Columna

Mi paseo con Joaquín Cortés

Por: Margarita Rosa De Francisco (@margaritarosadf)

La hoy eterna y entrañable Fanny Mikey tuvo la generosidad de invitarme al espectáculo que por aquellos años “2000 algo” presentaba el bailarín cordobés y luego a la fiesta que ofrecería en su honor esa misma noche.

La obra que en ese momento trajo Cortés me sobrecogió por su extrema elegancia y sobriedad en el vestuario, en el que predominaba el negro; el derroche de coreografías modernas, que fusionaban el flamenco puro con ondas de otras culturas del mundo; el virtuosismo de los músicos en vivo interpretando los aires flamencos ribeteando las guitarras con percusión latina y violines, y, para terminar de completar, la impecable ejecución de este diablo musculado sin camisa, brujo apolíneo de melena hasta los hombros y gesto provocador.

Llegué a la casa de Fanny como “emburundangada” de haber visto tanta sensualidad y belleza junta y, por supuesto, con la inatajable curiosidad de conocer al “bailaor”. Cuando entré, la rumba estaba caliente, un grupo de son cubano tenía a unos cuantos zangoloteándose mientras otros se tiraban encima de las bandejas que llevaban los vasos con trago hasta el borde. Al rato, apareció el pelo ensortijado rojo fuego de Fanny como explotando entre la turbamulta y después de un abrazo me dice al oído: “Quiero que conozcas a Joaquín”. Me llevó a la terraza y ahí, en el centro, estaba solitario en una silla plegable el hombre que hacía unos minutos exudaba arte, “malditicidad” y testosterona por todos los poros de su torso desnudo.

“Ella es la actriz de la que te hablé”, dijo la anfitriona, y me ofrecieron un asiento. De un momento a otro quedé a solas y frente a frente con esta especie de sátiro del Olimpo, que ahora cubría su objeto de pecado con un abrigo de paño negro. Alcancé a balbucear unas cuantas pendejadas, pues me puse nerviosísima; por alguna razón la situación me pareció forzada y rara. Él, a su vez, se limitó a examinarme como un médico se fija a ver si el recién nacido está “completo”, me piropeó con un sureño “guapa, pero si erej un ejcándalo” y a los pocos minutos me preguntó si podíamos vernos al otro día. ¡Increíble! ¡Una cita con Joaquín Cortés! Acordamos vernos en el café Il Pomeriggio a las tres de la tarde, y se fue. Me quedé pasmadísima, si acaso habíamos cruzado tres frases, pero bueno, yo encantada ante la expectativa de la tarde siguiente.

Ese sábado me acerqué con las manos encharcadas de sudor al lugar convenido, y efectivamente el hombre ya estaba instalado tomándose un café con el que supuse era un asistente. Yo, la verdad, estaba hecha una idiota completa, casi no podía hablar. “Rubia, ¿tenéi coche”, me preguntó a quemarropa, y yo le contesté “sí” en medio de un atolondramiento fuera de lo normal. El asistente desapareció y sin más preámbulos nos dirigimos a mi camioneta. A todas estas, no hemos atravesado más palabras que “hola”.

Manejando peor que nunca, tomé la carrera 11 y más temprano que tarde, desde el asiento del copiloto, este toro Miura embiste sin miramientos a la rubia despalomada que era yo en ese instante. Dios mío santo, echó mano firme a la carne que había y en un semáforo me volteó la cara y me clavó hasta la empuñadura un beso que me dejó tonta.

(Un momentico hago un paréntesis. Sé que puedo haber imaginado todo esto y creído que realmente pasó, pero si me lo estoy inventando, francamente no considero descabellado ni mucho menos imperdonable tener una fantasía erótica con Joaquín Cortés). Yo no estaba preparada para semejante faena, no por hacerme aquí la puritana, es que no daba pie con bola, en serio. Como recién revolcada por una ola tomé aire para decirle: “Pero cómo así... ¿no vamos a conversar”. A lo que él replicó: “¿Cómo así, ¡pue... así! ¡Pero de qué queréi conversá!”. Y se agarraba la cabeza a dos manos exclamando: “Pero, vamo, ej que no me lo pueo creé!”.

Ante mi parálisis me pidió que entonces lo llevara al Coliseo, donde su compañía estaba ensayando. Soporté los alaridos del silencio mientras él miraba por la ventanilla y yo, petrificada, terminaba de emparamar de sudor el timón del carro.

Hace poco fui a verlo con mi mamá, mi hermana y una prima al Teatro Jorge Eliécer Gaitán. Vino con un show menos rimbombante, más sencillo, y él más maduro, relajado, menos adusto, más gozón. Estuvo enorme, nos volvió locas. Yo les había contado este cuento a mis acompañantes y, al final, mi prima, conmocionada, dice: “Noooo, hermana, vos sí sos boba, por favor, ¡conversar de qué!

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