UN INSTANTE DESPUÉS

Por:

Efraim Medina de nuevo regresó a Cartagena, en esta columna nos cuenta lo que vió y la imagen que hoy tiene de esta Ciudad Inmóvil.

Dicen que hay una edad en que todos imaginamos que podemos cambiar el mundo, por fortuna jamás tuve esa edad. Ni siquiera soy capaz de concebir el mundo, no tengo la más remota idea de qué cosa sea el mundo ni el menor interés en saberlo. En realidad no creo que exista un puto mundo, pero siento que cada instante es una aventura y la posibilidad de cambiar algo en mí, no en un sentido moral o ético, me refiero a esa sub-entidad que albergamos y que en un modo demencial e irresponsable nos pertenece o quizá le pertenecemos. ¿Quién rayos soy? Si no tuvieras nombre, familia, recuerdos y demás taras adquiridas en el tráfago cotidiano. Si no tuvieras amigos, afectos, deseos y demás enfermedades contagiosas y de repente alguien, un enano verde con antenas, saliera de la nada armado hasta los dientes para preguntarte quién eres. Dime capullo, ¿qué le dirías? Supongo que podrías empezar diciendo que eres un hombre. Pero si esa respuesta no fuera suficiente y el enano se empecinara en saber qué cosa es un hombre... Toda criatura se alberga a sí misma, somos el otro desconocido, el ignorado. Hemos sido entrenados para creer que somos eso que somos, es nuestro frágil axioma para evitar la sensación de asco y de vértigo cada día ante el espejo.

Hace dos días llegué de nuevo a Ciudad Inmóvil, la pequeña y bella ciudad que huele a mierda. Cada vez se extiende más hacia sus confines y se reduce en su centro, cada vez está más estratificada, cada vez es más cruel y racista, cada vez hay más hijueputas adueñándose de ella ante el servil entusiasmo de los nativos. ¿Qué significa ser de Cartagena de Indias? La indignidad y el desprecio cubre cada centímetro, todo está en venta y si les quedara alma también la venderían. Odio esto, la ciudad desparramada, confusa, rastrera, corrupta y vulgar. Amo el paisaje de mi infancia que lentamente desaparece. La única cosa pura e intacta que queda es la voz de Joe Arroyo, el único dios que ha sobrevivido a sí mismo, todo lo demás son sombras, comparsas en el patético y feroz carnaval de la infamia.

Ciudad Inmóvil es la letrina de un país miserable. Políticos y mafiosos, deportistas de moda e intelectuales, caca farandulera, cantantes popó y putas de toda calaña se asolean en imponentes apartamentos y mansiones o en lujosos hoteles bajo el ardiente sol formando una risueña y compacta familia que sería necesario empacar al vacío y exportar a otros planetas como basura genética. Y en torno a ellos una multitud de esclavos besándoles los rosados traseros a cambio de migajas. Cada instante en Ciudad Inmóvil es el epitafio del instante anterior. La historia de exclusión y sumisión se eterniza y la ciudad es sólo el telón de fondo de la rapiña europea y criolla disfrazada de inversión y progreso y utilizando el arte y el pensamiento como fachada del crimen. Nací en un país marcado por la violencia y he aprendido a aceptar ese estigma en mis viajes y estadías en otros países. Conocer otras lenguas y culturas me ha servido esencialmente para tener una idea minuciosa de mi propio país y entender con amargura que buena parte de sus intelectuales, precisamente quienes deberían representar la diferencia, son tan mezquinos y despreciables como sus mafiosos o repiten con fidelidad el esquema de exclusión de quienes convirtieron el país en una carnicería abierta 24 horas. Detrás de sus pretensiones de librepensadores lo único que hay es mierda prensada y oportunista. Ellos son el escudo, la máscara y la coartada del poder absoluto. Ellos son el racismo y el clasismo molido en retórica. No los pierdo de vista, estoy aquí para patearles el trasero. Soy la jodida diferencia que crece a la intemperie. Soy el dedo que les meterán por el culo...

Lo que este instante ha cambiado en mí no es algo definido que pueda envasar como concepto, se trata más bien de la sensación que algo se desprende y se rompe en diminutos fragmentos que se esparcen en la tarde húmeda y podrida de la bahía. De todos esos fragmentos hay uno que voy a extrañar hasta el último día. Sé, de un modo apacible y desconocido, que imaginar la felicidad es mil veces más arduo y agradable que ser feliz. La felicidad es un rango de la estupidez como la importancia y el egoísmo. Veo a toda esa gente que pasea vestida de turista, todas esas bellas chicas con sus enormes culos en promoción, todos esos fantasmas del presente y el futuro. Ciudad Inmóvil, ¿qué nos une más allá de la angustia y del espanto? Me pierdo entre rascacielos y pienso en aquellas casas de mi infancia, en los árboles... Lentamente te conviertes en un atroz desierto, en la tumba de quienes hacen de cada instante su propio epitafio.