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La casa de las flores, un culebrón millennial

Por: Camilo A. Amaya G.

Verónica Castro interpreta a una millonaria arribista que fuma y vende marihuana, tiene un hijo gay y un yerno transexual. El éxito de La casa de las flores es, precisamente, que logra burlarse de las típicas novelas mexicanas y de la sociedad mojigata que las produce.

Los televidentes más jóvenes no lo saben, pero hubo una época, durante la década de los ochenta, en la que los niños quedaban atrapados entre la tediosa televisión educativa e institucional y las telenovelas mexicanas y venezolanas que sintonizaban sus mamás en los dos únicos canales disponibles. Una generación entera que creció tragando a disgusto ensaladas de remolacha, pepinos rellenos y las lágrimas de Verónica Castro durante el almuerzo. Por eso no deja de ser irónico que esa misma generación vuelva hoy, 30 años más tarde, a caer en las garras de la Castro, pero esta vez por gusto propio y con una sonrisa en la cara.

Sin embargo, La casa de las flores, la más reciente serie de Netflix que protagoniza, no es el típico melodrama lacrimoso mexicano de muchachas pobres que se enamoran de ricos engreídos a los que terminan conquistando a pesar de las arpías desalmadas que se interponen en el camino. La Verónica Castro de hoy no es la estereotípica chica buena a la que todos le joden la vida -ni la infaltable bruja mala-, sino una millonaria arribista e inescrupulosa, al mismo tiempo divertida y hasta entrañable. Una mujer que por un lado se niega a ver la homosexualidad de su hijo y se avergüenza de su yerno transexual, y por otro trafica marihuana y se acuesta con un amante durante la ausencia de su marido preso.

En clave de humor, la serie es una parodia no solo de esos enlatados que por años fueron el principal producto de exportación de México -desde Los ricos también lloran hasta La rosa de Gualupe-, sino en general de la sociedad conservadora y machista que las concibió. Cuenta la historia de los De la Mora, una familia perfecta en apariencia que alimenta las páginas sociales de la prensa rosa y que en teoría conquistó su elevado estatus social vendiendo flores. Pero toda esa felicidad impostada empieza a desmoronarse en el primer minuto del primer capítulo con un suicidio inverosímil que provoca que salgan a flote un montón de verdades incómodas. Como el hecho de que no es la floristería, sino un cabaret de mala muerte el que ha pagado las cuentas de la familia por años.

A partir de ese punto comienzan a desarrollarse varias historias que, además de ser disparatadas, son toda una declaración de intenciones. Además de la trama y las actuaciones notables, el éxito de la serie radica en no limitarse a ser una comedia inofensiva. Por el contrario, defiende varias causas, como la feminista o la LGBTI.

De este modo, un hijo gay es sacado del clóset por un video íntimo que se filtra en internet en el que se le ve haciendo un trío. Y no solo se vuelve viral -con el #LordDameloTodo-, sino que el protagonista se convierte en un héroe para los homosexuales. También está el esposo de una de las hijas de la familia, quien después de casado y de tener un hijo con ella se da cuenta de que en realidad es una mujer. Y así, con sus piernas gruesas enfundadas en faldas ceñidas, sigue siendo padre y profesional exitoso.

Y las mujeres, más que abnegadas parejas dedicadas exclusivamente a sufrir por el amor de sus machos, son las que mantienen todo el peso dramático: cuidan del hogar, se deprimen, son autosuficientes, ponen cachos... Empoderadas, como quien dice.

Entre ellas Paulina (interpretada por Cecilia Suárez), quien se ha llevado todos los elogios. Su contagiosa manera de hablar (entre gomela y drogada) está camino a convertirse en un ícono y es el barómetro del éxito del programa. Es casi imposible verlo sin terminar hablando con su acento pegajoso, por molesto que sea.

En la era de la televisión por streaming, los culebrones parecen haber encontrado un nuevo lenguaje para reinventarse y ganar las nuevas audiencias sin perder a las tradicionales. La mamá que servía remolacha y que ahora es abuela, los niños que se comían los pepinos y hoy rondan los 40, se han unido a los millennials en una horda de seguidores que han hecho de la serie un fenómeno. Es probable que los hijos de estos, en unos años, se burlen de cuando sus mamás les daban comida congelada acompañada de dramones con pretenciones open mind.

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