Aunque por esa sangre brasileña que fluye por todo mi cuerpo debería decir que un bossa nova o una samba, según el ritmo, la velocidad y la intensidad del momento, representan mi orgasmo ideal, creo sinceramente que me quedo con el tango argentino.
Con la mirada penetrante sobre el otro, con ese contacto visual que te corta la respiración y que te impide pensar en nada distinto a tu cuerpo y al de tu compañero. Me quedo con ese juego de sombras y luces rojizas, azuladas, violáceas que crean una atmósfera ideal para perderse en el mayor de los placeres. Con ese vaivén que te lleva de un paso violento que te agita a uno suave que como una cuna te arrulla a la luz de la luna. Con esas prendas que evocan los cabarés parisinos, medias veladas de cuadros, corsés, bragas y brasieres de colores dramáticos como el negro o el rojo carmesí. El tango es seducción. Es como ese preludio necesario de palabras cariñosas y fuertes al oído. Comienza con un abrazo incompleto, pasa por un entrecruzarse el uno con el otro y termina con un beso y un desvanecimiento en el que el cuerpo arqueado se rinde al placer. El tango, como el sexo con amor, evoca las pasiones más oscuras, los instintos animales y los sublima. Por su mezcla de violencia y erotismo, de texturas suaves como terciopelos, el colorete rojo que marca el papel, los zapatos de cebra, el tigrillo disecado, el mosquete antiguo, las pieles de leopardo, res y oso que me acompañan en estas fotos. Todas expresiones de esa pasión salvaje, pero sofisticada y tierna, que podría hacerme tener ese orgasmo ideal.