Los tunecinos son muy queridos, a pesar
de su desafortunado pasado francés. Y no solo eso: también son
inteligentes. Un Tunecino encontró mi billetera en la mitad del
desierto. Y esta es la historia.
Después de haber llegado a
Monastir -un pueblo en el Mediterráneo que tiene, únicamente, una
hermosa Rábida-, haber pasado una tarde en
Kairuán -una antigua
ciudad Persa que hoy resalta por su inmensa e intacta Medina-, y haber
dormido en Tozeur -otro pueblo al sur de Tunéz donde un niño de 17 años
me estafó al cobrarme 20 dólares por dormir en la lavandería del hotel
que estaba cuidando esa noche-, llegué a Douz, lugar desde el cual
saldría para el desierto del Sahara, a pasar año nuevo.
Una
agencia de viajes me llevó, por 23 dólares, todo incluido, a la mitad
del desierto el 31 de diciembre del 2009 en un camello en celo, lo que
quiere decir que cada 30 segundos sacaba su inmensa lengua para hacer
una maroma incomprensible con sus babas, que, pegajosas y esponjosas,
salataban por medio mundo. En un campamento con unos japoneses que se
fueron a dormir a las 8, un profesor que enseña griego en un colegio
londinense, una familia de 42 españoles y españolas relativamente
borrachos y borrachas, y dos tunecinos que trataban de entender la
tradición de las 12 uvas a las 12 (que los españoles remplazaron con 12
dátiles secos, típica producción de la palma seca del este africano)
pasé el año nuevo. Hizo frío, no hubo trago, la fogata hacía más humo
que fuego, no había música sino tambores y los últimos nos fuimos a
dormir a las 12 y 30.
Al otro día, de vuelta a Douz, por
culpa de esa manía de guardarla en el bolsillo de atrás, boté mi
billetera en el trayecto en camello. ¿Cómo hizo Abdul Ein Habib para
encontrar una billetera en el desierto del Sahara? Simple: por la
fortuna de 10 dólares, Abdul y sus camellos volvieron a recorrer el
camino de 10 kilómetros que previamente habíamos trazado, y después de
tres horas encontró la billetera.
Abdul Ein Habib, un hombre
mueco de 1 metro con 60 que no pasa de los cuarenta, se gana 5 dólares
al día por hacer ese trayecto 5 veces al día, con 6 camellos, un
turbante beige que heredó de su padre hace 34 años y un celular que no
sabe manejar muy bien. Tiene dos esposas, una de ellas en sus treintas,
con la que tiene tres hijos, y otra en sus veintes, que ve una vez cada
dos días. ¿Cómo hace para mantener semejante camada con tan diminuto
sueldo? Por las mañanas se compra 10 pitas por 10 centavos de dólar,
una mantequilla hecha de dátil por 5, los ingredientes para hacer
falafel, fríjoles, tajine y humus por 15 y un paquete de cigarrillos
por 1 dólar. Con eso comen por tres días, hasta que las pitas se ponen
viejas, un pecado en esta tierra de pan. Viven en una casa hecha con
ladrillos de barro, donde cuidan los camellos y donde, en el verano, la
temperatura llega a los 45 grados centígrados.
Desde que le
avisé que había botado mi billetera, Abdul me aseguró que la iba a
encontrar, a lo que yo, naturalmente, repondí con una sonrisa arrogante
e indiferente. Me dejó callado.