Historias

Pablo Escobar: su vida secreta

Por: Victoria Eugenia Henao. Ilustración: Jorge Restrepo

Presentamos fragmentos del libro Mi vida y mi cárcel, en el que Victoria Henao, la viuda del capo, revela las infidelidades de su marido y cómo este la obligó a un aborto cuando tenía 14 años. Virginia Vallejo no sale mal librada.

A lo largo de los años, Virginia y Pablo han sido foco de atención de los medios de comunicación, que no se cansan de publicar las fotografías, videos y entrevistas en las que aparecen juntos. Es cierto que tuvieron una intensa relación sentimental, pero también es cierto que en ese momento —comienzos de los años ochenta del siglo pasado— él tenía una amante reconocida, Wendy Chavarriaga, y en forma esporádica —según me contaron Jerónimo y Ferney— también estaba con Alcira, reina del café; con la reina de Antioquia; con Luz Ángela, reina de Medellín, y con una voleibolista de Caldas. Y estaba por llegar otra, que haría historia con él: Elsy Sofía, reina de la ganadería. Todas al mismo tiempo. En el otro lado de la mesa estaba yo. (Lea también: Datos de la vida cotidiana de Pablo Escobar que lo van a sorprender)

En ese escenario apareció Virginia, a quien conocí una noche de comienzos de septiembre de 1982 en el Hotel Hilton de Bogotá, en una reunión de Pablo con los congresistas Jairo Ortega y Alberto Santofimio Botero. Mi marido le había hecho caso a Santofimio, quien le había hablado de Virginia y de su influencia en los círculos políticos, sociales y periodísticos de la capital.

Virginia, Santofimio, Ortega, Pablo y yo nos sentamos en una sala del hotel y me limité a escuchar sin emitir opinión. Era lógico, porque a mi corta edad, 21 años, desconocía los vericuetos de la cosa política.

La primera impresión que me produjo fue favorable, la de una mujer inteligente con experiencia en los medios y evidentes contactos en la alta sociedad y el mundillo de la farándula capitalina. No me despertó sospecha alguna como mujer. Él sabía perfectamente que ella podría ser su pasaporte para ingresar a la élite bogotana, la clase que dominaba el país, porque estaba obsesionado con sentarse a la mesa con los cacaos de los partidos políticos tradicionales y ella era el vehículo perfecto para lograrlo.

Tras ese primer encuentro, casi de inmediato participamos juntas en eventos políticos, principalmente en Medellín, cada una en su papel. Considero que no se equivocaron al contactarla porque cumplió con lujo de detalles su rol y en muy poco tiempo se notó que la imagen de Pablo tomó fuerza pública. A ello contribuyó la extensa entrevista que Virginia le hizo en el basurero de Moravia, donde pudo explicar los alcances de su proyecto Medellín sin tugurios, que buscaba sacar a miles de habitantes de ese sector deprimido de la ciudad y regalarles casa en una nueva urbanización. Mi marido se sintió satisfecho porque el programa duró media hora y fue visto en todo el país. No me lo dijo, pero entendí que en retribución dio una gran cantidad de dinero que contribuyó a paliar la crisis económica de la programadora de la que Virginia era socia, que estaba en la quiebra (...).

Planeta acaba de editar este libro con el que Victoria Eugenia Henao rompe su silencio.

Cómo negar que Virginia era una mujer sensual, hermosa, con una linda sonrisa y una inteligencia atractiva, pero me parecía muy obsesiva con la manía de usar la polvera cada cinco minutos porque no soportaba ver su rostro brillante.

Con el paso de las semanas la intuición empezó a indicarme que Pablo podría estar de romance con Virginia porque la asesoría se hizo más intensa y me pareció excesivo que ella apareciera en muchos de los eventos políticos, públicos y privados a los que él asistía tanto en Bogotá como en Medellín. También notaba cierta coquetería de parte y parte y empezó a suceder que Pablo dejaba de hacer lo que estuviera haciendo cuando la anunciaban. Recuerdo que una vez estábamos en una finca en Rionegro y ella llegó con un maletín negro y él se levantó de la mesa donde almorzábamos y se fueron juntos. Y como si fuera poco, mandaba a recogerla a Bogotá en su avión o en uno de sus helicópteros y siempre la alojaba en el Hotel Intercontinental. Ahí estaba pasando algo.

Henao dice que conoció a Virginia Vallejo en septiembre de 1982 en el Hotel Hilton de Bogotá, en una reunión a la que asistieron su esposo y los congresistas Jairo Ortega y Alberto Santofimio Botero.

Justo por aquellos días de comienzos de 1983, mi marido, ya representante a la Cámara y con inmunidad parlamentaria, endureció su posición en contra de la extradición de ciudadanos colombianos a Estados Unidos. Durante la campaña ya había hablado de derogar el tratado suscrito en 1979 entre Bogotá y Washington, y ahora se veía decidido a emprender la lucha frontal contra esa figura jurídica.

El escenario más apropiado para hablar de ese tema fue la nueva discoteca Kevins, inaugurada en febrero de ese año por José Antonio Ocampo, más conocido como Pelusa, su gran amigo. A partir de ese momento, el moderno y lujoso rumbeadero, situado muy cerca del Hotel Intercontinental, se convirtió en el lugar preferido de mi marido, que se la pasaba allá en las noches con sus amiguitas y realizaba reuniones con todo tipo de personajes (...). (Lea también: Galy Galiano El día que canté para Pablo Escobar)

Fue en Kevins donde Pablo organizó el famoso primer foro nacional contra la extradición, al que asistieron más de trescientas personas provenientes de todo el país. Sucedió en la segunda semana de abril de ese año y en la mesa principal, entre otros, se sentaron el padre Elías Lopera, el exmagistrado Humberto Barrera Domínguez, Virginia Vallejo y mi marido. Yo no asistí, pero los medios de comunicación publicaron con cierto despliegue la noticia, y por primera vez un medio de alcance nacional, como la revista Semana, publicó un artículo sobre el evento, acompañado de un perfil de Pablo. El reportaje fue titulado ‘Un Robin Hood paisa’ y era la primera vez que los periodistas de Bogotá se fijaban en mi marido, a la vez que se hacían preguntas sobre el origen de su fortuna.

Según supe luego, el encuentro de Kevins fue un éxito, pero más de uno de los asistentes comentó en voz baja la manera como Virginia y Pablo se coqueteaban. Mi corazonada respecto de que entre ellos había algo seguía latente y habría de confirmarla muy pronto, cuando Pablo canceló abruptamente un paseo a la hacienda Nápoles con Gustavo, nuestros hijos y varios invitados, y dijo que las esposas no podíamos viajar porque él y sus amigos harían una gira política por varias localidades del Magdalena Medio.

La excusa me pareció falsa y se me ocurrió llegarles de sorpresa a Nápoles con las esposas de los contertulios de Pablo y de Gustavo. Todo estaba listo para el viaje, pero en el último momento decidí no ir porque surgieron varias preguntas que me asustaron: ¿Dejaría a Pablo si lo encontraba con las manos en la masa? ¿En qué lugar quedaría mi imagen si se armaba un escándalo? También pensé que no lo iba a dejar si lo pillaba en otra infidelidad. Preferí resguardar mi papel de mujer y señora.

Finalmente, la comitiva de mujeres engañadas, entre ellas una de mis hermanas, viajaron a la hacienda, a donde llegaron pasadas las ocho de la noche de un sábado (...).

La escena que encontraron al llegar era patética: alrededor de la piscina estaban los amigotes de Pablo con varias mujeres en diminutos bikinis, y mi marido con Virginia en el segundo piso de la casa, es decir, en nuestra habitación. ¡Nuestra habitación! (...).

Quedé horrorizada al escuchar el corto relato de mi hermana, que llamó desde el teléfono de la hacienda, pero la comunicación se cortó abruptamente porque Pablo le colgó el teléfono.

De todas maneras, alcanzó a contarme lo que necesitaba saber. No podía creer que Pablo hubiera llegado al límite del irrespeto de violentar nuestra intimidad en la hacienda (...).

Pablo llegó dos días después a nuestra casa en Medellín y obviamente me encontró muy enojada, muy dolida. No quería ni mirarlo porque no podía entender que empezara un romance con una mujer justo cuando él y yo asistíamos muy juiciosos a un tratamiento para quedar embarazada vía inseminación artificial. Hasta ese momento había tenido al menos tres pérdidas y por eso consultamos al mejor ginecólogo de Medellín, Byron Ríos, que nos impuso un duro régimen de citas, varias veces a la semana, a las que Pablo no llegó tarde a ninguna, además de que se le notaban el amor y la decisión de tener otro hijo. Cómo era posible que un hombre, que hacía un esfuerzo tan genuino para ampliar su familia, tuviera la desfachatez de jugármela con otra.

Con todo, los días pasaron y una vez más pasé por alto esta nueva infidelidad, con la discoteca Kevins ahora gravitando en nuestras vidas porque era sabido que unas veces Pablo estaba allí con Virginia, otras veces con Wendy y otras con otras.

En medio de esas circunstancias tan complejas llegó por esos días la buena noticia de que el tratamiento había funcionado y nuevamente estaba embarazada. Pablo se puso muy feliz cuando le conté y me abrazó como nunca porque íbamos a tener otro hijo.

Seguí al pie de la letra los consejos de mi ginecólogo y durante las primeras semanas de gestación no tuve mayores inconvenientes porque además Pablo hizo un esfuerzo por estar ahí, pendiente, aunque era evidente que seguía en las mismas porque no dejaba de llegar tarde, con la desgastada disculpa de que estaba trabajando para darnos todo lo que necesitábamos.

Sin embargo, tuve un gran disgusto al enterarme de que Virginia y Pablo cenaban frecuentemente solos en Kevins. Una vez más, quedé devastada. Por aquellos días el embarazo me tenía especialmente sensible y mi estado de ánimo no era el mejor. La furia que sentí fue incontenible y pese a que el médico me había prohibido conducir, salí corriendo a Envigado a buscar a la tía Inés, a mi paño de lágrimas, a pedirle consejo, a contarle del daño que me causaba Pablo con sus infidelidades, con su falta de consideración. En el trayecto me llevé un gran susto porque estuve a punto de atropellar a un joven. Cuando llegué a la casa de la tía Inés y le conté lo que había sucedido, se preocupó al verme tan desesperada y casi no logra convencerme de dejarla manejar para acompañarme de regreso (...).

Tampoco terminó bien el romance de mi marido con Virginia Vallejo, aunque su relación de más de cinco años tuvo momentos que parecieron sacados de una telenovela. Como en 1987, cuando las revistas del corazón y la farándula empezaron a hablar del matrimonio de la reconocida presentadora de televisión Virginia Vallejo con el ‘empresario’ Pablo Escobar. Uno de los titulares decía: ‘Virginia Vallejo se casa con un millonario’. Ese millonario era Pablo Emilio Escobar Gaviria, mi marido, casado conmigo por la Iglesia y por lo civil. ¿Cómo se iba a casar sin siquiera haberse separado de mí?

Recuerdo que durante ese año Pablo estuvo libre de apremios judiciales porque la Corte Suprema de Justicia había fallado a favor de una demanda contra el tratado de extradición con Estados Unidos y el gobierno no tuvo otra opción que cancelar las órdenes de captura con fines de extradición contra él y varios de sus socios. Eso permitió que durante tres meses de 1987 Pablo estuviera con nosotros en el edificio Mónaco.

La publicación del inminente enlace de mi marido con Virginia me dejó en estado de shock. Era una situación muy humillante porque mis compañeras de colegio y algunas amigas empezaron a llamarme a preguntar si era cierta la noticia. Con poco éxito intenté responder con sarcasmo y me limitaba a decir que Pablo llegaba a dormir todas las noches y aún no me había informado de su nueva boda. Me sentía impotente, llena de ira, desconsolada, frustrada como mujer. La prensa sensacionalista no paraba de especular y durante varias semanas no soltaron el jugoso tema.

Un artículo publicado en un periódico especializado en asuntos del corazón, dijo respecto de Virginia: “Según nos comentó una persona allegada a la conocida animadora de televisión, esta ya se encuentra preparando su ajuar, en el cual ha invertido cerca de un millón de pesos”. Y sobre mi marido aseguraba: “Escobar Gaviria, de recia estirpe antioqueña, está considerado uno de los hombres más ricos de Colombia. Tiene 38 años, se inició en el mundo de los negocios a los 33 y ahora tiene intereses en numerosas empresas nacionales”. Y remató: “Virginia ha aprovechado la imagen que ya tiene y el dinero de su amor para lanzarse a la política”.

Al comienzo fui cauta con él, pero cuando el asunto de las nupcias de la diva y el millonario tomó fuerza, empecé a cuestionarlo con dureza. Pero Pablo, viejo zorro, se defendía:

—Mirá mi amor, no le hagas caso a eso porque lo que quieren es dañarnos el matrimonio. Yo te quiero solo a ti y por nada ni por nadie te voy a dejar.

Cómo le iba a creer si las noticias decían lo contrario. Hasta que un día, cansado de mi cantaleta, se puso furioso y dijo que se iba de la casa.

—Tata, sos exagerada… Me estás molestando por algo que no es real. Inventan eso porque soy un personaje público. Todo esto es una necedad tuya.

Y se fue de la casa durante dos semanas. Qué descarado. Aquí aplica otro viejo refrán, se puso brava mi vecina porque se robó mi gallina.

Pero no se ausentó del todo porque llamaba con mucha frecuencia, porque según él yo le hacía falta.

—Tata, te necesito, eres muy importante para mí, mi amor… Eres mi razón de ser en este mundo.

El enamoramiento de Pablo y Virginia terminó de manera abrupta. No debió ser fácil para ella asumir el rechazo de su amante, que una noche dio la orden de negarle la entrada a la hacienda Nápoles. Según me contaron en las averiguaciones que hice para este libro, ella llegó en un campero con su conductor y uno de los porteros le dijo que no podía ingresar. Eran cerca de las ocho de la noche y ella vestía un traje elegante y zapatos altos. (Lea también: El Dalí de los narcos)

Desconcertada y llorando, se dirigió a la finca de Alfredo —el amigo de Pablo—, situada a ocho kilómetros de Doradal, donde ella y mi marido habían estado en varias ocasiones.

Una vez allí le preguntó a Alfredo si sabía la razón por la cual había orden de no dejarla pasar en Nápoles y él respondió que no tenía idea. Claro que sí sabía: Pablo había confirmado que ella le había sido infiel con Gilberto Rodríguez Orejuela, uno de los capos del cartel de Cali.

Luego, Virginia preguntó si Pablo estaba en la hacienda en ese momento y él respondió con otra negativa.

Alfredo se dio cuenta de que Virginia no tenía dónde quedarse esa noche y la invitó a quedarse en la finca y regresar al día siguiente a Bogotá. También le ofreció algo de comer porque en ese momento estaba haciendo un asado para varios amigos que habían llegado de visita. Ella aceptó y luego de comer carne con papas saladas fue a acostarse. Salió a las siete de la mañana y su rostro reflejaba una mezcla de furia y tristeza.

El secreto que guardé por años

Tuve que conectarme con mi historia y sumergirme en las profundidades de mi alma para tener el coraje suficiente que me permitiera revelar el triste secreto que había guardado durante 44 años. Una noche, en las emociones que despierta escribir y cuando la premura del cierre de este libro no daba espera, decidí abrirle mi corazón a Sebastián, mi hijo. Enterarse de este secreto fue devastador para él, pues tenía la percepción equivocada de que su papá y su mamá habían vivido una relación bastante menos cruel que la que decidí revelarle. Desde entonces, el vínculo que mi hijo sentía hacia su padre no volvió a ser el mismo (...). (Lea también: Herencia maldita)

Le conté a Sebastián que en ese entonces yo tenía 14 años y Pablo, mi novio, 25. Un día me abrazó, me besó, y en ese momento me sentí paralizada y helada del miedo. No estaba preparada, no sentía aún la malicia sexual, no contaba con las herramientas necesarias para entender lo que significaba ese contacto íntimo e intenso. Pasaron tres semanas, y sin imaginar los efectos secundarios muy pronto me di cuenta de que algo extraño me sucedía, pero jamás se me ocurrió pensar que estuviese embarazada.

Días después, Pablo me buscó cuando caminaba cerca de la casa y me preguntó cómo me sentía. Respondí que estaba bien y me pidió que lo acompañara donde una señora. No vi nada anormal en su actitud y un rato más tarde llegamos a una casa en un lugar alejado y deprimido de Medellín.

Casi inmediatamente, una señora ya mayor, que escasamente saludó, dijo que me recostara en una camilla y acto seguido introdujo en mi vientre varios tubos plásticos, de esos que se usan para canalizar venas, y se limitó a decir que servirían como prevención. En mi ingenuidad le pregunté “¿prevención de qué?” y respondió con seguridad “de que puedas estar embarazada”. Luego, la señora me dijo que debía tener mucho cuidado y cuando comenzara a sangrar debía sacar los tubos plásticos.

No sabría definir bien ese momento, pero no entendía nada, solo obedecía en silencio. Luego de la ‘intervención’, Pablo me dejó en la casa y me pidió que siguiera al pie de la letra las recomendaciones y lo mantuviera informado si algo pasaba. Pero no era tan fácil manejar esa situación porque en casa éramos ocho hermanos y solo había un baño, así que teníamos que usarlo sin mayor demora. Durante los siguientes días me acosté con esos cuerpos extraños dentro de mí y tuve que ir al colegio así para que mi madre no sospechara nada.

Estaba con dolores intensos, pero no podía contarle nada a nadie. Solo le pedía a Dios que aquello terminara pronto.

Después de contarle a Sebastián, tuve muchas dudas sobre si debía decirle a Manuela. Ya a lo largo de nuestras vidas le había ocultado cosas para evitarle aún más dolor, pero consideré que había llegado el momento. La reacción de Manuela fue muy fuerte porque hizo varias preguntas que no pude resolver respecto a por qué Pablo hizo lo que hizo sin preguntarme y por qué no me advirtió los riesgos de practicar un aborto en esas condiciones. La conducta de Pablo le pareció aún más reprochable porque pudo poner en riesgo mi salud e incluso afectar mi capacidad de tener más hijos.

La charla de mujer a mujer con mi hija se hizo más dolorosa cuando ya no tuve más argumentos para explicar por qué dejé pasar tanto tiempo para contarles. Respondí que jamás había hablado con nadie de ese tema, ni siquiera con mi mejor amiga, porque un aborto todavía hoy es catalogado como un pecado imperdonable. Pensé en irme con este secreto a la tumba.

Al revelar lo que sucedió busco enfrentar mi pasado y asumir la responsabilidad; no me siento cómoda autorretratándome como una víctima de mi marido por el gran respeto que les debo a sus otras víctimas. Fueron muchas las preguntas que no me atreví a hacer, que tuve que callar porque en el hogar de mis padres no hubo un espacio para dialogar, para ventilar cosas como la que me ocurrió por los condicionamientos culturales y morales. Era un tabú, un tema del que no se hablaba.

Confieso que todo esto sucedió porque estaba alejada totalmente de la realidad. En las terapias del trauma a las que asisto con regularidad, le pregunté a mi doctor después de darle detalles, y respondió que lo que me pasó debe ser considerado una violación. Es que en aquella época —década del setenta— vivíamos en un contexto social en el que tener relaciones sexuales con el novio era toda una transgresión, algo muy mal visto, especialmente en una familia con hondas creencias religiosas. Se supone que debía comportarme como una adolescente sin derecho a opinar, obligada a guardar silencio, sumisa ante el futuro marido y, sobre todo, virgen al llegar al matrimonio (...).

No es sencillo hablar de todos estos secretos que abrieron heridas que hasta ahora no tuve el valor, las ganas, las emociones o la fuerza para volver a mirar y cerrar. Apenas hoy en este último minuto logro dimensionar esto que me hizo Pablo siendo mi novio de entonces, convirtiéndose luego ¡en mi marido!

Quiero que sepan que a pesar de todo, en ese momento yo no me sentí obligada, o no lo quise ver así, o simplemente tampoco encontré otra salida. Pero perdono a Pablo porque siento que al fin una parte salió bien: tenemos dos hijos que nacieron de esa unión, con la que honramos sus vidas. A ellos les doy gracias, porque son la fuerza para quedarme en la vida.

Me pregunto, en la más absoluta intimidad, si mi incondicionalidad por ese amor hacia Pablo tiene que ver con mi reacción personal a toda esa violencia a la que me sometió a mis 14 años o, si por el contrario, nunca se perdió esa esencia de mi relación con él.

Al final de esta historia de dolor que hoy les comparto, siento que pude revivir la crueldad de Pablo y meditar si realmente lo que me unió a él fue el miedo o el amor..

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