Mi amigo Felipe dice que a su papá no le gusta viajar, pero que tiene guardada en lo alto de su clóset una “cangurera” (o bolso tipo canguro, pero él la llama así), por si algún día vuelve a viajar.
Pensé que era uno de esos cuentos que uno echa para exagerar las excentricidades de los papás, pero comprobé que no era ninguna exageración cuando en Cartagena vi con mis propios ojos a Poncho Rentería (amigo del padre en cuestión) con una “cangurera” atada bajo su prominente barriga. (10 apps que le harán la vida más fácil en los viajes)
Pensé que dicho adminículo había quedado enterrado en los ochenta, y Felipe me aseguró que la que guarda su padre con celo es, en efecto, de dicha década. Tiene motivos de las Tortugas Ninja.
Mi mamá me pidió prestada una “cangurera” hace unas semanas para emprender un viaje a Burdeos, al matrimonio de mi prima en un castillo antiguo de Saint-Émilion. Así como lo oyen. Y no es porque seamos los más mañés de la familia (que lo somos), sino porque mi tía casada con un diplomático así lo sugirió.
Los papás tienen unas peculiaridades para viajar que son inauditas. Viajar con los papás es casi como aceptar tácitamente que volvemos a ser unos niños de 2 años. Fuera de que creen en las “cangureras”, están nerviosos por el viaje una semana antes y ya empiezan a empacar maleta desde entonces. Sacan unos armatostes de maletas con manija y sin rueditas que dan grima.
Cuando uno los convence de llevar la mitad de lo que están empacando en una maleta más funcional, agarran un maletín de cuero de Coca-Cola o algo con una marca promocional como equipaje de mano, mientras las mamás se miden todas las viejeras que tienen en el clóset y desfilan contando anécdotas de otros viajes del pasado remoto. (No se intimide con las viejas que viajan solas)
Otro artefacto bastante más obsoleto sale de la mesa de noche de mi papá: una calculadora con traductor. Pregunta si aún puede sernos útil e introduce una frase en español que luego lee en algo que se asemeja muy ligeramente al francés: comotalebú.
Luego viene la fase de pesar maletas, acostadas, de lado y por el lomo, sobre una pesa humana que siempre está mal calibrada, según uno de los padres.
Mi papá revisa una y otra vez las fechas de vencimiento de pasaportes y visas de todo el mundo y repite esta operación a horas impensables. “Revisemos otra vez no va y sea que alguien tenga algo vencido”, dice a la medianoche de la fecha anterior al viaje. Si el vuelo es a las diez de la mañana, por ejemplo, uno diría que despertarse a las seis para salir tres cuartos de hora después y estar en el aeropuerto a las siete y media es perfecto. Pero con mi papá las alarmas suenan a todo volumen a las cuatro ammmmm. Y como yo no vivo en su casa, me llama entonces para saber si ya estoy lista y a qué horas nos vemos en el aeropuerto. Las mamás, por lo general, y en particular la mía, visten atuendos elegantes e incómodos porque temen verse muy “clase media”, aunque el canguro vaya por debajo del abrigo de paño inglés que les regaló la tía Pepita cuando hizo su viaje en barco a Europa.
Cuando uno llega al aeropuerto, mi papá está ya como participando en una carrera de observación o de relevos, aunque faltan cuatro horas para el llamado a abordar. Uno se siente como cuando lo llevaban de excursión al Puente de Boyacá y los profesores contaban cabezas que iban subiéndose al bus. Alguno de los dos quiere empacar en plástico las maletas mientras otro está amarrándoles cintas de colores para poder distinguirlas a la hora de recogerlas. Mi papá quiere tomar los pasaportes de todos en sus manos y apersonarse de todo y de todos y asume una posición corporal entelerida como de señor de mudanzas frente a sus maletas plastificadas. (Consejos para conseguir un ascenso a primera clase)
Después es factible que uno quiera matarlos en el avión porque están intentando cambiarse de puesto, porque oprimen el botón de llamar a la azafata 20 veces, porque lo llaman a uno en voz alta disimulada o murmullo-grito para que llene el formulario de inmigración como debe ser e indican cuatro veces cuál es el número de vuelo como si uno fuera un analfabeto. No es raro que pidan cambios en la comida de avión como si estuvieran en un restaurante y que pasen a hacer visita a ver cómo va uno en su puesto y lo despierten justo cuando recién concilió el sueño, además de que quieran que uno vaya al puesto de ellos para presentarle al vecino que resultó ser un proctólogo muy adorado.
El desdén por viajar con los papás no termina ahí, pero se hace muy largo para este espacio. Basta con añadir que siempre compran tours, hacen conversiones de moneda, ponen citas rigurosas en el lobby, y usan mapas de cinco pliegos y desactualizados que abren con toda naturalidad en la mitad de un metro.
Para mi papá, viajar es una actividad que hace parte de los vestigios de su imperio, cuando éramos niños y estábamos bajo su poder. Y yo lo dejo hacer porque al fin y al cabo, si alguna vez me monté por primera vez en un avión para conocer algo más allá de mi terruño, fue gracias a este patriarca, que ahora en su otoño es feliz de poder viajar en familia cuando su poder adquisitivo no es el mismo y todo está tan caro. (Manual para tener sexo en un avión)