Una noche como empleada de motel

Por: Rocio Arias Hofman

La directora de la revista Plan B trabajó una noche como camarera en un motel bogotano. Husmeó por las habitaciones como si fuera la escena de un crimen y recogió los desperdicios que deja el amor anónimo y hecho a toda velocidad.

A los taxistas les toca de todo. Hasta mujeres que cualquier tarde lluviosa se les entran al taxi y piden como si tal cosa, lléveme al motel Amoblados El Dorado, señor. Y él, cómo no, me da la dirección, haciéndose el que no sabe. Pero si ella pide el servicio como quien dice vamos al aeropuerto, pues él tiene derecho aunque sea a obligarle a recitar Avenida Eldorado 96-20 mientras le echa una mirada algo ceñuda por el espejo retrovisor. Podrá pensar en una revolcada de urgencia, en una cita a ciegas con el tinieblo de turno, en un capricho arbitrario de estas mujeres de hoy en día que ya no sabe uno qué quieren ni con quién. Pa´ qué consentirlas, mira lo que te devuelven. Ellas mismas se dan gusto, diría el taxista. Claro que no contaba mi alicaído conductor con que al llegar, un camarero muy servicial le preguntara si la habitación simple, con jardín o con jacuzzi. Casos se habrán visto y hágame el favor, los taxistas también tienen derecho a un pedacito de esto que dan en llamar el paraíso del amor. Salvada la confusión, arrancado el taxista, un cartel perturbador: Festival Gastronómico Mexicano. Pruebe las delicias de nuestro chef. Yo no sabía que la noche podría convertirse en degustación de chilaquiles y fajitas mixtas. Hasta donde tenía entendido, las delicias culinarias en estos sitios suceden por ahí mismo, pero sin crema de leche, ajíes picantes y recetas de Oaxaca. Me vuelvo a repetir, casos se habrán visto y recuerdo de inmediato a una amiga virtuosísima en el arte de la untada de chocolate y de las fresas heladas previamente cocinadas con esmero.
Queda atrás el trancón titilante del final del día que imagino estará haciendo dolorosa la contención de tanta arrechera encerrada en los carros que hasta aquí se dirigen. Piso suelo de cemento firme y casi tropiezo con una calabaza que no pide dulces para mí, que solo quiere hacerles el halloween a las parejitas que vayan entrando. Y van llegando turismos, camionetas, alguna que otra nave de señor panzudo y encorbatado acompañado de mujer con gafas, a estas horas de la noche. Digo yo que es mejor no mirar. No vaya a ser. Todo está en calma. ¿No gritan?, le pregunto a Óscar Bejarano, uno de los supervisores de operación. Sí, claro, contesta, y gimen y todo pero eso sí, los escándalos aquí los tenemos muy controlados. Desde hace 30 años este es un sitio respetado. Nuestros clientes son de toda la vida. Qué rico, pienso, dándole toda la vida. Quién no.
-¿La 32 sigue en mantenimiento?
-Sí
-La 52 sigue en lo mismo, el problema en el techo. Usted ya sabe cómo son las cosas, solo lo habilitamos en caso de emergencia.
-Hay orden de que los almohadones coordinen con los cubrelechos. Pusieron los amarillos con los naranjas y eso no se ve armónico. Esta mañana llegué y había cojines amarillos con cubrelechos azules. No, qué combine.
Presencio la conversación que marca el cambio de turno de los supervisores en silencio. Son 84 habitaciones en un área vigilada por tres garitas y varios celadores. Acabo de cambiarme el jean y la chaqueta de Max Mara por un uniforme de poliéster que me entregan para las lides que acechan la noche: camisa azul rey, corbata, chaleco y pantalón azul marino, chaqueta para el frío, menos mal. Y yo que venía preparada para una bata cualquiera. Supongo que la precisión que voy detallando alrededor hace parecer el motel una pizzería o una pequeña industria de lavado en seco. Una cadena de funciones perfectamente articulada. Solo se escuchan los radios reportando servicios.
-Mínima en la 73
-Recibido
-Llegan para jardines
-Ahí voy
No les digo, esto resulta también una cadena de hamburguesas. Pero claro, no se ven por ningún lado ni comensales ni cajitas felices. Pequeño detalle. No hay nadie visible. Es como un lugar fantasma. Hasta que aparece Giovanni con sus ojos verdes y esa cara de niño a pesar de sus 26 años. Camarero desde hace cinco años, instruido por su madre viuda que fue trabajadora en estas mismas instalaciones durante largo tiempo, Giovanni es el empleado del mes. Cartel público debían hacerle a este muchacho menudo y fibroso, diligente como el que más. Nadie mejor que él para adiestrarme en su rutina construida sobre los desechos del sexo:
Funciones: arreglar y limpiar las habitaciones. Cobrar al término de cada servicio.
Implementos: carrito con caneca de basura, bolsa para sábanas y toallas sucias, ambientador, limpiavidrios, toallas de secado, juego de lencería limpio, jabones, gorros de baño, pantuflas de papel y precintos sanitarios.
Una vez atravesamos el vaho amoniacal que exhala la zona de lavandería comienzo a ser camarera por una noche sin saber lo que se me viene pierna arriba. Sigo a Giovanni y quedo pendiente de cada uno de sus movimientos que inician con la llegada a la habitación número 82. Eso que desde fuera de los moteles se asemeja a una hilera de establos son las puertas de par en par que quedan abiertas una vez el vehículo transportador de hormonas ya derretidas se retira del parqueadero que precede a cada habitación. Ahí mismo dejamos el carrito de útiles y entramos literalmente al lugar de los hechos. Es como irrumpir en la escena del crimen o, más bien, dejémoslo en una escena cinematográfica si prefieren. Las sábanas, cobijas y cubrelechos, un solo revoltijo sobre la cama. Las almohadas por el suelo. Encima de la mesita de sala una tabla con medio churrasco retorcido, siete papas huérfanas y un plato con un sándwich mordisqueado. Dos vasos de plástico aparecen en una de las mesas de noche. Una toalla en el sofá de cuerina negra y otra en el piso del baño. Aquí hubo sexo, me digo. Convéncete, aquí no hubo pelea animal, ocurrió hace un rato que ellos entraron y se enlazaron con furia. Dichosa manía esa de viajar desde el imaginario múltiple del sexo al amor. No sirve la conexión. Mira, si no, cómo luce un condón recién utilizado. Tan deplorable como un polvo anunciado públicamente. Recojo tres condones.
La mujer no le dejó llegar ni a la cama. Allí mismo, contra la pared de espejo, le abrió la camisa para que sintiera de una que las ganas no eran mientras bailaban en el bar donde se conocieron. Estaba inundada y se puso a caballo sobre una de sus piernas. El hombre fue pura hambre.
Toalla en mano, Giovanni restriega el sanitario, el lavamanos, la ducha, las jaboneras, el piso. Voilà, todo vuelve a brillar. Ni gota de las gotas que salpicaron ellos, los sin nombre, los desconocidos, los anónimos protagonistas de esta historia que en realidad es tan solo un breve paréntesis ante nuestros ojos.

 

Ojos que no ven, voyeur insatisfecho
Ocurre poco a poco. Esa sensación de lo ya conocido que me turba un poco, pero no puedo determinar de dónde procede hasta que toalla en mano imito los gestos de Giovanni y comienzo con mi primer sanitario. En el momento en que acciono la cisterna se viene con el torrente de agua mi propia memoria en avalancha. Así, inclinada sobre aquella boca tragarresiduos, me reconozco hace años cuando me empeñé en dejar a un lado vacaciones consentidas y vivir a pelo los sinsabores de las niñas aupair. Lo mismo, baños de otros en mis manos y la certeza de que me repetía en aquel entonces ante los espejos: lavas el primero y ya sabes cómo es para toda la vida. Hasta hoy que regresa esa impresión zafia a arañarme. Miro a Giovanni y se crece como un gigante con su satisfacción de trabajador que acaba de acceder a un crédito que le da derecho a una vivienda de interés social, la primera casa de su vida. Para él y para su madre. Tiene amarrado en la muñeca izquierda un reloj con cronómetro. Cual atleta en preparatorias olímpicas mide sus tiempos: 7 minutos desde que entra en la 89 hasta que cierra su puerta y la deja lista para la siguiente maroma.
A la tercera va la vencida o, por lo menos, en la que decido medirme a hacer sola mi primera habitación completa de la noche mientras Giovanni vigila mis pasos. Me previene mi compañero de fórmula: "Ojalá no encuentres pétalos de rosa". Y sí, da como un susto raro eso de ingresar a la 65 sin saber lo que te vas a topar. Aquí vale poner cara de inspector de policía, de Oligastri, de forense en turno, no sé, un rostro que no se inmute al voltear el breve pasillo de una habitación como esta, que puede ofenderte con su olor, con sus pistas inquietantes, con su aspecto de snuff-movie. Y eso que cuenta con jardín, digamos con materas incrustadas en una esquina. Un verde rincón para neutralizar los efectos del tapete negro con arabescos amarillos. El televisor está prendido en la novela de turno y eso recrudece la impresión de que esta vez casi, casi pudimos pillarlos con las manos en la masa.
Vuelvo a intentarlo: el hombre agarró su cuello con una mano y con la otra subió su falda mientras caían de frente sobre el cubrelecho vinotinto. Ella abrió las piernas y él inició su cuerpo a tierra hasta que ella pidió tregua. Un minuto, mi amor, ya verás. Zassss, ella desapareció bajo las sábanas y allí la alcanzó él, en un embate que la atravesó de parte a parte.
Así hasta agotar una pastilla de Viagra y dos preservativos de los más normalitos. Insisto en imaginar lo sucedido porque si no, me siento lavando baños en cualquier local de comidas rápidas y los de SoHo fueron muy claros: mucama en un motel, ahí donde comen a deshoras. Error. "Aquí todo es muy mecánico. Haces tu rutina y le das parejo toda la noche. Rinde y siempre dejan buenas propinas. Mientras trabajo pienso en si Millonarios va a ganar o hago cuentas de la plata que necesito para pagar mis cuentas", me corrige Giovanni y añade "solo una vez me sorprendí con la decoración que hizo una pareja sobre las paredes: te adoro, mi amor. Todo hecho con papel higiénico enrollado. No sé si tuvieron tiempo para más". ¿Sí ven, estamos o no en una pizzería?
A la sexta habitación me sobra la chaqueta y quisiera ducharme en lugar de limpiar la ducha. Hace mucho calor y me duelen los brazos. Cómo pesan las cobijas siete tigres, cómo miran los pavos reales, cómo será eso de que te abracen en pleno misionero mientras los peludos osos pandas de la manta te echan sus patas por la espalda. El silencio es tan sepulcral que sin pedir permiso -quizá me estoy saltando una regla de la casa- prendo una emisora del equipo de sonido, modelo carro, que está empotrado bajo el televisor. Te hago esta extraña proposición. Seamos amantes, sin sexo ni caricias, solo besos con amor. Así recita el vallenato, lo juro. Y yo tarareando la canción que queda suspendida en el aire como el limpiavidrios que por equivocación distribuyo creyendo que es el ambientador. Total, da igual. Huele rico. Digo, más rico que cuando entramos. Giovanni me llama la atención: "Te has demorado casi cuatro vallenatos en limpiar y arreglar todo. Toca que le bajes a dos". De salida le echo una mirada de reojo a una bailarina de Degas que se está atando las cintas de sus puntas en una de las paredes. Creerán que se está desnudando.
El radio me ruge en la cintura. Hay que cobrar tres habitaciones. "Lo bueno es que aquí todo el mundo paga en efectivo. Aceptamos tarjetas pero son como los condones raros, esos vibradores nadie los utiliza. ¿Quién se arriesga a que le encuentren pruebas?", me explica el supervisor cuando aparece para verificar mi trabajo. Me quito los guantes y golpeo la ventana-puerta del parqueadero en la 78. Me abre del otro lado una cintura de camisa amarilla apretada con un cinturón que sostienen pantalones donde sobrevive la línea de plancha. "Ochenta y tres mil pesos, señor". Me entrega noventa mil en billetes de diez y me dice que dejemos así. Propina generosa después de tres horas en habitación con sauna y jacuzzi. La más costosa del motel. Claro que por el mismo precio se podrían haber quedado las doce horas establecidas antes de que comiencen a cobrarle otro turno. Y no consumieron nada. Es raro porque, según la administración, lo que más se consume en las habitaciones es comida. Mucha comida. "No se les acaban las ganas de nada", apunta otro camarero. Con razón, ahora entiendo lo del guacamole y los totopos. Cuatro festivales gastronómicos que rotan al año para dar gustico a todos.

El precio del sexo
Amoblados El Dorado atiende religiosamente los siete días de la semana. En dos turnos, 52 empleados se dedican a la recepción, cocina, administración, aseo, lavandería, room-service, mantenimiento y seguridad. Cuentan que en fines de semana los carros aguardan en línea en el parqueadero a que se desocupe alguna habitación. Polvo tras polvo y Giovanni dándole como un loco a su tarea. Apenas tiene unos minutos para sentarse a comer un buen plato que le regala la empresa. Entre toallas y sábanas se acurruca para terminar la sopa de cebada, la carne y el arroz con plátano. Desde las tres de la tarde hasta las diez de la noche no cesan de entrar y salir carros. "Luego todo el mundo se va a su casa, como si nada", dice Óscar, el jefe.
El motel está ubicado en una zona donde a lo largo de los años se han ido instalando tantos otros que ya es un barrio. Lo llaman el triángulo de las Bermudas o el fastfood. Nadie da razón sobre desaparecidos o muertos históricos. Aquí sobran la discreción, la prudencia, los vibradores, las bolsitas de preservativos abiertas con los dientes, las manchas multicolores y las infidelidades. Los viajeros que llegan por aquí no cargan maletas ni cámaras de fotos ni recuerdos familiares, nada que no puedan olvidar sin dolor. Como el sexo cuando está hecho en sábanas ajenas y se lava con jabones chiquitos. Sin embargo, observen cómo el libro de los objetos hallados este año en las habitaciones da cuenta de salidas precipitadas o de parejas muy exhaustas: faja (junio 27), instrumento de madera (marzo 6), valeriana gotas (marzo 2), falda naranja (mayo 8), sobre de manila (septiembre 2), zapatos de hombre (junio 20).
Cae la madrugada tan hiriente como en el campo. No nos damos por enterados. Ni siquiera la mujer que sale con otra mujer en ese instante. Les cobran un solo servicio. Si fueran dos hombres ya tendrían clavado en la factura el cobro de dos servicios. "Aquí ni miramos a las señoritas, no sea que se ofusquen sus hombres, ni les cobramos igual. Hombre es hombre". Pregunto qué sucede cuando solicitan habitación cuatro hombres y una mujer. "Se cobran cuatro servicios, es lógico". ¿Y si son seis mujeres con un hombre?, exagero. "Cobramos solo un servicio". Tan normal, pues. ¿Será que las mujeres tiramos por mucho menos?, ¿ellos lo darán tan caro siempre? Definitivamente me toca vivir mucho más. En mi planeta entiendo que eso no funciona así. Pero vean ustedes.
Ella le pidió que cerrara los ojos. Apenas él escuchó cómo manipulaba una bolsa y luego sintió el chasquido de un encendedor. Abre los ojos, papito. Y allí estaba la mujer envuelta en una bata de rojo brillante rodeada de velas de esas para agradecerle todos estos servicios al Divino Niño. Velas pequeñas rodeadas de celofán rojo. Él ahí mismito se derritió como un cirio, ni tiempo le dio siquiera a tocarle la mano que ella le tendía.
Le comento a Giovanni que ya entiendo qué me quiso decir con lo de los pétalos de rosa. Acabamos de entrar en la 54 y tras el sofoco inicial que nos producen los estragos del sauna abierto de par en par, encuentro cera endurecida por todos lados. En los ceniceros, sobre el vidrio de las mesas, en el tapete atigrado del piso, pegoteando las sábanas (a menos que sea otra cosa, mejor no pensarlo). Me hicieron falta siete vallenatos para terminar la tarea. "Cuando hay pétalos toca traer la aspiradora y eso salen hasta debajo del colchón". Por favor, nunca, nunca, nunca vayan a hacerse los románticos. No a un motel. En su casa que cada cual prenda y haga volar lo que quiera. Según Alejandro, otro camarero, es preferible recoger pepinos y plátanos vestidos de profilácticos a eliminar los restos de un naufragio asegurado como sucede cuando piden copas de vino espumoso.
Ninguno de mis compañeros de trabajo aceptar haber ido con sus novias a un motel. No sé si creerles. Aunque todos coinciden en que de grandes quieren ser dueños de algo como este negocio. "Porque sí da plata, mucha", aseguran. Se sienten trabajando en un hotel cualquiera con la salvedad que rara vez les ven la cara a sus clientes. Los oyen aullando a lo lejos, huyendo de repente, peleando en ocasiones, zafándose la ropa en el carro, desafiando todo a punta de deseo, buscando un lugar para por fin. Pero quienes abandonan para ellos, los camareros, las sobras de sus pasiones no saben que son los anónimos mejor atendidos del mundo. Fuera de un motel, sin cara y sin nombre eres un paria. Y aquí puedes ser un rey ocasional para una reina que también tiene billetera para pagar. 200 mil pesos me entregó una falda roja apretada sobre muslos de medias negras cuando cobré la 62, mi novena y última habitación de la noche menos caliente de mi vida.