Mi mamá, la peluquera

Por: Eduardo Escobar

Salón de Belleza Miami. Así se llamaba la peluquería de la mamá del poeta Eduardo Escobar quien, en su juventud, pasó mucho tiempo ahí, en el que fue el sustento de su familia por mucho tiempo. Recuerdos de un oficio lleno de nostalgia.

A papá le descoyuntaron el esqueleto en la clínica Los Ángeles de Medellín donde lo internaron en una crisis nerviosa causada por el exceso de trabajo en Coltejer, en el departamento de tabulación recién fundado. Una enfermera de mediopelo a mediopalo, según se supo, lo ató mal a la camilla de los choques de insulina que le aplicaban al pobre esos tiempos bárbaros de la psiquiatría, y en la convulsión se despedazó el espinazo.

Los médicos dijeron que no volvería a andar. Pero él era voluntarioso y pudo hacerlo al fin de una intrincada convalecencia. Mamá consiguió mientras tanto, bajo la amenaza del hambre, al cabo de bregas con los abogados del primer nombre en textiles, una magra indemnización, y después de un adiestramiento superficial con una prima suya que se hizo rica refaccionando señoras en la ciudad de la eterna primavera, cargó a Bogotá con el marido inerte y la media docena de hijos en que gastó su juventud, y abrió el Salón de Belleza Miami con un instrumentario de segunda que encontró en un aviso clasificado. La indemnización no dio para más. Quedaba en la avenida Uruguay, calle 32, en Teusaquillo, por donde pasaban suspirando los trolleys que se esfumaron más tarde durante la alcaldía de Andrés Pastrana en una patraña impune hasta hoy como tantas en este país en impunidad perpetua y de patrañas eternas. Yo estudiaba en el Instituto del Carmen de los Hermanos Maristas, que los alumnos vulgares llamaban Instituto del Crimen de los Hermanos Maricas. Era dirigido por el hermano Benito Ramón, un hombrecito rubicundo con la calva sembrada de pecas ocres.

El equipo que mamá compró constaba de un avisito de neón, una palmera verde entre letras azules, tres secadores ruidosos, un rizador del tiempo de Dalila en corto circuito, unas sillas cromadas, dos espejos redondos y miopes y uno de cuerpo entero de cristal de roca que los despistados confundían con una puerta y caían en una refulgente cuarta dimensión. Un primo mío, después del paso falso, llamó de Australia consternado y confuso tres días más tarde; una monja, hermana de mamá, jamás volvió a aparecer porque debió parar en alguna región más patafísica que el país de los canguros.

La clientela que atrajo el aviso del Salón de Belleza Miami, la palmera verde está cabeceando en mi recuerdo, resultó inesperada para la familia de cristianos viejos. Con las excepciones de dos gemelas españolas de ojos color uva, Violeta y Estrella, que hablaban al mismo tiempo hasta por los codos y ante quienes estuve a punto de declinar mis aspiraciones al celibato pues sus rodillas me encandilaban a través de los espejos mientras mamá las pulía, estaba compuesta por un rebaño de judías maduras con extrañas modulaciones del habla, que mamá atendía sin intimar con ellas por escrúpulos de sectaria, reconociendo una turbia singularidad que la incomodaba pero sin hacerse muchas reflexiones, por la reverencia que le inspiraba el dinero y por la necesidad que dicen que tiene cara de perro. Debió ser una lección de vida para esa mujer católica, con seis hermanas monjas, siete con la desaparecida en el espejo sobredimensionado, y que sabía montones de bárbaras historias de condenados, diablos y resurrectos, verse obligada a derivar el sustento para la desgracia de familia que conformábamos de una tribu de polacas sin salvación posible pues negaban la divinidad de Jesús, la infalibilidad del Papa y la inmaculada concepción de María, bases de la continuidad del Universo y garantías de su racionalidad.

Yo tenía nueve años y como hasta hoy, oscilaba entre los deseos de la carne de muchacha y las ansias de pureza con abstinencia de la carne de muchacha. Las rodillas de Violeta y Estrella me perturbaban con sus redondeces, pero al mismo tiempo quería ser santo y me preparaba para entrar al seminario de misiones ilusionado con la imagen del pescador de almas. El destino de las clientas del Salón de Belleza Miami me preocupaba. Me daban lástima esas mujeres obstinadas en errores mortales, destinadas a la condenación eterna, y las miraba sentado en el sofá de rayas amarillas y negras de la espera agitando las flacas piernas y los zapatos extremos del muchacho pobre y bueno aunque libidinoso.

A manera de práctica para la vida de misionero que iba a emprender ideé la manera de atraer al Camino, la Verdad y la Vida a esas infieles que mamá sepultaba en pomadas alemanas y envolvía en plásticos crujientes reprimiendo el espíritu inquisitorial, reticente y resignada pues debía alimentar media docena de mocosos, un marido reducido a la cama, y una sirvienta boyacense, Aurora, que comía como una estrella enana con dientes de oro. Que Dios haya perdonado a esa pobre mujer si es verdad lo que rumoró en las sacristías de la familia. Contaban que mientras le cogía el tiro al oficio mamá realizó un verdadero holocausto en esas matronas centroeuropeas, y que incluso electrocutó a una con el rizador en cortocircuito y ocultó su cuerpo en el mágico espejo de cristal de roca que conducía a la cuarta dimensión.

Entre las clientas de mamá una me interesaba vivamente. Me simpatizaba su donaire al andar seguida por el trasero que no se daba prisa. Doña Judith, la llamábamos en la intimidad cuando comentábamos los acontecimientos del día alrededor de los fríjoles que Aurora preparaba con persistencia maniática. Debía tener cincuenta años, era rolliza pero alta, usaba vestidos de seda de grandes flores que le sentaban pues tenía cuerpo para llevarlos, y tenía una moña que aumentaba su dignidad y su estatura. La moña que mamá desbarataba, bañaba y teñía en el mojador de aluminio como a un animal que daba vueltas en el agua.

La artimaña proyectada para rescatar a doña Judith de las garras del dios volcánico de los desiertos de Canaán consistió en esta simpleza. Hice creer a mi hermana mayor que estaba flojo para el examen de religión, le indiqué en el libro las preguntas que debía hacerme, las que me parecieron más pertinentes, las referidas a la divinidad de Jesucristo, la virginidad de María, y la preeminencia del domingo sobre la superstición del sábado. Ella debía preguntar con voz clara. Y yo respondería como ante un jurado de hermanos maristas. Nos sentamos en el sofá de la espera.

La cosa duró lo que mamá tardaba en hacer de doña Judith una diferente de la que había venido después de enjuagarle la serpiente emplumada de la moña, encresparle las pestañas, sumergirle los dedos en acetona, recortarle las cutículas y poner un toque sangriento en las uñas viejas de las pequeñas manos. Cuando la pasó al secador, cubiertos los hombros con una toalla con el anagrama del establecimiento, Beatriz y yo suspendimos el pío ejercicio hasta nueva orden. El secador ovoide tronaba como una turbina de jet unos tiempos cuando no habían inventado el jet y los aviones de hélice iban espantando vacas por las cañadas y esquivando los alambres de la ropa en los patios de las casas campesinas, y doña Judith se enfrascaba en una revista deshojada y cerraba su corazón a los estímulos exteriores por benéficos que fueran.

Mamá, temiendo perder una de sus clientas mandó a mi hermana a cualquier cosa a la cocina o al último cuarto del apartamento donde mis hermanitos menores se encargaban de heder en catres azules. Yo me quedé contemplando a doña Judith en la escafandra zumbante y sobre la revista maltrecha a la espera de una luz en sus ojos que gratificara mi trabajo de pescador de almas. Pero el milagro de la conversión no se produjo.

En cambio, doña Judith, harta supongo de la sobredosis de doctrina católica que además debía pagar, se miró en el espejo para aprobar el trabajo de mamá, y dijo: "Veo que al niño le gusta la lectura. La próxima vez le traeré un regalo". Y el sábado siguiente apareció en el Salón de Belleza Miami llevando una caja de cartón con una colección de folletines de carátulas idénticas: en un fondo aceituna unos anteojos oscuros con un foco de luz, detrás de los anteojos un rostro semioculto por el cuello de una gabardina, una mano empuña una pistola. Los títulos en amarillo, en letras pesadas, rezaban. Asesinato en la calle seis. Muerte en primavera. El diamante sangriento. Un grito en la noche. Cosas así.

Las aspiraciones a la perfección no me impidieron devorar el montón de noveletas pecaminosas de noches neoyorquinas, ladrones chinos, cadáveres italianos flotando en bañeras de hoteles de lujo, prostitutas de postín con zapatos de charol rojo, que al entrar en el seminario reemplazaron lecturas más edificantes. Un Mártir del Secreto de la Confesión. Fabiola o los Mártires de las Catacumbas. Historia de un Alma de Santa Teresita, Kempis. Y los libros de Emilio Salgari que acabaron de cebarme en el vicio inmortal de leer.

Un tiempo dudé si la bella polaca otoñal comprendió mi trabajo redentor. Si consideró su situación espinosa con la almohada. Si mi catequesis fue como el zumbido de una mosca para ella. Si fue benevolente con el muchacho que fui al pasarle las setenta y dos novelas mefíticas que le habían servido para paliar sus ocios. O el don formó parte de una conspiración de sabias de Sión para disminuir en un pastor los hatos del Vaticano. Ya no importa. Ahora doña Judith es en mí un sentimiento confuso. Un olvido inestable que a veces se me cansa y me devuelve a esos libros sombríos.

Los domingos mamá cerraba el Salón de Belleza Miami. Nos vestía con los mejores trajes, envolvía a papá con sus fajas para mantener la coherencia de las vértebras, y nos arrastraba a una casa situada frente al estadio El Campín. ¿El motivo? La fábrica de chocolate Corona lanzó una campaña publicitaria bajo el lema En el fondo de la taza hay una casa, apoyado por una ilustración burda de acuerdo con la publicidad ramplona de los tiempos. Aparecía los domingos a toda página en los diarios capitalinos. La ilustración mostraba una casa en el fondo de un humeante tazón al carboncillo. Y la promesa de beneficio aseguraba que el cliente, después de beber el cacao más nutritivo del mercado, y de enviar el empaque con su dirección al respaldo, podía dedicarse a una feliz digestión y a esperar la llamada del ganador. Por eso los domingos mamá arrastraba a mi padre entre sus cinchas, y a sus hijos vestidos de gala, incluido el de brazos para conmover al cielo con sus herrumbres intestinales y la famosa inocencia de los niños. Y nos sentaba en el pasto mojado. Y miraba el trofeo de dos pisos con tejas de barro y antejardín con rosas, llena de fe y de esperanza mientras rezaba un rosario que papá le acolitaba de mala gana porque poco a poco la fe se le fue enfriando en medio de las calamidades.

"Quién sabe por qué Dios no te hizo el milagro de esa casa", le dije un día a mamá. "Pero sí me lo hizo". Protestó. Y me contó cómo un primo hermano de papá, Carlos Mario Londoño, un abogado envigadeño que fungía de secretario de Rojas Pinilla, el milico boyacense que dirigía los destinos de la nación (sic), enterado de las desgracias de su pariente y paisano, y de que había llegado tarde con el formulario que le permitiría participar en la adjudicación de las casas que el gobierno daba a través del Instituto de Crédito Territorial, vino por él al Salón de Belleza Miami en un automóvil largo como un submarino azul, lo llevó a las oficinas del ICT, entró sin llamar valido de las atribuciones de su cargo, le dijo al gerente que para el caso no importaba el plazo de la convocatoria, sacó al azar un formato de la montaña de las solicitudes, e integró el de su primo, mi padre, fuera de términos. Una tierna corruptela llevada de la mano de Dios. Quién se quedaría sin casa para que nosotros tuviéramos una. Le dije a mamá, por socarronería. Pero ella no se metía en los caminos de Dios. Ni en las cosas de Santa Rita. Pues mamá remataba los rosarios frente a la casa de chocolate Corona con la misma súplica siempre: Santa Rita de Casia, danos casita. Un estribillo que mi precoz inclinación a las eufonías encontraba cacofónico. A ella no le importaba. El hecho es que cuando recibió la noticia de que habíamos sido agraciados con una casa en el Barrio Modelo, papá dio un brinco que reventó sus arneses de inválido, volvió a trabajar, y mamá dejó de peinar a las hijas de Israel y cerró el Salón de Belleza Miami de tan grata memoria. Ahora me pregunto por las rodillas de Violeta y Estrella. ¿Por dónde andarán? ?