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Juan Gilberto Funes

Por: Juan Gabriel Vásquez

Mi primer Funes no fue el memorioso. Muchos años antes de que me llegara a las manos el cuento de Borges, mi vecino Miguel Trujillo, miembro de la junta directiva de Millonarios, me dijo un día: —Vamos a traer a un goleador. Y ahora sí vamos por la doce.

Esto debió ocurrir a comienzos de 1984. Yo tenía 11 años y el fútbol era lo único que me importaba en la vida; dentro del fútbol, lo que más me importaba era Millonarios; dentro de Millonarios, lo que más me importaba —igual que al resto de la hinchada— era conseguir la doce: la duodécima estrella, que llevaba ya seis años haciéndole el quite al club. Pero en 1984, con aquel equipo de fábula donde estaban Vivalda, Van Tuyne, Iguarán y Peluffo, todos creíamos que la doce llegaría por fin. Y con un centro delantero como Juan Gilberto Funes, que venía de romper mallas en Gimnasia y Esgrima de Mendoza, no podía quedar la menor duda: este año sería para Millonarios.

No fue así. A Juan Gilberto Funes le dieron la camiseta 29, en esas épocas en que los números grandes se consideraban patrimonio del basquetbol, y muchos supersticiosos (pero todo hincha serio es supersticioso) pensaron en algún momento que el uso de ese número heterodoxo era el culpable de lo ocurrido. Funes marcó dos golazos en su segundo partido, y la hinchada de Millonarios pensó que ahora sí, que ahora de verdad íbamos por la doce; y de ahí en adelante se dedicó a fracasar meticulosamente en la tarea para la cual había sido contratado. En el resto del año marcó dos veces más, y en todo el primer semestre del año siguiente, en una suerte de récord a la inversa que nadie ha superado, logró un gol, un gol patético y solitario que llevó a las directivas a considerar su venta inmediata. Falló goles tan inverosímiles, que muy pronto se empezó a hacer juego con su apellido: “Funesto”, lo llamaban los enemigos (y también los amigos frustrados o desencantados). Ni siquiera recibir la camiseta 9, que le correspondía por posición, mejoró sus resultados. Todos sus tiros pegaban en los postes, todos sus golpes de cabeza salían para el lado equivocado. Hasta una tarde en que, por pura terquedad, persiguió un balón imposible, tropezó con el arquero y el balón tropezó con él, y nadie supo nunca cómo hizo ese balón para acabar en la red.

Fue como si se rompiera el maleficio de un cuento de hadas. Durante el segundo semestre de 1985, Funes marcó 32 goles en 14 partidos. Semejantes cifras no le alcanzaron para ser goleador: Miguel Oswaldo ‘el Negro’ González marcó uno más y se llevó el trofeo. Pero los hinchas de Millonarios no olvidan (no olvidamos) esos meses prodigiosos que además tuvieron el sabor de la justicia o de la venganza, o de ambas cosas mezcladas. Por esos días, gracias a Miguel Trujillo, entré con mis 12 años de fanatismo futbolero al camerino de Millonarios. Fue después de un partido que no recuerdo; sí recuerdo, en cambio, la profunda impresión que me causó el tamaño bestial de sus muslos. El búfalo de San Luis, le decían, y allí entendí por qué. Funes firmó mi ejemplar de la revista Millos, me dio una cachetada amistosa y se fue a las duchas. Seis años después, estaba muerto. El diagnóstico de endocarditis nos sirvió a sus seguidores para decir cursilerías: había muerto un hombre de corazón grande. Y lo creíamos de verdad.

Mientras buscaba la revista firmada para escribir este artículo, me encontré también con otro número en que Funes aparece en la portada. En las páginas interiores leo:

“Juan Gilberto Funes ignoraba que un compatriota suyo, llamado Jorge Luis Borges, inmortalizó su nombre en un cuento que lleva por título Funes el memorioso, donde el gran escritor argentino relata la prodigiosa retentiva de un muchacho que nunca olvidó nada”.

Qué tiempos aquellos, pensé: las revistas deportivas citaban a Borges, los colombianos creíamos que podíamos organizar el Mundial y Funes estaba vivo. Vivo y goleando.

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