Me acuerdo como si fuera ayer de ese miércoles 27 de octubre de 2010, cuando de milagro me salvé de que un rayo me matara.
En ese entonces trabajaba como residente de obra en una construcción
ubicada entre los municipios de Chía y Cajicá y apenas estaba comenzando
la ola invernal que inundó esa zona. Eran las 4:30 p.m., y yo andaba
preocupado por un pedido de acero que había solicitado hacía mucho
tiempo. La obra se estaba atrasando por la falta del material, el camión
que lo debía traer no llegaba y la jornada laboral ya estaba por
acabarse. Les pedí al maestro de obra y a cuatro trabajadores más que se
quedaran para que me ayudaran a descargar el pedido. Ellos, pese al
esfuerzo que tenían que hacer —descargar dos toneladas en barras de
acero, después de todo un día de trabajo pesado—, accedieron a ayudarme
pensando en las horas extra que ganarían.
A la media hora llegó el camión. Por radio le pedí al vigilante de la
entrada que lo ubicara en el patio de aceros, que se encontraba a 300
metros del campamento de obra. Inmediatamente, me comuniqué con el
maestro para que reuniera a la cuadrilla, mientras miraba por la ventana
llegar el camión al sitio de descargue. Al asomarme vi que había una
nube negra encima y que los árboles se mecían fuertemente por un
ventarrón que hasta las tejas del campamento logró levantar, pero aún no
comenzaba a llover. Rápidamente cogí mi casco, mis botas y salí
corriendo al patio de aceros para cancelar el descargue por el peligro
de que cayera un rayo. Llegué gritando “¡Bájense del camión!” y de
repente ¡bum! Sentí como si me hubieran dado un golpe en el pecho que me
tumbó. El destello me dejó ciego por unos minutos, incluso alcancé a
pararme y caminar sin ver nada, solo sentía las manos y la ropa llenas
de barro por la caída.
La cuadrilla estaba compuesta por el maestro, dos oficiales, dos ayudantes y yo. Todos recibimos la descarga eléctrica,
fuimos alcanzados por las ramificaciones del rayo que cayó sobre el
camión. Los que más sufrieron fueron los ayudantes, que estaban encima
desamarrando las barras de acero. Ellos no podían caminar y estaban
totalmente aturdidos. Cuando recobré la visión, corrí a auxiliarlos a
ellos. Me sentía muy culpable porque de cierta forma yo era el responsable de su seguridad, y verlos así, en el piso, me hizo olvidar que yo también podía estar herido.
En la obra teníamos definidas a las personas que, en caso de una
emergencia, debían reaccionar. Afortunadamente todavía estaban ahí y se
comunicaron con el servicio de ambulancia, que llegó muy rápido. Sin
embargo, solo llegó una, que se llevó a las dos personas que estaban más
graves. Los demás nos quedamos ahí y fue cuando algunos empezaron a tener síntomas raros: vómito, mareo, dolor y presión en el pecho, como si se les fuera a salir el corazón.
Cuando los vimos así, mi jefe, mis compañeros y yo decidimos llevarlos
en los carros que había al hospital más cercano, en Chía. Al llegar ahí,
yo también empecé a sentir presión y dolor en el pecho. Cuando me
examinaron, vieron que mi ritmo cardíaco era irregular y que mi dedo meñique de la mano derecha estaba quemado.
Fue entonces cuando el doctor me dijo “a usted también lo cogió el
rayo”. Me explicó que uno recibe las descargas eléctricas por las
extremidades (manos y pies) y que también salen por ahí, y al hacerlo
dejan rastro con una quemadura.
De inmediato, me canalizaron y me dejaron en observación durante once
horas, en las que hicieron seguimiento a mi ritmo cardíaco y me
inyectaron una especie de suero con potasio, sodio y otros componentes.
Durante ese tiempo estuve hablando con los demás trabajadores,
acordándonos y comentando lo que había sucedido. Todos llegamos a la
misma conclusión: de no haber tenido las botas, el casco y los
guantes puestos, que por sus materiales aislaron la descarga, otro
estaría contando una triste historia.
Ya han pasado casi tres años desde el episodio y, aunque a veces siento
presión en el pecho, he ido a varios controles médicos y no me han
diagnosticado nada. Eso sí, les cogí mucho respeto a los rayos, y cuando
empiezan a caer, prefiero guardarme pues, además de que el ruido me
acuerda de ese día, cuando a uno ya le cayó un rayo es más fácil que otro lo vuelva a coger. Me guardo, entonces, porque con una descarga eléctrica fue suficiente y porque no quiero contar esta historia por segunda vez.