir al
quinto piso de Sacks (en la 5ª Avenida con 50) y ver a la gente patinar
en la pista del Rockefeller. Dicen, y difícil comprobarlo, que la mejor
vista se ve desde el vestier de mujeres, donde Jacqueline Kennedy se
probaba sus compras en los 70 y hoy lo hace Gisele Bundchen.
Irse
de compras en Nueva York en navidad es una tradición milenaria. Hay que
pasar por la sección de los niños de Macy’s y ver a Santa Claus
prometiéndoles regalos inimaginables a los que hacen la fila. Hay que
comprar una bota de navidad en la feria de Bryant Park, donde también
se puede patinar. Hay que parar en el lounge de Bloomingdale’s a
tomarse un Gin-Tonic viendo Fútbol Americano, el deporte de la navidad
gringa. Hay que entrar a la sección de DVDs de Barnes & Noble y
comprarle uno al papá. Lo mismo que en la sección de billeteras,
sombreros y corbatas de Barney’s. Hay que ver el show de caleidoscopios
en la feria navideña de Grand Central. Hay que olvidarse de que las
cosas cuestan y pensar que cada regalo que uno compre será de esas esos
que uno mira, años después, y le comenta a su esposa: “¿Te acuerdas que
compramos esta licorera en la Navidad del 2009 en Nueva York, antes de
comernos el pato a la naranja en el sitio francés donde el mesero nos
regañó?”
Porque Nueva York sustenta, con argumentos, su rol de
ser la ciudad donde no se cocina en casa. El Panetón milanés en
Grandaisy Bakery, la panadería italiana que sirve el mejor espresso de
SoHo al son de Sinatra, es un ejemplo. O la Bouche de Noël francesa en
Payard Patisserie & Bistro, la chocolatería que
Time Out llamó, en su clásica lista de todos los años, “la primera razón para romper su dieta”, otro. Dice
New York Magazine que
“el desayuno más fidedigno de navidad está en el Gemma”, el restaurante
del Bowery Hotel, en el East Village. Y la tradición dice que la comida
más tradicional está en el Maze, del Hotel London, en el Upper West
Side.
Nueva York es “la ciudad de los contrastes”, según Gay
Talese. Y por eso mismo es la navidad de la diversidad. Los musulmanes
celebran el Festival del Sacrificio, los judíos Jánuca, los indios
Sankranthi, los Puritanos no celebran nada y los chinos poco se dan por
aludidos. Pero así la Catedral de San Patricio (en la 5ª con 50) haga
grandes ceremonias en diciembre, la navidad en Nueva York no se trata
de rezar. Se trata, por ejemplo, de colarse, a lo Ted Kramer (Dustin
Hoffman en Kramer vs. Kramer), a una fiesta empresarial de navidad en
cualquiera de los bares gringos que hay en la ciudad (McFadden's, por
ejemplo) a tomar champaña gratis y de paso conseguir un trabajo para el
año que viene.
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Publicado en Don Juan